El primer expresidente preso en la historia republicana de Colombia fue Francisco de Paula Santander, al día siguiente de la conspiración septembrina contra Simón Bolívar. Por orden del general Rafael Urdaneta, juez de la causa, una guardia lo condujo primero a una oficina de repartimiento de bienes, y después a una pieza en el cuartel del escuadrón de granaderos montados, donde permaneció hasta el 12 de noviembre, día en que recibió la noticia de su condena a muerte, después modificada por el exilio.
Santander terminó en el edificio de las aulas de la Biblioteca Nacional, y de allí partió, con fuerte custodia el 15 de noviembre, rumbo a Cartagena, donde el 19 de diciembre de 1828 fue trasladado preso al castillo de San José de Bocachica. Seis meses después, a bordo de una fragata de guerra, marchó al exilio que pasó por Hamburgo, Bruselas, París, Londres, Florencia, Roma, y terminó en Estados Unidos, donde, en marzo de 1832, fue notificado que debía volver pues había sido elegido Presidente de la Nueva Granada.
Después de Santander, gobernó José Ignacio de Márquez y estalló la primera guerra civil de la era republicana, la de Los Supremos, que enfrentó a los caudillos regionales y que ganó el gobierno con sus sucesores: Pedro Alcántara Herrán y Tomás Cipriano de Mosquera. En 1848, cuando el mundo ardía por la segunda república francesa, se publicaba el Manifiesto Comunista de Marx y había eco de revoluciones, en Colombia se formaron los partidos tradicionales liberal y conservador que vieron caer preso a un segundo expresidente.
Sucedió en diciembre de 1854 tras una guerra civil de ocho meses que tuvo como protagonista al general José María Melo, militar tolimense con notable desempeño en la campaña libertadora, que combatió en Bomboná, Pichincha, Junín o Ayacucho, pero que después de la disolución de la Gran Colombia en 1830, marchó a Venezuela. Tiempo después retornó a Ibagué, se hizo jefe político, y volvió a la palestra pública cuando el presidente José Hilario López lo reincorporó al Ejército como comandante de armas en Cundinamarca.
Al tiempo que el presidente López lograba la abolición de la esclavitud y la pena de muerte, o consagraba la libertad de imprenta y otros avances republicanos, la vida de José María Melo creció al abrigo de atender la insurrección conservadora de 1851 que no tumbó al primer mandatario; o las reacciones ciudadanas a la reforma constitucional de 1853, de claro arraigo liberal. Como el tiempo en el poder es corto y José Hilario López terminó el suyo, para sucederlo fue electo José María Obando y en el Ejército se quedó el tozudo José María Melo.
Además de las heridas de la guerra, un ajuste económico polarizaba al extremo al país. Unos clamaban librecambismo para entrar en el círculo de la economía mundial, otros, proteccionismo para amparar a la incipiente industria amenazada por las importaciones. Eran peleas atizadas por gólgotas y draconianos en el Congreso que pusieron a Obando en la disyuntiva de no saber qué hacer. Hasta que el 14 de abril de 1854, tras un motín que terminó en pedrea y cañonazos, se produjo un inesperado golpe de Estado.
Desde la multitud y la revuelta se fortaleció el apoyo a la causa artesana que reclamó al presidente Obando asumir el gobierno con facultades dictatoriales para cumplir con las reformas ganadas en el campo de batalla y en la constitución de 1853. Pero José María Obando no quiso hacerlo y el general José María Melo usurpó el poder. Entonces sobrevino una guerra civil de ocho meses, que unió a los expresidentes contra el general golpista. Una confrontación nacional con desenlace en las calles de Bogotá.
En la cita histórica de los exmandatarios Pedro Alcántara Herrán, Tomás Cipriano de Mosquera y José Hilario López, como protagonistas del cerco, la caída de Melo marcó el final de la contienda. 2 de diciembre de 1854, el día en que José María Melo asimiló su derrota y envió a su corneta a pedir garantías. Al caer de la tarde se rindió junto a 49 oficiales y unos mil soldados. La primera orden de Mosquera fue fusilarlo, pero terminó en el colegio San Bartolomé, donde le remacharon grillos en los tobillos.
