Por BBC MUNDO
Piera Aiello aún no lo sabe pero su primera vida está a punto de acabarse.
Son las nueve de la noche del 24 de junio de 1991. En este preciso momento está trasteando en la cocina de su restaurante.
Tiene 23 años, una niña de 3 que duerme en casa con sus abuelos y un marido, Nicola Atria, a quien dentro de pocos minutos asesinarán delante de sus ojos.
En la terraza de la pizzeria Europa, que Piera regenta con su esposo, el verano aprieta y el bochorno empaña los rincones del pueblo de Montevago, 20 calles y una catedral enroscados en el valle del Bélice, ubicado en el interior occidental de Sicilia.
No cuenta con el encanto de los templos griegos de Agrigento, los edificios elegantes de Palermo, ni el agua turquesa de Marsala o Trapani, y pocos fuera de Sicilia supieron de su existencia hasta 1968, cuando un terremoto borró del mapa varios municipios de la zona y a centenares de sus habitantes.
El nombre del Bélice se grabó entonces en la memoria colectiva del país y, por la lentitud en la reconstrucción, la corrupción y los intereses poco transparentes que quedaron patentes en los años siguientes terminaron asociándolo irremediablemente a dos palabras: Cosa Nostra.
Pero Piera no piensa en nada de esto mientras sigue ajetreada en la cocina de su pizzería. Le preocupa más atender rápido a su hermana embarazada, que está en la terraza con otros clientes.
De repente, escucha la cortina de mimbre de la cocina moverse.
Se da la vuelta y ve a un hombre con una capucha en la cabeza: viste un traje de camuflaje, huele a gasolina y lleva una escopeta recortada en la mano.
Es de baja estatura y avanza hacia ellos.
Lo reconoce.
«¿Qué está pasando?», grita, el hombre apunta, su marido la empuja contra la pared, «No toques a mi mujer», entra otro hombre, mucho más grande, también con escopeta, el dedo sobre el gatillo.
Piera da un brinco, le agarra la culata, está caliente, huele a gasolina, detrás de ella escucha dos explosiones, sus manos arrancan la culata, el hombre se libera, la bloquea contra el fregadero, con la otra mano dispara, ¡pum!, ¡pum!
Su marido grita. Se cae al suelo.
El aire de la cocina no huele a otra cosa que a pólvora y gasolina.
Nicola está muerto.
***
«Tienes una sensación fea cuando los asesinos se van», me dice 29 años después de aquel crimen Piera, ahora diputada, mientras se recuesta en su butaca del despacho que comparte con un colega en la capital italiana.
Carraspea.
«Sientes alivio, porque has sobrevivido. Pero al mismo tiempo sientes un vacío. ¿Sabes cuando algo te succiona? ¿O cuando te bajas de un tiovivo que se mueve para arriba y para abajo? Bueno, esa es la sensación cuando presencias un homicidio».
Su asistenta abre de par en par las ventanas de la oficina. El aire está impregnado de humo de cigarrillo.
Por las persianas no entra ni un rayo del seco sol de principio de marzo que ilumina una Roma sumida en la crisis por el coronavirus.
Al fondo de la calle se adivinan las esbeltas líneas del palacio Montecitorio, la sede del Parlamento italiano y también del lugar de trabajo de Piera desde que, hace dos años, empezara su cuarta vida.
«Ahora que soy diputada fumo como un carretero», me confiesa, y larga una carcajada.
LA PRIMERA VIDA: LA VIOLENCIA DE LA MAFIA
En su primera vida, Piera se llama así, Piera Aiello, un nombre que perderá y no recuperará hasta su cuarta vida. Pero eso vendrá después.
Ahora es una adolescente en Partanna, el pueblo de Sicilia en el que nació en 1967, que dejó junto a su familia pocos meses después, cuando el terremoto lo arrasó, para embarcarse rumbo a Venezuela, y al que regresaría cinco años después.
Con la pubertad confundiéndole los deseos, en ese pueblo siciliano que nada tiene que ver con la Venezuela de la que su familia volvió con más dinero, unas palabras de español y una niña más, Piera comprende tres cosas.
Que en Partanna no está bien visto que las chicas expresen sus pensamientos.
Que, como en muchas otras aldeas de la isla italiana, hay dos guardianes veteranos que patrullan las calles y castigan a los ciudadanos rebeldes: el miedo y la omertà.
«Omertà
Es un código no escrito que prohíbe informar sobre las actividades delictivas. Quienes lo infringen pueden sufrir represalias violentas.»
Y que esos guardianes responden ante un hombre del que dicen que es un paciere, que parece ser respetado por todos y a quien se dirigen con reverencias, como al protagonista de la trilogía de «El Padrino»: Don Vito.
