Ciudadanía y espacio público

FECHA:

Jordi Borja, 1998

Publicado en Ciutat real, ciutat ideal. Significat i funció a l’espai urbà modern. Barcelona:  Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona,  1998 (Urbanitats; 7)

La agorafobia urbana

Aunque a los urbanitas-cívicos nos complazca recordar aquello que «el aire de la ciudad nos hace libres», la realidad urbana actual más bien nos lleva a citar lo de «malos tiempos para la lírica». Ya no es original titular el «the hell is in the city» (el infierno está en la ciudad) o «la ville partout, partout en crise» (la ciudad en todas partes, en todas partes en crisis), como hicieron The Economist y Le Monde diplomatique hace algunos años. Todos lo hacen. Las prácticas sociales parecen indicar que la salida es hacerse un refugio, protegerse del aire urbano no sólo porque está contaminado sino porque el espacio abierto a los vientos es peligroso. En las grandes ciudades se imponen los shopping centers con «reservado el derecho de admisión» y los ghettos residenciales cuyas calles de acceso han perdido su carácter público en manos de policías privados.

Hay un temor al espacio público. No es un espacio protector ni protegido. En unos casos no ha sido pensado para dar seguridad sino para ciertas funciones como circular o estacionar, o es sencillamente un espacio residual entre edificios y vías. En otros casos ha sido ocupado por las clases peligrosas de la sociedad: inmigrados, pobres o marginados. Porque la agorafobia es una enfermedad de clase de la que parecen exentos aquellos que viven la ciudad como una oportunidad de supervivencia. Aunque muchas veces sean las principales víctimas, no pueden permitirse prescindir del espacio público.

Nuevamente, como en todos los momentos históricos de cambios sociales y culturales acelerados, se diagnostica la muerte de la ciudad. Es un tópico recurrente. Unos ponen el acento en la tribalización. Las hordas están en las puertas de la ciudad (por ejemplo Grands ensembles conflictivos), pero también en su corazón, en los centros históricos degradados.

Kigali, la capital rwandesa, compartimentada por tribus que se odiaban, no sería un fenómeno primitivo solamente. También, una prefiguración de pesadilla de nuestro futuro urbano. Un futuro ya presente en Argel, Estambul o El Cairo, con ejércitos protegiendo los barrios civilizados frente a la barbarie popular.

Otros, más optimistas, nos dicen que la ciudad moderna es otra ciudad, la que se puede observar en los límites de la ciudad actual, en sus periferias suburbanas, en sus entradas. La Edge City (USA), o la exposición «Les entrées de la ville» (París), el auge de las teorías del caos urbano, expresan esta mitificación de la ciudad desurbanizada o de la urbanización sin ciudad. Entendiendo por ciudad este producto físico, político y cultural complejo, europeo y mediterráneo, pero también americano y asiático, que hemos caracterizado en nuestra ideología y en nuestros valores como concentración de población y de actividad, mixtura social y funcional, capacidad de autogobierno y ámbito de identificación simbólica y de participación cívica. Ciudad como encuentro, intercambio, ciudad igual a cultura y comercio. Ciudad de lugares y no simple espacio de flujos.

Si la agorafobia urbana es una enfermedad producida por la degradación o la desaparición de los lugares públicos integradores y protectores pero también abiertos a todos, la terapéutica y la alternativa parecen ser la instalación en los flujos y en los nuevos ghettos (residenciales, centros comerciales, áreas de terciario, de excelencia, etc.). En esta nueva ciudad las infraestructuras de comunicación no crean centralidades ni lugares fuertes, más bien segmentan o fracturan el territorio y atomizan las relaciones sociales. Otra manifestación de agorafobia. Pero ¿es inevitable que sea así? ¿Es el fin de la ciudad que hemos conocido históricamente? ¿Son reversibles y reutilizables estos procesos?

