Por DIANA LÓPEZ ZULETA
Todo en su lugar. El banquito para apoyar los pies. La silla cómoda con espaldar. El escritorio organizado. La información en carpetas, las transcripciones de entrevistas, los audífonos. Los resaltadores, la impresora lista, los lápices de colores. El pelo desordenado. Las gafas puestas. El pijama holgado. La hoja en blanco en la pantalla. El bullicio de la calle. El sol en la ventana. La neblina en las montañas. El resplandor en el rostro. Los mareos. Sentarme en la cama. Los libros apilados a punto de desparramarse. El diccionario de sinónimos. El agua en la mesa de noche. Tengo todo pero no puedo escribir.
El llanto y la lluvia. El cielo grisáceo. La mirada vidriosa. La música triste. La música alegre. El vacío trepidante pesa en la vida. ¿Cuál vida? El intento por hacerme consciente de lo que pasó. El talento para escribir que lamento no tener. Escuchar a Mendelssohn. Leer a García Márquez. Decir “la inspiración ya llegará”.
Las palabras detenidas en seco. Los dedos suspendidos en el teclado. El miedo punzante. La boca seca. La angustia incesante. El reflejo de la niña que fue. El reflejo de la niña que quiso ser. La piel de la niña que llora con la jardinera del colegio, boca abajo, sobre la cama, a hurtadillas de la mamá. La sensación de estar encerrada en un sarcófago. La certeza de la muerte. La certeza de vivir. La incertidumbre de comenzar a escribir.
El día ese. La noche aquella. Que me quema, que me atormenta. Ahí vienen las lágrimas. No, otra vez no. Revivir eso. Revivir la historia. Hacer el duelo sempiterno. El duelo a destiempo. Es como un infarto: podemos seguir viviendo pero queda una parte nuestra necrosada. Escribir para sobrellevar el infarto. No, escribir es un permanente infarto.
La arruga en el entrecejo. El dolor en la espalda. Las manos empuñadas por el fracaso. El frío en los pies. La mirada distante. El apetito que se ha ido. El manto de la culpa. La parsimoniosa inspiración. El dolor de escribir. La culpa por no poder escribir.
Se va el tiempo. El viento amaina. Llega la tarde. El sol desciende tambaleante. El alma se desborda. Llevo prisa. Las lágrimas se esfuman por dentro. Mañana habrá otro llanto, otro sufrimiento. Intentarlo una y otra vez. Hasta que salga. Hasta que la carga se aliviane. Hasta que escribir atempere mi angustia.
Tomado de La Nueva Prensa