Pero el Don Vito de Partanna no se apellida Corleone, como el de las películas, sino Atria, y no tiene la mirada enigmática de Marlon Brando, sino las maneras toscas de un jefe mafioso local.
Don Vito Atria tiene una hija más pequeña que Piera, Rita, y un hijo algo mayor, Nicola, que se enamora de ella.
Empiezan a salir juntos -«con la aprobación previa, ¡claro!»- de sus respectivas familias.
Pero los modales posesivos de Nicola, sus continuas infidelidades y las zalamerías que la gente del pueblo dedica a Piera por ser la nuera de Vito Atria la convencen de interrumpir la relación.
***
«A Nicola no le afectaba mucho, pero su padre no podía aceptar esta afrenta», me explica ahora en su despacho de Roma.
«Al cabo de una cuantas semanas, Don Vito vino a mi casa y me dijo: ‘A mí no me importa si lo haces sufrir durante un mes, dos meses, un año, 10 años… pero al final, tú serás mi nuera. Porque todos tenemos una familia a la que queremos'».
Hace una pausa y se abalanza sobre el escritorio. Luego sigue.
«Prácticamente, me estaba amenazando. En esos años en Partanna se mataba por mucho menos, incluso por una mirada equivocada«, recuerda.
«Esa fue la primera encrucijada de mi vida».
***
Piera tiene 18 años y cuatro meses cuando se casa con Nicola.
Nueve días después de la boda, el 18 de noviembre de 1985, mientras la pareja está de luna de miel, le comunican que Don Vito Atria «ha tenido un accidente».
Ese accidente es un ¡pum! que, claramente, nadie ha visto ni oído.
Delante del cadáver de Don Vito, tendido sobre el mármol blanco de la morgue, Nicola Atria grita la promesa que será su condena: «Quien haya matado a mi padre lo pagará con sangre».
Entre 1983 y 1997, en Sicilia se registraron 1.464 asesinatos por mafia, según la oficina italiana de estadísticas (ISTAT). Solo en la provincia de Trapani, a la que pertenece Partanna, entre 1983 y 1993 hubo 88 homicidios mafiosos.
En esos años se llevó a cabo una sanguinaria guerra entre los distintos clanes por el control del tráfico internacional de drogas y armas.
Según las autoridades, Vito Atria fue víctima de un ajuste de cuentas. Sin embargo, nunca se llegó a encontrar a los responsables.
En los años siguientes al asesinato de su suegro, Piera intuye tres cosas.
La primera, que su marido trapichea con los traficantes locales de droga.
La segunda, que será difícil liberarse de las violencias de Nicola.
¿Que ella quiere presentarse a las oposiciones a policía? Él le propina una paliza.
¿Que le tira los alijos que guarda en casa? Paliza.
¿Que no quiere hacer las cosas que él le impone, «como su padre había hecho con su madre»?. Paliza.
¿Que le dice que quiere una niña y no un varón? Paliza.
***
«No perdía ninguna oportunidad por mortificarme como mujer con pensamiento propio», me cuenta.
«Una vez empezó a darme patadas en la barriga. Yo estaba embarazada de ocho meses. Pensaba que íbamos a morir el bebé y yo».
Pero el bebé nació, una niña.
Las tradiciones exigían que se llamase como su suegra; es decir, Giovanna.
Pero Piera decidió desafiar a la familia Atria.
– «¿Por qué lo hiciste?», le pregunto.
«No quería doblegarme solo porque me lo dijeran ellos. Aunque sabía que eso iba a tener consecuencias. Y, de hecho, las tuvo».
– Pero ¿por qué llamaste a la niña Vita María?
«‘Vita’ porque esa niña le ha dado un sentido a mi vida», me contesta. «Y María porque yo le rezaba a la Virgen para que fuera niña, para que no siguiera los pasos de su padre y de su abuelo».
***
En esos años hay otra persona en la familia de su marido que marcará su destino para siempre.
Se trata de Rita Atria, la hermana adolescente de Nicola, con quien entabla una relación íntima y de confianza mutua.
La tercera cosa que Piera intuye a estas alturas es que su marido está buscando a los asesinos de su padre y que ha conseguido bastantes indicios para saber de quién se trata.
Pero el código de honor de la mafia le prohíbe siquiera hablar con los sbirri.
«Sbirri
Palabra despectiva que se usa para referirse a la Policía y a las instiruciones judiciales.»
Nicola sabe perfectamente qué quiere decir cruzar la puerta de una comisaría con la intención de acusar a un miembro de la mafia.
