[Video] Redención tras las rejas: La ley que ofrece una segunda oportunidad a madres encarceladas

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Fotografía del 19 de junio de 2024 de la cárcel El Buen Pastor en Bogotá (Colombia). EFE/ Juan Diego López

Bogotá, 1 ago – No hubo un solo día de los que Yeny Jaime pasó en la cárcel de Pedregal, en Medellín, que no llorara y rezara para salir de la celda donde cumplía una condena de 144 meses por robar un celular. Hoy es una de las 59 madres cabeza de familia que han salido de prisión gracias a una ley que busca darle otra oportunidad a mujeres pobres condenadas.

Yeny, de 36 años, sólo cumplió cuatro de los doce años de sentencia gracias a la Ley de Utilidad Pública, aprobada en mayo de 2023 y que busca revertir una tendencia latinoamericana: el número de mujeres encarceladas se ha duplicado en los últimos 22 años, y son sobre todo pobres y cabeza de familia que cometen delitos por necesidad.

A Yeny la condenaron por un «hurto agravado» que dice que no cometió. Estaba huyendo de su pareja maltratadora en Bogotá y se subió a un taxi con sus hijas, cuando él la agarró, le «llenó el cuerpo a puñaladas» y se llevó el celular del taxista, el robo por el que acabó en la cárcel.

Terminó encarcelada a kilómetros de distancia de sus cinco hijos, en Medellín, donde apenas volvió a ver a su familia hasta que el pasado 3 de febrero consiguió salir, sin condena, con su libertad restablecida.

Una segunda oportunidad

El trámite fue rápido; apenas 23 días desde que hizo la solicitud al juzgado hasta que se la concedieron. Pero Sandra Milena Campos y Andrea Aguirre no tienen tanta suerte y ambas esperan en la cárcel del Buen Pastor de Bogotá.

Sandra, madre de dos hijas con discapacidad, entró por microtráfico y lleva cinco años (la mitad de ellos cumplidos desde casa) de los seis a los que la sentenciaron; Andrea ha cumplido cuatro de los siete que tiene por hurto agravado de unos celulares.

Fotografía del 22 de abril de 2024 de Jeny Jaime (i), una de las 59 madres cabeza de familia que han salido de prisión gracias a una ley que busca darle otra oportunidad a mujeres pobres condenadas, hablando en una entrevista con EFE, en Bogotá (Colombia). EFE/ Mauricio Dueñas Castañeda

La Ley de Utilidad Pública concede la libertad a cambio de horas de servicios comunitarios, a mujeres a cargo de hijos menores o de personas con discapacidad que no sean reincidentes y tengan una condena inferior a ocho años por hurto o tráfico de estupefacientes.

Andrea no tiene nadie fuera que le apoye; su mamá no quiere hablarle después de lo que hizo y no tiene quién le ayude a conseguir los papeles que necesita presentar.

«No he podido traer papeles de afuera porque el que me visita es el papá del niño y él no tiene ninguno de esos papeles; los tiene mi mamá y no me quiere colaborar con eso», confiesa a EFE.

Sandra ha presentado todo pero aún no tiene respuesta del juzgado y le come el pesimismo. «No nos dan la oportunidad de demostrar que nosotras estamos capacitadas para poder salir, poder dejar en pie esa ley y poder respaldar a otras mujeres que quieren salir», afirma.

Por desesperación

La historia de estas tres mujeres tiene mucho en común: la desesperación, la necesidad, la vía fácil. «Tuve a mi hijo a los 17 años y porque no tenía la economía para mantenerlo, hice lo que hice», confiesa Andrea.

Sandra, madre soltera, es consciente de que nadie le obligó a delinquir, pero «en una situación económica que tengas que escoger si la prostitución u otras opciones, tomas una mala decisión».

«Yo no soy delincuente. Tomé una mala decisión en un mal momento donde tenía que haber pensado un poco más, pero igual ya asumí mi responsabilidad, acá estamos», explica esta mujer desde uno de los patios del Buen Pastor, donde hay más de 1.800 reclusas.

Mientras hablan, una guardia increpa a unas mujeres que charlan en una esquina: «¿Es que ustedes no tienen nada qué hacer?». Y probablemente no. El aburrimiento y la soledad son dos duras compañeras en prisión, las largas horas tiradas en el piso sin nada que hacer.

«No había un día que no llorara, que no me arrodillara y le pidiera a Dios que me sacara rápido de ese infierno», recuerda, con un nudo en el pecho, Yeny.

Ella salió flacucha, enferma de una leucemia desarrollada en prisión y por el hambre. Dice que les daban un pan y un café a las 10 de la mañana y a veces hasta la noche no llegaba la comida. Otras noches dormían con hambre.

Aun así saben que el principal castigo no es estar presas sino que las hayan alejado de sus familias, ver a sus hijos crecer como extraños lejos de ellas y tener que seguir sacando adelante a sus familias desde la prisión.

Por eso, Andrea solo quiere «salir del colegio» donde su hijo pequeño cree que está encerrada, mientras ella le repite: «Muy pronto voy a salir».

Irene Escudero

EFE