Crímenes y reclutamiento, los refugiados venezolanos atrapados en la guerra del Putumayo

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No llevaban un día en La Hormiga, Putumayo, y ya un hombre se les había acercado para proponerles que se fueran a raspar coca a las veredas. Fernando y Marcos estaban exhaustos, desfallecidos casi, venían caminando desde Cúcuta.

Y era tanto el desespero que cargaban, tanta la preocupación por conseguir algún centavo para mandar a Venezuela, que estuvieron a punto de aventurarse. Los salvó que en ese momento –hace seis meses ya- no tenían los 10.000 pesos para el pasaje ni las botas pantaneras que les exigían para que los llevaran a los cultivos.

Hoy, que estos dos refugiados venezolanos han visto los panfletos en los que amenazan a sus compatriotas y ahora que han escuchado historias de conocidos que no han vuelto a aparecer después de haberse ido a probar suerte con la coca agradecen haber estado vaciados aquella vez.

Y tal vez por esas historias de los grupos armados es que le teman a la noche. Cuando en el pueblo se oscurece y comienza la bulla de las chicharras, Fernando y Marcos prefieren resguardarse. Se paran ahí afuerita de la casa nomás a conversar, no sea y los agarren mal parqueados.

“Uno escucha que sacan listas con nombres de amenazados de muerte. Es mejor no salir a la calle. De la casa pa’l trabajo y de trabajo pa’ la casa”, dice uno de ellos. Los muchachos están ahora sobre una calle destapada a la salida de la pequeña casa de tres cuartos en la que conviven veinte personas, algunas de las cuales duermen en la cocina. Allí pasan los días hacinados y con lo mínimo, con lo que pueden. Hay siete niños.

En el Putumayo hay un ‘boom’ de la coca del que poco se habla en el resto del país. Pese a que en el 2018 hubo un leve descenso en el número de hectáreas cultivadas, de unos meses para acá el negocio volvió a estallar.

No es difícil encontrar testimonios que lo corroboran. Mientras de fondo suenan corridos, un hombre cuenta, parado en el tórrido centro de La Hormiga, cómo cada tanto baja gente de las veredas a buscar raspachines. Están pagando 8.000 pesos por la arroba de hoja arrancada de la mata.

Puerto Asís es nada menos que el tercer municipio con mas hectáreas de coca sembradas en todo el país, solo después de Tibú (Norte de Santander) y Tumaco (Nariño). Y Orito está en el puesto ocho a nivel nacional, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc).

Esto tiene unas consecuencias enormes en este departamento por el que cruzaron el año pasado 45.000 refugiados venezolanos en situación vulnerable. De hecho, la Acnur cree que el número de estos extranjeros que caminaron por Putumayo para aventarse a la frontera es tres veces más alto.

En el Putumayo se están juntando dos realidades complejas: la de la migración y la de la guerra que no se fue con los acuerdos de paz firmados entre el Gobierno y las Farc en 2016.

Con el paso del tiempo, las zonas rurales fueron copadas por las disidencias de los antiguos frentes 1 y 48 de las Farc. Varios investigadores consultados por la revista Semana aseguran que ellos ahora controlan los cultivos de coca, que están en expansión. En las cabeceras, en cambio, actúa La Mafia o La Constru, una organización neoparamilitar que impone su ley para asegurar la otra parte del negocio del narcotráfico.

En el Putumayo ya se está hablando de asesinatos selectivos. Este año en el departamento han matado a 100 personas, según Medicina Legal. Hay que tener en cuenta que se trata de un departamento con poca población: ocupa el puesto 25 en el país en cuanto al número de habitantes.

En esos 100 crímenes está la masacre de tres personas que se presentó el viernes 13 de septiembre en Puerto Guzmán. Entre las víctimas de este múltiple homicidio, cometido por un comando armado de más de 100 hombres que portaban fusiles, había una pareja: eran campesinos reconocidos de la vereda Las Perlas.

Vera Quina, jefe de la delegación de la Acnur en Putumayo, confirma que las economías ilícitas en esa región están abriéndose camino. Dice que los refugiados venezolanos entre los 15 y 25 años son los que están en mayor riesgo de ser usados por los grupos armados, no solo para trabajar de raspachines, sino como informantes o para ejercer tareas en toda la cadena del sistema del narcotráfico local.

Si algo caracteriza a un refugiado es la vulnerabilidad, el no tener un lugar en el mapa, el andar buscando, muchas veces con niños a bordo, un sitio para sobrevivir. Y el Putumayo es un lugar en el que la guerra les sale al paso con todos sus dientes.

Tanto controlan el territorio los disidentes y los hombres de La Constru, que para poder entrar a los cultivos, los aspirantes a raspachines deben llevar una carta de recomendación de algún conocido. “Los migrantes desconocen esa dinámica. Muchos llegan preguntando por esas recomendaciones que les exigen los actores armados para entrar a los territorios”, dice una persona que trabaja en una organización de Derechos Humanos.