Un juez militar tomó el caso y después el Tribunal de Bogotá dispuso que los comprometidos en la rebelión de 1854 fueran juzgados civilmente y, tras la discusión de siempre sobre el alcance de los delitos políticos, se ordenó su destierro. Por escritura pública, el liberal Murillo Toro firmó un compromiso para responder si Melo no dejaba el país en un mes. El 23 de octubre, se embarcó desde Santa Marta rumbo a Costa Rica, luego Salvador y finalmente a México, donde entró a órdenes del ejército de Benito Juárez, pero murió fusilado en 1860.
Cuando se supo en la Nueva Granada la noticia del asesinato del general golpista, ya otros vientos políticos soplaban en la nación y se gestaba un nuevo capítulo de presidente privado de su libertad. El Congreso pronto se olvidó de Melo, y concentró sus reclamos hacia el fallido presidente José María Obando, absuelto de los delitos de rebelión y traición, pero sin derecho a concluir su mandato. Para completarlo, se escogió a Manuel María Mallarino, antesala de la victoria electoral del fundador del conservatismo Mariano Ospina Rodríguez.
El 1 de abril de 1857, se posesionó Ospina para lidiar entre el centralismo exacerbado y el federalismo sin estrenar. Se crearon estados en Cauca, Cundinamarca, Boyacá, Bolívar y Magdalena, y las rebeliones no se hicieron esperar. El asunto terminó en guerra generalizada y en una nueva toma armada en Bogotá, el 18 de julio de 1861, esta vez a cargo del general Tomás Cipriano de Mosquera, en una rotunda victoria militar que fue el preludio de la constitución de Rionegro de 1863, y el estreno de los tiempos del radicalismo liberal.
Cuando Mosquera estableció su cuartel general en la zona de Chapinero, ya estaba detenido el expresidente Mariano Ospina, que terminó su mandato en marzo, salió de prisa a refugiarse, pero tres meses después cayó prisionero junto a su hermano Pastor, en el camino de La Mesa a Anapoima. Mosquera alcanzó a condenarlo a muerte, pero un coro de defensores de Ospina evitó la máxima pena y, junto a su hermano Pastor, el presidente encargado Bartolomé Calvo y otros detenidos, salió preso rumbo a Cartagena.
Meses después, el expresidente conservador Ospina logró fugarse de la cárcel y vivió exiliado en Guatemala, mientras Mosquera entraba con los taches arriba en sus relaciones con la iglesia, a la que sometió con el decreto de la desamortización de bienes de manos muertas. Después puso su sello en la Convención de Rionegro y fue el primer gobernante elegido para una sucesión de bienios. Tras él, gobernó Murillo Toro, y en 1865, por cuarta vez, Tomás Cipriano de Mosquera fue presidente de Estados Unidos de Colombia.
Fue su último paso por el poder. Y él, que siempre condenó, terminó sentenciado. Entre el ataque de los radicales por un empréstito de siete millones de libras y los señalamientos por romper la neutralidad diplomática en un conflicto entre Perú y España, el 23 de mayo de 1867, Tomás Cipriano de Mosquera fue derrocado y privado de su libertad. Su sitio de detención fue el Observatorio Astronómico. A sus 69 años, protegido en ese lugar, permaneció en el hasta que se constituyó en el Congreso un tribunal político para ser juzgado.
El 1 de octubre comenzó el juicio político y un mes después Mosquera fue declarado insubsistente en el cargo, indigno, y condenado al destierro. Salió de Bogotá y también de la historia, dando paso a un ciclo de varios años sin presidentes detenidos, aunque sí lidiando con guerras civiles. La de 1876 que ganaron los radicales a los conservadores y a los curas; o la que perdieron con Rafael Núñez en 1885, y permitió al dirigente cartagenero validar su victoria con la aprobación de la carta de 1886, que duró vigente en Colombia 105 años.
