Señor juez, ¿quiere dar la orden?

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Aunque al juez trece civil del Circuito de Bogotá, Gabriel Ricardo Guevara Carrillo, no le guste, la gente tiene derecho a preguntar si el general Marcos Evangelista Pinto Lizarazo usó las armas para matar inocentes y así ganarse premios.

El trabajo de este general, quien entuteló al Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), implica la toma de decisiones que pueden terminar en el fin de una o más vidas. Cuestionar cómo se cumplen estas funciones es una garantía mínima para evitar o castigar abusos.

Tal vez el juez se inspiró en los jueces militares venezolanos que encarcelaron a Usón Ramírez, militar condenado a prisión por denunciar que el Ejército de su país estaría usando lanzallamas para castigar soldados. Quizá buscó luces en la justicia penal militar chilena de los noventa, que buscó evitar la publicación y borrar cualquier registro del libro escrito por Antonio Palamara Iribarne sobre abusos que presenció cuando trabajó en el ejército de la dictadura.

También puede que se haya basado en decisiones de sus colegas argentinos que censuraron al periodista Eduardo Kimel, quien criticó a unos jueces porque consideraba que tenían una actitud “condescendiente, cuando no cómplice” por sus falencias al investigar una masacre de la dictadura. En todos estos casos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dijo que las palabras de los censurados eran un asunto de interés público y básico para la democracia.

Por esto mismo podemos criticar al juez y calificar su sentencia de retrógrada, cuando no fascista. Por eso podemos usar la foto del general Pinto para hablar de un asunto noticioso sobre su trabajo. No es posible que, treinta años después de que tengamos una Constitución que le da prioridad a nuestro derecho a expresarnos libremente, tengamos jueces que prohiban “presionar, endilgar, publicar, ni tan siquiera referirse, así fuere a título de pregunta, capciosa por demás en cuál de los investigados puede recaer la responsabilidad”.

Claro que podemos hacer preguntas capciosas. En 1964, la Corte Suprema de Estados Unidos dijo que el debate público puede incluir “ataques vehementes, cáusticos y a veces desagradablemente agudos contra el gobierno y funcionarios públicos”. Desde ese entonces, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y la Corte Constitucional han copiado, pegado y parafraseado esa frase una y otra vez porque, en palabras de esa última corte, se “protege tanto el contenido de la expresión como su tono”. Por eso podemos preguntarle al juez si no le parece que su sentencia es ridícula.

La sentencia del juez Guevara tiene un tono aleccionador cuando dice que nos está “vedado aún realizar juicios de valor”. Parece escrita para decir al Movice y a la sociedad que el Estado puede elegir cómo debe ser una crítica. El juez se equivoca con esto y con decir que solo podemos cuestionar si alguien cometió un delito cuando lo hayan condenado. La Corte Constitucional dice que en estos casos no se exige que “la información sea indudablemente verdadera, sino que se haya desplegado un esfuerzo diligente por verificar”. El mural parte de cifras y nombres públicos. No se inventa hechos, pide esclarecerlos.

El Movice hizo su denuncia como reclamo para esclarecer la verdad y que se construya memoria sobre el conflicto. Esto es crucial en un país como Colombia. Las Naciones Unidas han dicho que las sociedades tienen derecho a conocer la verdad sobre cómo y por qué ocurrieron los crímenes aberrantes y las violaciones masivas del pasado. Esto es clave para que los horrores no se repitan.

La sentencia del juez también es ridícula porque no se puede cumplir. El Movice no puede borrar su obra de “murales, redes sociales, medios de comunicación hablados o escritos” porque esta ya está en poder de toda la sociedad, salió de sus manos, no está bajo su control. No se puede evitar que la gente comparta la imagen, haga stickers o la reparta en fotocopias por la calle. No se puede evitar que yo escriba las palabras ni que las esté diciendo en voz alta mientras las leo en en mi habitación: “¿Quién dio la orden? – cinco mil setecientos sesenta y tres falsos positivos = asesinato de civiles 2000-2010 bajo el mando de Juan Carlos Barrera (ciento cincuenta y cuatro); Adolfo León Hernández (treinta y nueve); Mario Montoya Uribe (dos mil cuatrocientos veintinueve); Nicacio de Jesús Martínez (setenta y cinco); Marcos Pinto (cuarenta y cinco)”. Podemos seguir preguntando hasta que llegue la verdad.

Ya entrado en gastos, el juez hubiera ordenado cambiar el nombre de nuestra fuerza pública por el de Ministerio de la Verdad. De esa forma, cumpliría el sueño que parecen tener uniformados como Hoover Penilla, los involucrados en el nuevo escándalo de chuzadas, en la pelada del cobre con el New York Times o los ensañados contra del mural del Movice. Estás personas parecen decididas a la tarea de fabricar y aprobar los hechos que debemos considerar ciertos, tal y como lo hacía ese ministerio en la novela de George Orwell, 1984.

Señor juez, ¿quiere dar la orden?

Tomado de Pacifista

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