Amotinamiento y fuga fueron los epítetos con que organismos gubernamentales y grandes medios de comunicación nombraron lo que sucedía en las prisiones colombianas en la noche del 21 de marzo, cuando en distintas prisiones del país inició el Cacerolazo Nacional, Convocado por el Movimiento Nacional Carcelario.
Probablemente alguien vio la oportunidad de fugarse en medio de la protesta; tal vez fue el desespero el que llevó a algún intento de ese tipo. Lo único cierto, es que la protesta, incluso con la posible fuga de algunas personas, fue tratada de manera sumamente agresiva y desproporcionada por el Estado colombiano, al punto de que se cometió una masacre, que resultó en 23 personas asesinadas en los establecimientos penitenciarios y carcelarios de Bogotá, 85 heridas en los mismos y otro número indeterminado en otras prisiones del país.
Y no es la primera vez, son incontables las denuncias de las y los presos sobre el abuso de la fuerza de parte de entidades como el Grupo de Reacción Inmediata del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario -INPEC-. A veces la guardia ordinaria es la que se encarga de avasallar con las pertenencias de los privados de la libertad, así como de perpetrarles torturas tratos crueles, inhumanos y degradantes.
En la noche del 21 de marzo parece que no les fue suficiente la fuerza ya implementada, a la que se sumaron militares y policías que procedieron con disparos de fusil conducidos de manera indiscriminada en contra del grueso de las personas que protestaban en los penales La Modelo y Picota de Bogotá.
Pero los insultos, la destrucción de los enseres, los golpes y los disparos no han sido los únicos medios de agresión continua a las y los presos. De hecho, son el síntoma de un problema social e institucional mucho más grave: La despersonalización de -casi- toda persona que ingresa a una prisión.
No importa el delito, no importa si es sindicado o condenado, no importa el monto de la pena. Solo en algunos, muy pocos casos, importa si se es un capo -del narcotráfico o de la contratación ilícita-, un oficial policial o militar que incurrió en graves violaciones a los Derechos Humanos, un ex funcionario probadamente corrupto -y amigo de gente poderosa-. Estos suelen recibir secciones enteras de la infraestructura penitenciaria, visitas familiares seguidas y privadas; lujos que la mayoría ni en libertad añoramos.
Pero la gran mayoría son blanco de su despersonalización. La persona humana, en tanto categoría política y jurídica que presupone el reconocimiento de un nacido vivo como sujeto de derechos, según el trato recibido, se suspende definitivamente para las personas privadas de la libertad que no son ricas y poderosas.
En Colombia resulta falsa toda ideología penitenciarista que alude a la resocialización; la justificación prevencionista que alude a la evitabilidad de futuros delitos; la onda retribucionista que llama al “pago” de un daño causado a la sociedad y a la víctima. El problema no es la infraestructura penitenciaria, el hacinamiento y la necesidad de más cupos,
Esto es la consecuencia visible del sentido simple y terrible que se da al castigo: Ver sufrir. Hacer sufrir.
Lo que sucedió en la noche del 21 de marzo fue el culmen de otro capítulo de la despersonalización de las y los presos en Colombia. Lo de esa noche, fue el intento de un cacerolazo, como cualquier otro, de los tantos que se llevan a cabo desde el 21 de noviembre del 2019 en Colombia para exigir la garantía de los derechos.
Y es que hace más de una semana que presos y presas han intentado comunicar a las autoridades sus inquietudes y temores por la Pandemia generada por el contagio masivo y transnacional del COVID-19: Requerimientos de más información; la dispensa de materiales higiénicos para controlar el virus; la toma de medidas eficaces para que personal administrativo y de guardia no lo ingresen desde el exterior.
Organizaciones defensoras de los Derechos Humanos hicimos el ofrecimiento de ingresar implementos de aseo que pudieran ayudar a mitigar la expansión del virus, pero no recibimos respuestas efectivas al respecto.
El desconocimiento de la persona humana de los privados de la libertad en Colombia generó el problema actual. La carencia de información, atención e insumos para quienes padecen el encierro preventivo o punitivo conllevó a sus llamados de atención, ante lo que, también desde la despersonalización de las y los presos, se respondió con fuego y sangre.
Texto de Nodo Antioquia