Con ella se abrió paso la “regeneración” de Núñez que dejó a los liberales de cara a la guerra sin éxito. La de 1895 con rápido triunfo del gobierno en Enciso, previo destierro del expresidente liberal Santiago Pérez; y la de 1899, llamada de los mil días, que estalló en octubre en Santander y en julio de 1900 tumbó al presidente conservador Manuel Antonio Sanclemente, quien fue privado de su libertad en una conjura fraguada por el Ejército y los conservadores históricos. Terminó incomunicado en Villeta, donde gobernaba y pasaba sus días de enfermo.
Tenía 85 años, y vivió dos más vigilado en esa población cundinamarquesa hasta su deceso. En su lugar, gobernó el vicepresidente José Manuel Marroquín, que en noviembre de 1902 transó la guerra en los tratados de Neerlandia, Wisconsin y Chinácota, y un año después perdió a Panamá. Al término de su mandato, entregó un país entre la penuria y la desconfianza, con miles de viudas y huérfanos incrédulos de los partidos. Todo a merced del autoritarismo progresista de Rafael Reyes que confiscó la libertad y gobernó cinco años con poca política.
Salvo la suya, legitimada a través de una constituyente que lo eligió para que ejerciera el gobierno por diez años, de los cuales solo cumplió cinco porque un día de julio de 1909 en Santa Marta, abordó un barco, se fue a Europa y dejó tirada la Presidencia. Fue necesaria una constituyente para volver a empezar y se consolidó una hegemonía conservadora que gobernó hasta 1930. El único que no terminó mandato fue Marco Fidel Suárez en 1921, pero no se fue del poder detenido, lo hizo por voluntad propia para recobrar las relaciones con Estados Unidos.
El triunfo del liberalismo se demoró nueve años más, y se dio después de la aparatosa gestión de Miguel Abadía Méndez y su fallida ley heroica para ilegalizar las huelgas o prohibir los sindicatos, que terminó en la llamada masacre de las bananeras. La república liberal duró 16 años y no dio presidentes detenidos, salvo la breve intentona golpista en Pasto al presidente López Pumarejo el 10 de julio de 1944, cuando un grupo de militares de la VII brigada lo tuvo inmovilizado, pero al fracasar su osadía, él terminó protegido en una hacienda de Consacá.
En cambio, nueve años después el que sí cayó fue el presidente conservador Laureano Gómez, depuesto en 1953 por Gustavo Rojas Pinilla, en un “golpe de opinión”, como lo bautizó Darío Echandía. Una alianza política que puso en la presidencia a un militar ambicioso. Antes de su exilio, Laureano Gómez pasó algunas horas con libertad restringida, y después fue un largo exilio familiar que terminó en España, donde junto a Alberto Lleras, fue gestor de los pactos con que liberales y conservadores decidieron qué hacer después de Rojas.
Los acuerdos políticos que aceleraron su caída el 10 de mayo de 1957 y que sentaron las bases del Frente Nacional que dio a los partidos liberal y conservador la exclusividad en el ejercicio del gobierno. Con un asunto pendiente, juzgar a Gustavo Rojas Pinilla. Por eso, desde la semana siguiente a su caída, entró a funcionar una comisión nacional de instrucción criminal para “investigar y castigar los delitos cometidos por los altos funcionarios del Estado durante los últimos tiempos”, antesala judicial al desarrollo del juicio político.
Que se inició en la Cámara de Representantes a mediados de 1958, cuando Rojas Pinilla volvió de España a enfrentarlo y fue alojado en casa de un general amigo. Hasta que fue notificado del auto de llamamiento a juicio expedido por el Senado y fue trasladado a Cartagena y confinado en la fragata ARC Capitán Tono, unidad de guerra fondeada en Islas del Rosario, donde permaneció 19 días. Después fue trasladado a una casa para funcionarios del Banco de la República en las salinas de Galerazamba, a dos horas y media de Cartagena.