Lo grave es que una vez entran a los cultivos –prosigue esta persona- estos refugiados ya no pueden volver a salir. O si salen una vez a la semana es con condiciones. “Les dan dos o tres horas en el casco urbano para hacer alguna diligencia, y les tienen prohibido aportar alguna dirección o teléfono. Desconocemos su ubicación, es preocupante porque sus vidas están en riesgo”.

En esta dinámica, las mujeres también son víctimas. En los cultivos las dejan trabajando en las cocinas de las fincas, las explotan sexualmente y las condenan al confinamiento, según asegura esta misma persona.

Era 17 de agosto cuando unos hombres entraron a un bar en el municipio de San Miguel y sacaron a la fuerza a un joven venezolano de 19 años. Relata una persona que trabaja en asuntos humanitarios en el Putumayo que el muchacho estaba celebrando con sus compatriotas.

Lo que vino después aún no ha sido oficialmente corroborado por la gobernación. La fuente asegura que el joven fue llevado a la vereda San Carlos, la misma que conecta con San Marcelino y El Afilador, allí habría sido torturado. “Le dieron un tiro y le cortaron la lengua. Los familiares reportan que él estaba trabajando raspando coca en la vereda Nueva Albania. Eso es lo que se está recogiendo de los testigos, a pesar de que los familiares no se han acercado a hacer la denuncia”.

Jesús Acosta, de 23 años, es el último venezolano asesinado del que se tuvieron noticias en el Putumayo. Le dispararon en un billar. Nadie ni pregunta quién lo hizo ni por qué. No se puede. Todos callan.

Los venezolanos llegan al Putumayo sin conocer las dinámicas de un conflicto que sigue vivo. Organizaciones como la Cruz Roja Colombiana, el Comité Internacional de la Cruz Roja (Cicr) y Acnur, están presentes en el territorio para intentar atender las necesidades básicas de esta población vulnerable. Pero no parece suficiente. El Putumayo no suele estar en la agenda del Gobierno ni resuena en los medios de comunicación. El Putumayo muchas veces no existe aunque exista.

Miembros de las onegés locales temen que este departamento, invisibilizado por el Estado, vuelva a la violencia más cruda de la década de los noventa, época en que los paramilitares, como ahora, exigían a la gente cartas de recomendación para poder transitar libremente.

“Los grupos sacan panfletos, y si uno aparece en la lista se tiene que ir. Constantemente hacen limpieza”, cuenta un hombre en La Hormiga. “Aquí hemos visto cómo ha fracasado el Pnis (Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos), lo que se percibe es una violación a los Derechos Humanos de las comunidades. Hacemos un llamado a las instituciones para que impidan que regresemos a las épocas de la confrontación militar”, dice Andrés Barona, de la red de Derechos Humanos del departamento.

Y los venezolanos pasan por allí sin tener ni idea de que todo de eso ocurre. Diego Castellanos es un funcionario de la Cruz Roja de Ecuador. Sus ojos han visto cualquier cantidad de dramas. De cara a un sol asfixiante recuerda el día en que una venezolana le quiso dejar a su bebé de unos tres años de nacido. Estaba desesperada. El niño tenía principios de desnutrición y ella la piel pegada a los huesos.

—Quédate con el niño, al menos hasta que yo llegue a Lima—le rogó a Diego en medio del llanto.

El funcionario intentó calmarla, mientras les brindaban -a ella y al bebé- toda la atención humanitaria que necesitaban en ese momento. “Estaba emocionalmente quebrada, fue un episodio muy duro que nunca olvido”, dice.

En esta frontera se une el peligro de la guerra con la fragilidad de quien migra. Justo a unos pasos de la línea que divide a Colombia con Ecuador está Yianis Hernández, de 34 años. Mateo, su bebé de seis meses, duerme boca abajo sin camisa sobre una maleta de viaje. Esa bien puede ser una postal de lo que significa la migración de venezolanos en estos tiempos.

Ambos se resguardan del sol bajo una carpa alrededor de la cual se juntan cientos de venezolanos. A pocos metros, detrás de una maraña salvaje está el río San Miguel. Soldados de la guardia ecuatoriana miran a lo lejos. El asfalto hierve, quema y desespera. A Yianis, que viaja sola con el niño y sin plata en el bolsillo, se le nota el cansancio en la cara. Durante el trayecto ha tenido que dormir varias veces en el suelo.

Yianis dio a luz en el hospital Meissen de Bogotá. Nadie estuvo afuera de su cuarto para escuchar los primeros gritos de Mateo en este mundo. Toda la familia estaba en Venezuela. La primera muda de ropa que tuvo el bebé fue un regalo de una enfermera. Durante los tres primeros días de convalecencia Yianis se quería morir de la tristeza. La abrumaba la soledad.

Una vez salió del hospital se prometió dar la vida para sacar a Mateo adelante. Y por eso está ahí, tan cerca y tan lejos de una guerra de la que nunca había oído: la colombiana. Solo queda seguir y más bien no mirar atrás.

Tomado de Revista Semana

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