Por: Germán Ayala Osorio
A la insulsa pero naturalizada idea de que Colombia es la “democracia más antigua de América Latina” se le debe oponer la imagen que hemos sido y somos hoy, una “democracia de mano dura” liderada por gobiernos civiles y presidentes bastante cercanos a la disciplina castrense.
Basta con recordar lo ocurrido durante la salvaje retoma del Palacio de Justicia por parte del Ejército, comandado por una cúpula tropera que fue capaz de hacer a un lado a su comandante en jefe, el presidente Belisario Betancur Cuartas. Al hacerlo, es decir, al dejarlo sin funciones constitucionales por más 24 horas, no solo buscaron responder, a su manera, a la osadía militar del M-19 de tomarse el recinto judicial, sino vengarse, de manera discrecional, de los espectaculares robos de la espada de Bolívar y de las 5.000 armas del Cantón norte de la ciudad de Bogotá.
Por supuesto que la motivación de los militares no terminaba en la sed de venganza contra el M-19 por los dos espectaculares robos y la toma del Palacio de Justicia. Por el contrario, el operativo sirvió para borrar todos los procesos judiciales que adelantaban magistrados de la entonces Corte Suprema de Justicia, en contra de altos oficiales, por la violación de los derechos humanos durante los gobiernos de Turbay Ayala (1978-1982) y de Betancur Cuartas (1982-1986).
Durante esos dos periodos presidenciales el régimen democrático colombiano se movía de manera pendular, entre ofrecer libertades a la ciudadanía, en el marco de la conservadora Constitución de 1886 y enfrentar los desafíos de las guerrillas y las exigencias de sectores sociales y políticos para que el país transitara, por fin, los caminos de una lejana modernidad política y social. Al final, el péndulo se mantuvo más cerca de las acciones de mano dura, esto es, la violación de los derechos humanos y la persecución a todo lo que oliera a izquierda. Es decir, ampliar o extender aquella visión del “enemigo interno” hacia grupos de intelectuales, periodistas, profesores y librepensadores. Una vez agrupados en esa categoría, vivir en democracia se hizo igual de peligroso que hacerlo bajo una dictadura militar, como las que se daban y que se habían dado en Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay y Brasil.
El mismo escenario turbulento en materia de violación de los derechos humanos y de restricciones a la democracia continuaría con la llegada a la Casa de Nariño de Virgilio Barco Vargas (1986-1990). A pesar de los escenarios de pacificación política que a manera de brisa pasaron por el país, con la desmovilización del M-19 y de otros grupos guerrilleros, el país continuó sumergido en una espiral de múltiples violencias.
En todo este comprimido recorrido histórico y al recoger el sentido de la frase que da vida al título de esta columna, en el país nunca faltó la bala y el plomo.
Con las esperanzas fincadas en el nuevo orden constitucional de 1991 y a pesar del surgimiento de nuevas reglas de juego y de una institucionalidad conducente a ampliar la democracia, el país viviría un periodo violento en los años 90, que cubrieron a los gobiernos de César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana . En todas estas administraciones hubo bala y plomo en el marco de las dinámicas del conflicto armado interno en selvas y sectores rurales, mientras que en las ciudades, el maltrato y la violencia estatal corría por cuenta del ESMAD y los sempiternos sicarios al servicio del Régimen.
Con la llegada de Uribe Vélez (2002-2010), la violencia se haría aún más cotidiana. Eso sí, encubierta de “Seguridad Democrática”, una suerte de eslogan con el que se ocultaron las sistemáticas violaciones de los derechos humanos, perpetradas por agentes estatales, contra ciudadanos previamente calificados como “incómodos” (defensores de derechos humanos, ambientalistas y críticos del régimen uribista).
Fueron ocho años de un régimen de Mano Dura, quizás el que más se acercó a los tenebrosos años del Estatuto de Seguridad, durante el gobierno de Turbay Ayala. Paramilitares, de la mano de oficiales del Ejército, y las guerrillas, se dieron un “festín” en selvas y poblaciones rurales. Dos administraciones en las que hubo bala y todo lo que ello representa en términos de dolor, desazón e incertidumbre.
Luego llegaría Santos (2010-2018) con la llave de la paz entre sus bolsillos. Esta vez, por el país no pasaron las brisitas de la paz de los tiempos de Betancur y de Barco. No. Todo lo contrario. El país sintió la fuerza del “ciclón de la paz” y alcanzó a olvidar los aciagos años de la Seguridad Democrática. Pero fue temporal el paso de ese fenómeno atmosférico (político, social y cultural).
Hoy el país, en el tercer periodo de Uribe, volvió a los tiempos de la Seguridad Democrática y al cerramiento democrático.
En plena emergencia económica, social y sanitaria, por la pandemia del coronavirus, el subpresidente Duque se prepara para lo que posiblemente se vendrá para el país en materia de protestas sociales, las mismas que el confinamiento frenó. Eso sí, las razones para volver a las calles están intactas y vienen creciendo, a juzgar por el manejo clientelista e irresponsable que el gobierno de Duque le viene dando a la emergencia.
Con la millonaria compra de material bélico para el ESMAD (9.500 millones de pesos) y con la continuidad de los asesinatos de líderes sociales y de excombatientes reincorporados (ya casi se completan los 200), se entiende que no solo sigue habiendo bala en Colombia, sino que habrá más en lo consecutivo.
Razón tenía el belicoso ciudadano antioqueño, cuando en medio de una marcha de apoyo a la paz, y en tomo amenazante, profirió la siguiente sentencia “¡…plomo es lo que hay, bala es lo que hay”! Lo que habría que corregirle al iracundo, rabioso, furibundo y colérico personaje es que en Colombia siempre hubo bala y que mientras sigan manejando la democracia bajo la extensión del principio del enemigo interno (estudiantes, profesores y libre pensadores), el plomo, la munición, la metralla y el perdigón nunca dejarán de hacer presencia en este país. Por eso, ¡Bala y plomo es lo que hay! (y habrá).
Tomado de El Unicornio