A la hora del juicio político, fue trasladado a Bogotá, y alojado en los pisos altos del edificio de Sendas, localizado en la carrera séptima con calle séptima en el sector de San Agustín. Semanas después, en abril de 1959, el Senado lo declaró indigno por mala conducta en el ejercicio del cargo de Presidente de la República, y lo condenó a la pérdida perpetua de sus derechos políticos e interdicción de funciones públicas. Quedó detenido, pero rápidamente recobró su libertad condicional y se dedicó a persistir en su defensa.
Entre tanto, sus partidarios crearon la Alianza Nacional Popular (Anapo) que para 1962 ya tenía seis representantes a la Cámara y dos senadores. Aunque conservó su estado de condenado con libertad condicionada, en 1963 empezó a cambiar su suerte jurídica pues la Corte Suprema profirió fallo absolutorio en su favor por el delito de concusión. Ese fue el primer paso de su regreso político. En las elecciones de 1964, sus copartidarios de la Anapo hicieron lo propio al alcanzar 27 representantes a la Cámara y ganar 49 escaños en las asambleas.
Entre diciembre de 1966 y octubre de 1967, mientras avanzaba el gobierno reformista liberal de Carlos Lleras Restrepo, el Tribunal Superior de Bogotá y la Corte Suprema de Justicia ratificaron el fallo absolutorio que derivó en la rehabilitación de los derechos políticos del expresidente Gustavo Rojas Pinilla. Su inmediato plan fueron las elecciones presidenciales, pero en 1968 fue primero electo senador y volvió al Capitolio Nacional de donde había salido detenido en 1959. Después fue candidato presidencial en las presidenciales de 1970 y perdió con dudas.
Luego cayó el telón del Frente Nacional y no se volvió a oír de presidentes inmersos en apremios judiciales. A casi todos los denunciaron ante la Comisión de Acusación de la Cámara, pero desde entonces fue clara su especialización en absolver. No prosperaron las denuncias contra López Michelsen por escándalos administrativos, ni tampoco las que se entablaron contra Turbay por los abusos del Estatuto de Seguridad. Y menos las que pusieron contra la pared a Belisario Betancur por la pesquisa del holocausto del Palacio de Justicia.
Nada se movió contra Virgilio Barco por el exterminio de la Unión Patriótica durante su cuatrienio, ni a César Gaviria le tocó responder por la fuga de la cárcel de la Catedral de Pablo Escobar, o por el apagón de 1992 o por la presencia de unidades de Estados Unidos en Colombia, sin permiso del Consejo de Estado. El top de la ineficacia de la Comisión de Acusación fue la absolución de Ernesto Samper en 1996 contra la evidencia de la narcofinanciación de su campaña, tan grande como el elefante que inmortalizaron los caricaturistas.
Ni Andrés Pastrana por el desastre de las negociaciones del Caguán, ni los ocho años de Uribe con falsos positivos a bordo, la yidispolítica, o las chuzadas del DAS, entre otros excesos, provocaron una pesquisa avante en el Congreso. Mucho menos la era Santos, cuando la aplanadora política de su mandato doble, tampoco dio para husmear. Los colombianos terminaron acostumbrados a que en la Comisión de Acusación los expresidentes suelen ser inmunes y todo allí es formalismo histórico, apenas ruido político.
Esta semana hubo enroque en la secuencia de los mandatarios detenidos. La Corte Suprema de Justicia ordenó la prisión domiciliaria del expresidente Álvaro Uribe. No en desarrollo de un juicio político, sino preso en su casa por un laberinto de testigos en el que decidió meterse. El alto tribunal cree tener argumentos para sindicarlo de fraude procesal y soborno a testigos, y dispuso su detención domiciliaria, por ahora en su hacienda de El Ubérrimo en el departamento de Córdoba. Es la justicia y no la política la que toca a sus puertas.
Tomado de El Espectador