Sabe que colaborar con la Policía, revelar lo que sabe sobre la organización mafiosa, significa convertirse en un pentito, manchar su honor con una etiqueta que para la Cosa Nostra es mucho peor que la de traidor.
«Pentito
Persona que pertenece a la criminalidad organizada que decide arrepentirse y colaborar con justicia.»
Es así en muchas partes de Sicilia. Y más aún en pequeños pueblos como Partanna o Montevago.
No, tiene que encontrarlos por su cuenta y vengarse, matando a sus asesinos.
Pero pensar que se pueden hacer determinadas preguntas -en ese territorio y en ese periodo- y esperar que nadie se entere es de ingenuos o de inconscientes.
Nicola no es ni una cosa ni la otra y sabe que ese nadie que anda buscando comparte su mismo código y sus mismas reglas.
Finalmente, Nicola cree haber dado con el asesino de su padre y contrata a dos sicarios para que acaben con él.
Pero la emboscada falla -no se sabe bien por qué- y ahora le toca a él ponerse en guardia.
A Piera no le queda otra que limpiar todos los días los lamparones de aceite que manchan las camisas de su marido a la altura de la cadera, allí donde lleva una pistola calibre 7,65.
Tampoco tiene otra opción, la convence su marido, que aprender a disparar ella misma y a llevar siempre una metralleta -«la iraní, la llamaba él»- entre los pañales y las mamaderas de Vita María.
Pero ni los consejos de Nicola, ni las clases de disparo ni la metralleta evitarán la fatídica noche del 24 de junio de 1991, en la que Piera Aiello se quedará sin marido y la que la llevará a perder también su nombre.
***
«Cuando la policía me comunicó el homicidio, decidí presenciar la autopsia», recuerda Morena Plazzi.
Esta jueza es de Bolonia, una ciudad del norte de Italia donde la mafia en esos años era un fenómeno más distante incluso que los 1.300 kilómetros que la separan de Sciacca, la ciudad de la provincia de Agrigento donde la habían enviado como fiscal.
Era su primer trabajo, tenía 28 años y hacía un mes que había empezado a trabajar allí.
Cuando Plazzi llegó a la morgue, la escena a la que asistió parecía la imagen llena de tópicos sobre Sicilia que se figura alguien recién llegado desde el norte del país.
«Había un grupo de mujeres, todas vestidas de negro, que rodeaban a la joven viuda. Otras, también de negro, gritaban desconsoladamente su dolor y lamentaban la ‘desgracia’ que el destino les había reservado», me cuenta.
«‘Pero ¿de qué desgracia hablan?‘, alcancé a decirle a la viuda. ‘A tu marido le han disparado en la cara, lo han matado'».
Plazzi recuerda que una de las cosas que más la sorprendían en su etapa inicial como fiscal en Sicilia eran las pocas denuncias de hurtos, robos o atracos.
Era la Cosa Nostra, dice, la que se encargaba de matar a los delincuentes de poca monta que le estorbaban.
Y gran parte de estos asesinatos tenían un factor en común: nadie había visto ni oído nada.
Tampoco había una ley que protegiera a los testigos de la mafia -llegaría 10 años después, en 2001- y, según la ahora jueza, intentar que gente cercana al ámbito mafioso hablara era una tarea titánica.
Pero a Plazzi unos carabinieri (policías) le habían advertido de que con esa viuda podría ser distinto, que la familia de Piera Aiello no tenía conexiones con la mafia, que lo intentara.
«Me acerqué a esa joven mujer y le dije: ‘Si necesitas hablar con alguien, yo estoy disponible, como mujer, como mujer de tu misma edad, como amiga. No tienes por qué volverte una de ellas, con el pañuelo negro en la cabeza durante toda la vida. El luto deja que se lo pongan ellas«.
Logró entregarle a escondidas un papelito con mi número de teléfono, justo antes de que su suegra y las otras mujeres se la llevaran.
– «¿Habría sido peligroso para ella hablar con la policía?», le pregunto.
-«¡Claro que sí!», me contesta. «La mafia en esos años mató a un niño y disolvió su cuerpo en ácido. ¿Tú crees que habría tenido reparos en matarla por ser mujer?«.
LA SEGUNDA VIDA: UN LIMBO INDEFINIDO
«Aiello Piera […], en cuanto persona informada de los hechos, desde hace un tiempo ha empezado a proporcionar declaraciones detalladas sobre numerosos homicidios y otros delitos acontecidos en el área del Bélice y está aportando interesantes declaraciones a propósito de la estructura y el tamaño de las familias mafiosas de esa zona, ensangrentada en épocas recientes por gravísimas faide entre grupos enfrentados.
«Faide
Las luchas y venganzas entre familias o grupos por la conquista del poder.»
