Mucha expectativa ha generado la llegada de Daniel Quintero a la alcaldía de la capital antioqueña. En la campaña electoral mostró propuestas al parecer novedosas en temas de seguridad, inversión social, tecnología y diálogo con el crimen urbano, entre otros, con las que convenció a los votantes. De las otras razones de peso que posibilitaron su triunfo hablaremos en otra ocasión.
Sin embargo, muchas de sus propuestas están quedando aplazadas por la llegada del COVID-19 y que ha cambiado las prioridades en una ciudad con claras condiciones de desigualdad. La crisis de la pandemia hizo que el burgomaestre centrara parte de su atención y esfuerzo institucional en enfrentarla, buscando menguar las graves consecuencias que trae consigo el coronavirus para la mayor parte de los ciudadanos en lo concerniente a salud, empleo, alimentación, economía. En otras palabras, Daniel Quintero tiene la misión de generar una cuarentena con ciertas garantías —pese a la improvisación recurrente de algunos de sus funcionarios más cercanos— que, aunque no sean plenas, pues la ciudad vive un confinamiento con hambre, evidenciado en los trapos rojos que penden en las casas, los cacerolazos y los bloqueos continuos. Se percibe en la actual administración que la seguridad estaría siendo relegada a un segundo plano por las razones expuestas anteriormente.
Pandemia, inseguridad, criminalidad y violencia van de la mano
Aunque exista presencia institucional en los territorios y el crimen urbano esté apaciguado por el acuerdo criminal de mayo de 2019, que puso fin a la guerra fría entre las líneas militares de la Oficina del Valle de Aburrá, en ningún momento eso ha sido sinónimo del fortalecimiento de la seguridad o de una profunda innovación en ella. La falta de legitimidad y presencia real del Estado es la constante.
En la era Quintero Calle, que apenas lleva cuatro meses, nada nuevo en la estrategia de seguridad se ha mostrado, termina siendo una copia calcada a las administraciones anteriores y se resume en lo mismo: instalar o adecuar cámaras de seguridad, aumentar el número de cuadrantes, aunque no haya personal policial disponible, activar o mantener la red de cooperantes, recompensas y anuncios mediáticos sobre “importantes capturas” de personas sin mayor poder o que ya están relevados o de salida; en concreto, nada novedoso se muestra debido a la contingencia que se vive.
Lo complejo en la actualidad radica en la llegada de la pandemia del COVID-19, que irremediablemente hará cambiar muchas cosas en la vida de la ciudad, entre ellas, que inexorablemente vendrán las trasformaciones en el accionar de la criminalidad. Ese nuevo panorama exigiría, por lógica, que la seguridad urbana contara con planes de choque a corto y mediano plazo para actuar en el terreno ante las posibles actuaciones del crimen organizado; en otras palabras: una estrategia de seguridad integral en la era del coronavirus.
Es claro que el coctel ya se está mezclando: virus, desigualdad social, inseguridad, criminalidad y violencia que pueden generar la desestabilización de la ciudad metropolitana.
En estos cuatro meses la estrategia de seguridad está basándose en capturas, decomisos y control relativo al crimen urbano, que está a la expectativa de que se establezca una verdadera ley de sometimiento a la justicia que reemplace la inoperante Ley 1908 de 2018, y que les permita negociar su desmantelamiento parcial, mas no total. Ese crimen urbano que hoy mantiene “relativamente tranquila a la ciudad”, pero no está atomizado o mucho menos acabado como esgrimen posiciones triunfalistas en un periodo de una relativa “reducción de homicidios”, ¿hasta cuándo se mantendrá pasivo?
Hay muchos ejemplos palpables sobre lo errado de la política de seguridad antes y ahora, uno de ellos es la comuna 10 —centro o La Candelaria—, que a pesar de la existencia de una cuarentena obligatoria, tiene sectores donde no se acata su obligatoriedad. Algunos de ellos son San Benito, La Candelaria, El Raudal, La Veracruz, la plazuela Rojas Pinilla, la avenida de Greiff —donde inicia el llamado Bronx— y los alrededores del Museo de Antioquia, el sector de los puentes y la plaza Minorista, entre otras.
En ese perímetro siguen confluyendo —nunca se han ido— varias actividades criminales; por un lado, las plazas de vicio y el aparato militar ilegal que brinda “protección” y que recibe el nombre de Convivir; por el otro, el pagadiario, las casas de tortura y pique, además del contrabando, la prostitución, la explotación sexual y las vacunas.
El otro ejemplo muestra que en ningún momento se desmantela o se arrincona a los actores armados ilegales, si acaso se les controla. Los resultados saltan a la vista en una ciudad con presencia criminal permanente. El supuesto desmantelamiento en días pasados de la banda La Agonía, en la comuna 13, y verla reaparecer posteriormente repartiendo mercados en comunidades necesitadas, muestra lo errado de la ya caduca estrategia de seguridad que pervive en el modelo de seguridad urbano.
Eso ocurre en Medellín, donde 80 % del territorio tiene presencia de actores armados, unas 350 bandas, más de 8.000 personas que participan en ellas directa o indirectamente, bandas que mayoritariamente están vinculadas a las líneas militares de la Oficina del Valle de Aburrá o, en su defecto, son independientes o están con Las AGC o Clan del Golfo.
En conclusión, la ciudad necesita con urgencia una nueva hoja de ruta en seguridad y convivencia, la encargada de impulsarla, motivarla y ponerla a funcionar debería ser la Secretaría de Seguridad y Convivencia, sin embargo, hasta el momento brilla por su timidez y ausencia. ¿Qué hacemos, señor alcalde Daniel Quintero, con la construcción de la estrategia de seguridad integral en tiempos de pandemia? ¿Innovamos o nos estancamos?
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