París, 4 ago – Nada hacía presagiar que Léon Marchand se convertiría en un nadador de época, el héroe de los Juegos de París, con cuatro oros y un bronce, cuando a los 6 años regresó de la piscina y le lanzó a su madre el bañador: «No quiero volver a nadar, me congelo en la piscina».
Durante dos años, aquel niño de aspecto raquítico y cara de ángel no volvió a los entrenamientos del club de Toulouse donde su padre y su madre habían hecho carrera. Se apuntó a un club de judo que había cerca de casa y no duró mucho. Tampoco el rugby, que fue su siguiente intento.
A sus padres no les molestó que Léon, su hijo mayor, rechazara la piscina. Ambos habían hecho carrera en la natación. Ella, Céline, participó en los Juegos de Barcelona y Xavier fue finalista en los de Atlanta y Sidney y subcampeón del mundo en 1998 en 400 estilos. Ambos sabían que ese deporte daba pocas alegrías y muchos sinsabores, así que eran los primeros que le disuadían de nadar.
Su tío Christophe, que también disputó dos Juegos, los de Seúl y Barcelona, y que trabajaba en el club de natación de Toulouse, lo veía de otra manera, porque pese a que el físico de Léon no apuntaba a nada, intuía algunas condiciones extraordinarias, como esa capacidad de deslizarse por el agua y de sentir la brazada que, con el tiempo, le han elevado al olimpo de la piscina.
Así que Léon le dio una segunda oportunidad a los 8 años a la natación y empezó a verle el gusto a competir con sus amigos, sus instructores, recuerdan, le veían como un aprendiz ejemplar, disciplinado e inteligente.
Su cuerpo tardó en madurar y el joven Léon, introvertido como era, apenas destacaba en nada, salvo en una cosa: era bueno en todo.
En su currículum no aparecen éxitos en las categorías inferiores, era uno más, un alumno destacado enamorado del aprendizaje, por lo que consiguió que en su escuela le adaptaran los horarios para poder darse a fondo en la piscina.
Hasta los 14 años era el más pequeño de la banda, su cuerpo tardaba en dar el estirón y aunque sus manos siempre han sido grandes, con largos dedos que le permitían lograr una velocidad endiablada para completar el cubo de rúbik, no se imponía a sus rivales.
El salto lo dio a los 16. De golpe creció 20 centímetros y, aunque su rostro no dejó de ser aniñado -todavía lo es ahora-, su nivel se elevó en la piscina.
Su tío le llevaba a concentraciones de natación y cuenta un detalle que explica bien su personalidad. «Un día se impuso por poco en una carrera con rivales de más edad. Al terminar, me dijo que se había frenado porque no quería destacar».
Su entorno habla de un chaval humilde pero no tímido, una amenaza para un deportista que empezó a sacar la cabeza en el siempre competitivo panorama de la natación francesa.
En Tokio es ya una gran esperanza para la natación francesa, pero el covid retrasa los Juegos, lo que permite a Marchand respirar. Léon se prepara sin presión y, aunque acaba sexto en los 400 estilos ya le colocan el brazalete de promesa.
Admirador de Michael Phelps, toma la decisión de mudarse a Estados Unidos para ponerse bajo las órdenes de Bob Bowman, el hombre que forjó al estadounidense, pero también para poder compatibilizar mejor su carrera de nadador con sus estudios de programación informática.
Primero en Arizona y luego en Texas, Marchand progresa a marchas forzadas y el gran salto lo da en 2023 en el Mundial de Fukuoka, cuando se cuelga el oro en los 400 estilos pulverizando el récord mítico de su ídolo en esa distancia.
El joven se encontraba ya en el primer escalón de la escena mediática, sin posibilidad de esconderse camino de ser el ídolo de los Juegos de su país, convertido en el detonador de la alegría, el hombre que tenía que hacer que Francia entera se entusiasmara.
Sus entrenamientos en Chartres se convirtieron en espectáculos populares, con excursiones para verle ejercitarse en la piscina. Sus triunfos en los Juegos en grandes manifestaciones de alegría, convertido para Francia en el héroe de los Juegos.
Luis Miguel Pascual
EFE