Aiello, viuda de uno de los que han sido asesinados, hace estas declaraciones sin que sus propios familiares estén al tanto y vive con el temor de que ellos puedan enterarse.
Se hace por lo tanto necesario que la susodicha, cuya colaboración sigue y se prolongará hasta un tiempo por el momento indefinido, sea asistida para poder alejarse de Montevago y ser protegida adecuadamente«.
Estas frases, redactadas con el típico estilo farragoso de los partes policiales, son la petición de protección para testigos que la Fiscalía de Marsala -a 60 kilómetros de Partanna, en la provincia de Trapani- envía el 26 de agosto de 1991 al Alto Comisariado para la lucha contra el crimen organizado en Roma.
Para Piera, sin embargo, es el papel que certifica su segundo nacimiento.
En realidad los dolores de parto empiezan un mes antes, cuando en su casa aún rimbomban los pésames y las advertencias de su suegra de que no hable con los sbirri.
Pero ella ha decidido aceptar la invitación de la fiscal Plazzi.
Concierta una cita con un carabiniere y se dirige en su carro a la comisaría, donde lo cambia por otro que conduce él, y después por otro.
Rumbo a Palermo, el miedo que alguien los pueda seguir no los abandona en ningún momento.
Cambian de trayecto, toman una carretera secundaria, vuelven a alterar el rumbo, despistan, hablan poco, miran, comprueban, vuelven a mirar, olor a cigarrillo, adelante, atrás, miedo, confusión…
Después de una hora, el carro llega a la comisaría de Terrasini, un pueblo a escasos kilómetros del aeropuerto de la capital siciliana.
Allí se encuentra con Plazzi, con otra fiscal, Alessandra Camassa, y con el fiscal general, Paolo Borsellino.
Borsellino y su colega Giovanni Falcone son dos de los jueces más implicados en la lucha contra la mafia desde los 80. Y lo serán hasta sus muertes.
Los dos son de Palermo, entienden muy bien la idiosincrasia de la Cosa Nostra y están elaborando un novedoso sistema investigativo que logrará detener y condenar a centenares de mafiosos.
Será gracias a sus investigaciones que se descubrirán la compleja estructura de la Cosa Nostra y las relaciones tejidas a lo largo de los años con el poder político y empresarial italiano.
Pero Piera, en ese momento y en esa comisaría, ni está al corriente de todo esto ni sabe quién es ese hombre que le presentan, que intuye como alguien importante y a quien por ello llama «honorable», como si fuera un diputado.
Borsellino, afable pero escueto, le dice: «La colaboración con la justicia funciona así: si quieres que detengamos a los que mataron a tu marido tienes que contarnos todo lo que sabes, sin esconder nada. Y si encontramos las pruebas de que lo que nos dices es verdad, entonces podremos detener a quienes acusas.
Luego tendrás que ir al tribunal, repetirlo todo delante de los asesinos de tu marido, que es posible que estén allí, detrás de los barrotes, y que te miren con los ojos cargados de odio».
Y acaba con un aviso que se volverá profético.
«Si te decides a testimoniar, tendrás que irte de aquí. Tendrás que arrancar Sicilia de tu mapa«.
«Ya me he decidido», le contesta Piera a Borsellino. «Solo necesito tres días para cerrar mi cuenta en el banco, despedirme de mis padres, empacarlo todo e irme con mi hija».
Tres días después, la noche del 30 de julio de 1991, Piera está durmiendo con su hija en un apartamento protegido en Roma.
A partir de ese momento, ya no será Piera Aiello. Su nombre y su primera vida solo asomarán entre las líneas ostentosamente farragosas de los informes judiciales.
Ahora es una testimone di giustizia.
«Testimone di giustizia
Persona conocedora de determinados delitos relacionados con el crímen organizado que colabora con la Justicia. Su figura es reconocida por las leyes italianas desde 2001.»
***
«Poco antes de abandonar Sicilia, fui a despedirme de Rita Atria», me dice Piera, sus uñas de gel rosa flotando en el aire de su despacho de diputada.
«Le dije: ‘Yo no quiero ser como tu madre. No quiero ser una viuda de mafia. No quiero ver pasear delante de mis ojos a los asesinos de tu hermano, a los asesinos de tu padre’.
Teníamos que decir ¡basta! a todo esto. El nuestro era un pueblo de huérfanos y de viudas. No había familia que no tuviese a alguien asesinado», sigue, su pequeño colgante con el símbolo de Sicilia balanceándose en el escote de su blusa a rayas.
«Estaba cansada de esa vida. Estaba cansada de ver cómo esas mujeres agachaban la cabeza, cómo vestían su pañuelo negro de luto, cómo se arrodillaban ante este sistema mafioso.
