Clan del Golfo: el desarme que nunca fue

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Hace dos años el país alcanzó a pensar que el Clan del Golfo entregaría sus armas. Pero hoy la organización narcotraficante más poderosa de Colombia recupera fuerza y territorio. Con la Operación Agamenón, la Policía, acompañada por las Fuerzas Militares, había acorralado al grupo en 2018. El entonces presidente Juan Manuel Santos impulsó una ley que serviría de marco jurídico para el desarme de las estructuras criminales de alias Otoniel, quien negociaba los últimos detalles para entregarse. Aunque nada de eso pasó y el Clan tiene hoy una historia muy distinta.

Sin embargo, sí hay una similitud con ese momento. Hoy el Gobierno traza de nuevo una normatividad para promover la desmovilización de los miembros del Clan y los demás grupos armados organizados (GAO), como denomina a las estructuras ilegales capaces de comprometer la seguridad nacional. Esta vez la estrategia se enfoca en las entregas individuales, en contraste con el sometimiento colectivo promovido en ese momento.

Pero el grupo armado ya no está en la misma coyuntura. De hecho, ha comenzado un proceso de expansión y reestructuración que no se detiene en medio de la pandemia.

La Operación Agamenón produjo alrededor de 3.000 capturas, la mayoría de miembros del Clan del Golfo, y más de 100 muertes de delincuentes en combate. Por eso, incluso en la Policía, que lideró las misiones en las que participaron las Fuerzas Militares, sorprendió que la intensidad de ese despliegue disminuyera desde 2019.

La operación arrancó a comienzos de 2015 en la región de Urabá, el núcleo del Clan, una zona de acopio de cocaína y origen entonces de varias rutas marítimas para enviar la droga hacia el norte del continente. Allí el Clan, conformado por la alianza criminal de dos familias, los Úsuga David y los Vargas Gutiérrez, lo controlaba todo. Tenía infiltradas a las autoridades y a los juzgados. Y desde allí se expandió a los Llanos, el Catatumbo y el suroccidente del país, donde quedan los enclaves más importantes del narcotráfico. En ese auge, la organización llegó a tener 4.000 hombres en armas, y se convirtió en un desafío para la seguridad del país.

Hacia 2018 el panorama era muy distinto. El Clan tenía menos de la mitad de hombres en armas, diezmados por las capturas, y porque algunos desertaron cuando la organización, golpeada por las incautaciones de sus cargamentos de droga, no tuvo cómo pagarles los sueldos. Incluso sufrieron divisiones, como la de los Caparrapos, hoy sus enemigos mortales en el Bajo Cauca antioqueño. Varias cabezas, como Juan de Dios Úsuga y el Negro Sarley, y muchos de los criminales más sanguinarios, como Gavilán, el Indio e Inglaterra, habían muerto en operaciones de las autoridades. De los grandes capos solo quedaba Otoniel, acorralado en las montañas de Urabá, con un escudo de 100 hombres de seguridad. En medio de esa presión ese cabecilla negoció con el Gobierno.

Los abogados del Clan se reunieron con delegados de la institucionalidad y algunos pensaron incluso que el grupo se entregaría antes de que Santos terminara su periodo en la Casa de Nariño. Las negociaciones llegaron hasta puntos tan concretos como los lugares de entrega de los hombres.

El Gobierno finalmente propuso una ley de sometimiento, enmarcada en los compromisos del acuerdo de La Habana. Ofreció una entrega grupal, que no le sonó a todos los integrantes, especialmente los que no estaban en el radar de la justicia. Y rebajas de pena de hasta el 50 por ciento, que a capos como Otoniel aún les significarían muchos años de cárcel.

Así que al Clan no le gustó la propuesta y a comienzos de 2019 se acabó el plazo para que se acogieran a esa ley. Las promesas de entrega quedaron en nada. El Gobierno también anunció una nueva fase de la Operación Agamenón, con cinco subcampañas para atacar otros focos fuertes de la organización, en el Darién, Córdoba, Sucre, Chocó y Urabá. Pero lo cierto es que la operación perdió fuerza y en 2019 el Clan, ya sin ánimos de negociar, se lanzó a un proceso de expansión.

La nueva embestida se enfoca sobre todo en Chocó. El año pasado, el grupo de Otoniel entró en una disputa abierta con el ELN para conquistar las rutas de droga que salen por el Pacífico, y así reemplazar las salidas debilitadas por el golfo de Urabá. Ese enfrentamiento ha dejado como saldo decenas de muertes y miles de personas desplazadas de comunidades indígenas y afros. También ha traído reclutamiento forzado y abuso sexual de menores de edad.

En los cascos urbanos de ese departamento, el Clan ha patrocinado y reforzado a pequeñas bandas delincuenciales para confrontar a la guerrilla. En algunos territorios, por esa guerra atroz, los niños han muerto de enfermedades menores porque los médicos tradicionales no se atreven a salir a curarlos. En mayo, la Defensoría del Pueblo alertó que incluso en medio de la pandemia, la violencia había aumentado en las zonas de injerencia y disputa del Clan del Golfo.

Mientras tanto, según información de inteligencia, Otoniel permanece oculto en los alrededores del nudo de Paramillo, con varios anillos de seguridad de cerca de 200 hombres. El narco más buscado de Colombia, por quien el Gobierno ofrece una recompensa de 2.500 millones de pesos, cambia constantemente de campamento, y se comunica por correos humanos. En efecto, la mayoría de los capos del Clan cayeron porque la Policía los ubicó por sus comunicaciones.

En medio del resurgimiento de esta organización, el crecimiento de las disidencias de las Farc y el cierre definitivo de las negociaciones de paz con el ELN, el Gobierno presentó la nueva línea con la que busca la desmovilización de los miembros de los GAO. El 28 de abril, la Presidencia expidió un decreto en el que le encargó al alto comisionado para la paz, Miguel Ceballos, la tarea de “verificar la voluntad real de paz y reinserción a la vida civil, así como la voluntad real de sometimiento a la justicia de los grupos armados organizados”.

Hace un mes, Ceballos dio a conocer los lineamientos de ese sometimiento en un borrador de decreto. Entre los beneficios para quienes entreguen las armas hay apoyo psicosocial y en salud; seguridad para el desmovilizado y su familia; incentivos económicos por entrega de caletas, o por información que conduzca a la captura de jefes o testaferros, así como a la desvinculación de menores de edad reclutados en las filas. También un pago mensual de 480.000 pesos y hasta 8 millones para un proyecto productivo.

Es decir, más que desmantelarlas en su conjunto, el Gobierno busca que los miembros se desmovilicen individualmente y entreguen la información para golpear a esas organizaciones. La propuesta se parece a la impulsada en su momento durante el Gobierno de Uribe, con la que logró la entrega de cientos de miembros de las Farc. Pero que en el caso del Clan, al menos, no significará su fin. Con esa línea propuesta por el Gobierno y el nuevo despliegue criminal, la posibilidad de acabar por fin con este poderoso grupo criminal se vuelve a ver lejana.

Tomado de Semana

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