Le dije todo esto a Rita y se lo repetí todos los jueves a las tres de la tarde, cuando la llamaba desde una cabina telefónica de Roma».
***
Una noche de octubre, alguien llama a la puerta de casa de los Atria.
Rita atiende, no abre.
Un hombre la exhorta a hacerlo –¡pon!, ¡pon!,»¡que abras la puerta!»-, pero Rita no quiere.
Se aleja de la puerta. Le grita que se vaya. El hombre se acerca y le susurra: «En la vida hay que hablar poco, porque si no…».
Al día siguiente, Rita y su mochila con los libros del instituto descansan en el apartamento protegido donde están Piera y su hija.
Ella también ha decidido contar a los jueces todo lo que ha visto y escuchado en sus 17 años en una familia mafiosa.
Las dos mujeres empiezan a enumerar, calcular, relatar, detallar todo lo que saben.
Porque, como repetirá Piera a los fiscales Camassa y Borsellino, «una mujer siempre sabe lo que hace su esposo o hijo«.
«Ese periodo de convivencia fue maravilloso, estábamos recuperando nuestra libertad. Hasta entonces nunca habíamos sido libres de ir a pasear por nuestra cuenta o de ir a un centro de belleza», me dice Piera, con el habla suelta.
«Fueron mis ‘Vacaciones en Roma'», sonríe, haciendo un guiño a la película protagonizada por Audrey Hepburn.
Y pasa a contarme cómo su felicidad no tardó en truncarse.
***
El 23 de mayo de 1992 un comando mafioso detonó 400 kg de explosivo bajo la autopista que une el aeropuerto de Palermo y la ciudad.
En aquel momento pasaba por encima un convoy de tres carros, en los que viajaban el juez antimafia Giovanni Falcone, la jueza Francesca Morvillo, su mujer, y tres escoltas.
En el atentado, conocido como «la masacre de Capaci», además de los cuerpos de las cinco personas, volaron por los aires las esperanzas despertadas en esos años de derrotar a la Cosa Nostra.
Esas mismas ilusiones quedaron sepultadas 57 días después, el 19 de julio de 1992, bajo los escombros de «la masacre de via D’Amelio», cuando un coche bomba mató al juez Paolo Borsellino y a sus cinco escoltas cuando iba de visita a casa de su madre.
No se trató solo de dos atentados contra enemigos de la mafia. Fue la declaración de guerra de la Cosa Nostra y de sus padrinos (Totò Riina, Bernardo Provenzano, Leoluca Bagarella, entre otros) al Estado italiano.
Una guerra que se prolongaría hasta el año siguiente con atentados al patrimonio artístico y cultural de Roma, Milán y Florencia, y que causaría la muerte de varias personas inocentes.
***
La noticia del atentado a Borsellino deja aturdidas y desorientadas a Piera y Rita.
La policía comprende la comprometida situación de ambas y decide llevarlas a un lugar protegido en Sicilia, cerca de la familia de Piera. Pero en el último momento, Rita decide quedarse en Roma.
Será la última vez que las dos mujeres se abracen.
El 25 de julio de 1992, Rita se lanza al vacío desde el séptimo piso de la residencia en la capital italiana donde la habían trasladado. Por seguridad, habían dicho.
«Mi corazón sin ti no vive», deja escrito en una pared.
En su diario encuentran la misma frase: está dirigida al juez Borsellino.
Giovanna Cannova, suegra de Piera y madre de Rita, no asiste al funeral de su hija.
Algunos meses después la verán en el cementerio del pueblo destrozando a martillazos la lápida de su hija.
Promete que, mientras ella viva, en la tumba familiar no habrá ni rastro de su Rita: ni foto, ni nombre, ni nada. Porque era una infame.
No romperá su promesa en los 20 años que le quedan de vida.
***
«‘Cuando me comunicaron que una de las dos se había lanzado desde un balcón, pensaba que eras tú’, le dije a Piera esa noche», me cuenta desde el otro lado del teléfono Alessandra Camassa, actual presidenta del tribunal de Marsala.
Ella tampoco olvidará nunca ese verano. «No se sabía quién iba a ser el siguiente».
«Piera Aiello me confesó que usted fue su musa», le comento por teléfono. «Que de no haberla encontrado, ella no sería la persona que es ahora».
Se ríe.
«Piera no ganaba nada en hacer lo que hizo», me contesta con su suave acento trapanense.
«Podría haber seguido con su vida y habría sido más fácil para ella; haber hecho lo que hacen muchas mujeres sicilianas, que son coherentes con los valores mafiosos.
Si no, no se explicaría cómo consiguen transmitirlos de una generación a otra durante generaciones.
En cambio, gracias a las revelaciones de Piera y de Rita, en 1993 conseguimos llevar a 14 miembros de la mafia a juicio y condenarlos, algunos por asesinato».
Durante el juicio, un arrepentido reveló que la noticia del suicidio de Rita Atria fue recibida con un aplauso en la cárcel de Trápani.
***
«En los meses siguientes a la muerte de Rita viví recluida en un hotel protegido, controlada por los policías, sin nombre. Era un vegetal», me cuenta Piera, la mirada clavada en la pared que tengo detrás.
«Fue entonces cuando decidí salir del mundo y entrar en un convento», prosigue.
«Habían pasado demasiadas cosas en los últimos dos años y no quería saber nada, enterarme de nada. No vi un noticiero durante dos años y medio».
Eso que Piera -los dedos entrelazados, la mirada baja sobre el escritorio de formica- llama su «metamorfosis» duró hasta 1995.
Durante esos dos años y medio no salió del monasterio más que para acudir a los juicios.
Por otro lado, aunque hubiera querido hacerlo, tampoco hubiera podido ir a ningún lado, porque no tenía un nombre con el que vivir: Piera Aiello ya no podía existir pero, al mismo tiempo, tampoco había otro que lo sustituyera.
«¿Cómo haces para explicarle a la gente que no existes?», me pregunta.
«No podía inscribir a mi hija de 6 años en el colegio. Si iba al médico, tenía que dar el nombre de otra persona».
***
Ese limbo en el que Piera vive su segunda vida durará seis años.
Cuando le entregan su nueva identidad, en 1997, hace ya un año que ha salido del programa de protección de testigos.
Así empieza su tercera vida: con un nombre nuevo que casi nadie sabe, en una localidad que casi nadie conoce.
LA TERCERA VIDA: DOS EXISTENCIAS PARALELAS
La tercera vida de Piera es un cara o cruz constante. Pero es ella, no el azar, quien decide cuándo lanza al aire la moneda y de qué lado la deja caer.Cuando apuesta por la cara, cede su rostro a su nueva identidad y a su nueva vida privada.
Con un nuevo nombre, se muda a una localidad protegida, empieza a trabajar, conoce a un hombre, se enamoran.
Esta vez no serán sus padres quienes autoricen la relación sino la policía, que se encarga de escudriñar sus nuevas interacciones sociales.
Una vez obtenido el visto bueno, ella le revela la otra identidad que esconde su rostro, él no se amilana y en 1999 se casan.
Piera da a luz a otra hija, a quien decide no contar ni su pasado ni el nombre con el que lo vivió.
Cuando esa niña descubra quién era, quién es o quién será su madre -y esta vez sí será el azar el que juegue con ellas-, será casi mayor de edad y Piera estará a punto de empezar su cuarta vida.
Pero, de momento, para ella es mamá y punto.
Ni se imagina que la moneda de su madre también tiene una cruz.
Esa cruz son su experiencia pasada, los recuerdos y memorias que Piera empieza a contar, ahora sí con su verdadero nombre, en encuentros públicos cada vez más frecuentes.
Es lo que ella define como su «misión»: visitar las escuelas de todas las regiones de Italia para explicar a los estudiantes cómo es el rostro de la mafia. Ella, que no puede mostrar el suyo.
Y en 1995 Piera empieza a involucrarse en el movimiento civil contra la mafia a través de la Asociación Rita Atria, fundada un año antes por Nadia Furnari, una activista política siciliana.
***
Conoció a Furnari cuando aún se estaba «quitando de encima el moho del convento», me confiesa Piera, socarrona.
«Imagínate que en esos años no sabía quién era Berlusconi. Lo vi por la tele y me pareció un tipo hasta simpático», cuenta entre risas ahora, en su cuarta vida, la de diputada del Movimiento 5 Estrellas.
Ese movimiento político, fundado en 2009, siempre le reprochó a Berlusconi su cercanía política y personal con personas ligadas al entorno mafioso.
«Se nota que en aquel entonces aún no entendía nada de política», me dice soltando una carcajada.
***
Nadia Furnari la acompaña en sus conferencias, la introduce en el mundo del activismo contra la mafia, la ayuda a acabar el instituto, hace de portavoz cuando Piera no puede desplazarse por razones de seguridad.
Las dos mujeres se implican también en una campaña para aprobar una ley que ampare a los testigos de justicia y que llegará finalmente en 2001.
Tal es su complicidad que en 2008 Piera incluso llega a presidir la Asociación Rita Atria.
Lo acabará dejando en 2011.
Aun así, en su libro de memorias, firmado con su primer nombre y elaborado en 2012 junto al periodista Umberto Lucentini, la recordará así:
«Nadia me devolvió las ganas de vivir en el sentido más profundo de la palabra. Me mostró que hay una posibilidad de cambio en Sicilia».
***
«Estimado Angelo,
Soy Nadia Furnari, la persona que siguió durante casi 17 años a Piera Aiello… Hace nueve años nuestros caminos se separaron, tanto en lo personal como en lo que atañe a la asociación».
Cuando recibo esta respuesta a mi proposición de entrevistarla para este reportaje, mi primera reacción es de asombro. Pero enseguida asoma la curiosidad por saber más sobre las razones de esta ruptura.
«Estimado Angelo», me contesta Furnari en un segundo email, «personalmente decidí no hablar más de Piera Aiello. Si usted desea conocer nuestras actividades como asociación y/o nuestra opinión sobre Rita Atria, se lo explicaré con mucho gusto, pero la conversación tiene que estar desligada de Piera Aiello».
Quedamos en conversar por teléfono la semana siguiente.
Su voz es amable y vibrante. Me explica las dificultades que implica luchar contra la mafia en una tierra y durante unos años en los que quien tenía las agallas para hacerlo era considerado un quijote más que glamuroso héroe de la justicia.
Más aún si esos quijotes tenían rostro y voz femeninos.
Además, Furnari no quiere ni oír hablar de héroes.
«No hay héroes. Falcone, Borsellino, los policías y los periodistas a los que la mafia mató no pensaban en ser héroes, solo querían hacer su trabajo».
«Convertirlos en héroes hace que el resto de las personas no se sientan responsables. En cambio, nosotros queremos que cada uno luche contra la mafia que está dentro de sí mismo, que cada uno sepa de qué lado estar sin fisuras ni medias tintas», me dice con firmeza.
En este punto, la conversación recae sobre Piera. Furnari, con su voz amable y vibrante, me asegura que no abjura de su amistad pasada.
Pero me lo vuelve a dejar claro: lo único que dirá sobre ella es que está en total desacuerdo con sus decisiones políticas en el Movimiento 5 Estrellas. No las considera coherentes con su pasado.
Luego se despide, con voz su amable y vibrante.
Días después de hablar con ella, entrevisto a Anna Puglisi, presidenta de la histórica Asociación de Mujeres Sicilianas que Luchan Contra la Mafia. Ella también me advierte de que no va a hablar de Piera.
Puglisi reconoce su valentía a la hora de denunciar -«¡Fue la primera en hacerlo!»-, pero cree que lo que busca ahora es explotar su pasado a cambio de visibilidad.
«Ni la Asociación Rita Atria», afirma tajante, «ni Nadia Furnari le iban a dar lo que ella aspiraba a tener».
***
En ese despacho lleno de humo en el que Piera me cuenta la historia -su historia- que ha contado innumerables veces, la conversación recae sobre su relación con Furnari.
– «¿Qué pasó?», le pregunto.
Piera alarga el brazo sobre el escritorio. Con una mano agarra el paquete de cigarrillos y con la otra se lleva uno a la boca.
«Yo le estaré siempre agradecida a Nadia», lo enciende, «porque ella y la asociación me sacaron de un limbo». Con un golpe seco deja caer la ceniza en el cenicero.
«Es solo que», da una calada, «yo soy un espíritu libre, y cuando formas parte de una asociación tienes que seguir unas reglas». Suelta una nube blanca hacia la ventana.
«Yo me sentía oprimida, digamos… dirigida». Se recuesta en la butaca. «Y yo en ese periodo lo que quería era abrir las alas, despegar el vuelo», da una calada más, «y lo quería hacer sola».
«Yo soy así», hace una pausa, «un caballo sin brida».
LA CUARTA VIDA: VOLVER A SER PIERA
Piera aún no lo sabe, pero el azar ha decidido que aquel juego a cara o cruz de 20 años está a punto de terminar.
«Era una tarde de verano de 2017», empieza a contarme, sin disimular un cierto alivio en sus palabras.
«Acabábamos de reformar el piso en la localidad protegida donde vivo con mi familia y quería decorar algunas paredes.
Un día mi marido y yo estábamos ordenando el altillo y allí, apoyados contra una pared, había unos cuadros que me había traído de la casa de mis padres, en Sicilia.
Eran cuadros que había pintado de joven, cuando aún me llamaba Piera Aiello.
De repente, subió mi hija pequeña y empezó a comentar: ‘¿Por qué querías comprar cuadros si aquí hay un montón?’. Y rompió el papel que envolvía uno de ellos.
En seguida notó en esa fisura una firma.
Me miró.
‘¿Tienes que contarme algo?’, me preguntó.
Estaba a punto de cumplir 18 años y decidí que había llegado el momento de contarle la verdad».
«‘¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste mantener ese secreto durante tanto tiempo?’, empezó a interpelarme. ‘De repente tengo una mamá que todo el mundo conoce y otra que conozco yo, completamente distinta’, me dijo».
– «Ya ¿cómo lo conseguiste?», le pregunto.
En ese estudio donde trascurre varias horas de su cuarta vida, no hay ninguna foto: ni de sus hijas, ni de su marido, ni suya.
– «¿Cómo se puede mantener un secreto compartido con otras personas durante tanto tiempo?», vuelvo a preguntarle.
«Es que cuando vuelvo a mi localidad protegida, fíjate, que soy incapaz de decir su nombre incluso sin querer, es como si apagara un interruptor», me contesta. «Ya no soy esa persona, sino la otra».
Al cabo de unos meses, aquella grieta en el papel roto por su hija se convierte en una cavidad de la que asomará su cuarta vida.
A principios de 2018 a Piera le proponen presentarse por el Movimiento 5 Estrellas a las elecciones al Parlamento italiano, que se celebrarían en marzo de aquel año.
Sí, les contesta ella. Pero con dos condiciones:
«La primera es que me presentara con mi verdadero nombre, Piera Aiello», me dice resolutiva.
La segunda es que se presente en las listas de Marsala, en la misma provincia de Sicilia de la que es originario Matteo Messina Denaro, considerado por las autoridades italianas el jefe actual de la mafia siciliana y prófugo de la justicia desde el 1993.
Pero en esa carrera corre con una desventaja significativa: no puede hacer campaña en lugares abiertos ni puede ser fotografiada.
Para todos es «la candidata sin rostro» y la bufanda negra que le tapa la cara siempre que da un discurso se convierte en el símbolo de su campaña electoral.
«Mucha gente me miraba como si fuera una alienígena», recuerda con una sonrisa pícara.
Un mes y 77.950 votos después, Piera Aiello empieza su cuarta vida, con su nombre y como diputada de la República, la primera testigo de justicia en entrar en el Parlamento italiano.
Desde ese 5 de marzo de 2018, su objetivo, me explica, sigue siendo el mismo: trabajar en la Comisión Parlamentaria contra la mafia para mejorar las condiciones de los testigos de la Justicia y de sus familiares.
«El Estado es, digamos, poco atento a sus necesidades. Porque cuando pasa la época de las denuncias, de los juicios, del interés mediático, su nivel de protección baja», denuncia, mientras su voz se vuelve severa.
«En cambio la Cosa Nostra, la ‘Ndrangheta, la Camorra, nunca se olvidan de ti».
De repente su móvil vibra sobre la mesa del escritorio de formica. Es su escolta, que le pregunta cuándo pueden pasar a buscarla.
Mientras hablan unos minutos, me vuelve a la cabeza un recuerdo que Piera describe en sus memorias.
Es el verano de 1991 y hace unas semanas que está contando a los fiscales los entresijos mafiosos de los que se enteró durante años al lado de su marido.
Durante esos días los compañeros de su soledad son la incertidumbre, la angustia y el miedo.
Un día rompe a llorar en el cuartel de la policía. No quiere seguir, quiere romper los papeles de sus declaraciones, quiere volver a su vida, la que fuera.
El juez Paolo Borsellino la abraza, la consuela y la empuja levemente hacia un espejo.
«¿Qué ves?», le pregunta.
«Veo a una chica con un pasado complicado, un presente inexistente y un enorme signo de interrogación como futuro».
«Yo en cambio veo…», le dice Borsellino, «veo a una chica con un pasado complicado que ha conseguido rebelarse. Y veo un futuro de felicidad».
En cuanto acaba de hablar con sus escoltas, le menciono esa anécdota y le pregunto, como poniéndola ante el espejo:
– «¿Quién es ahora Piera Aiello?».
«Piera Aiello es una mujer que viene de 30 años de lucha contra la mafia, de hacerlo desde el anonimato», me contesta.
Y sigue: «Piera Aiello sigue siendo la misma mujer de siempre, aunque ahora sea una política».
Pero lo que ve en ese espejo ya me lo ha explicado, entre recuerdos y cigarrillos, entre declaraciones juradas y miradas firmes.
«Sobre todo, soy Piera Aiello. Porque aunque entras en el sistema de protección y te cambian el nombre, tu primer nombre, el que te dio tu padre, no se muere nunca. No lo pueden borrar.
Y soy una Aiello y como Aiello quiero morir».
*Edición: Leire Ventas. Ilustraciones: Kako Abraham.
Tomado de La Nueva Prensa