Sobre la muerte de la ciudad y el punto de vista del espacio público

¿Ha muerto la ciudad? ¿Está en crisis? ¿La ciudad de la calle y de la plaza, del espacio público y cívico, la ciudad abierta, de mezclas y contactos es un residuo del pasado objeto de melancolía de urbanitas maduros?

Es fácil argumentar que la historia de las ciudades ha vivido cambios por lo menos tan aparatosos como los actuales. O más. Por ejemplo el tránsito de la ciudad amurallada a los ensanches modernos. O la ciudad metropolitana, con sus suburbios y su estructura política plurimunicipal, estimulada por el desarrollo del transporte masivo y del uso del automóvil. Incluso puede aducirse que estamos simplemente presenciando una nueva fase del crecimiento metropolitano.

Es inevitable dar la razón a los historiadores cuando critican el simplismo de reducir la historia urbana a tres grandes etapas o edades, la primera siendo la ciudad concentrada, separada de su entorno, la segunda la ciudad metropolitana (ciudad más periferia) y la tercera, la actual, la ciudad a repensar en la globalización.

Sin embargo esta distinción que molesta a los historiadores es útil a los urbanistas. Porque les estimula a focalizar su atención en las nuevas dinámicas no como una maldición fatal o la expresión objetiva de la modernidad, sino como un desafío al que se puede responder si por una parte descubrimos los elementos de continuidad posibles respecto al pasado, si por otra distinguimos lo necesario de lo excesivo o evitable en los nuevos procesos y si finalmente somos capaces de proponer nuevos modelos y proyectos que formulen respuestas integradoras.

Creemos que un ángulo interesante para analizar las nuevas dinámicas urbanas y elaborar respuestas a los desafíos que nos planteamos es el del espacio público y el de la relación entre su configuración y el ejercicio de la ciudadanía, entendida como el estatuto que permite ejercer un conjunto de derechos y deberes cívicos, políticos y sociales.

El espacio público nos interesa principalmente por dos razones. En primer lugar porque es donde se manifiestan muchas veces con más fuerza la crisis de ciudad o de urbanidad. Por lo tanto parece que sea el punto sensible para actuar si se pretende impulsar políticas de hacer ciudad en la ciudad. Y en segundo lugar porque las nuevas realidades urbanas, especialmente las que se dan en los márgenes de la ciudad existente plantean unos retos novedosos al espacio público: la movilidad individual generalizada, la multiplicación y la especialización de las nuevas centralidades y la fuerza de las distancias que parecen imponerse a los intentos de dar continuidad formal y simbólica a los espacios públicos. Estamos convencidos que la dialéctica movilidades-centralidades es una cuestión clave del urbanismo moderno. Y que la concepción de los espacios públicos es a su vez un factor decisivo, aunque no sea el único, en el tipo de respuesta que se da a la cuestión anterior.

El espacio público y sus avatares en la modernidad

El espacio público es un concepto jurídico: un espacio sometido a una regulación específica por parte de la Administración pública, propietaria o que posee la facultad de dominio del suelo y que garantiza su accesibilidad a todos y fija las condiciones de su utilización y de instalación de actividades. El espacio público moderno proviene de la separación formal (legal) entre la propiedad privada urbana (expresada en el catastro y vinculada normalmente al derecho de edificar) y la propiedad pública (o dominio público por subrogación normativa o por adquisición de derecho mediante cesión) que normalmente supone reservar este suelo libre de construcciones (excepto equipamientos colectivos y servicios públicos) y cuyo destino son usos sociales característicos de la vida urbana (esparcimiento, actos colectivos, movilidad, actividades culturales y a veces comerciales, referentes simbólicos monumentales, etc.).

El espacio público también tiene una dimensión socio-cultural. Es un lugar de relación y de identificación, de contacto entre las gentes, de animación urbana, a veces de expresión comunitaria. La dinámica propia de la ciudad y los comportamientos de sus gentes pueden crear espacios públicos que jurídicamente no lo son, o que no estaban previstos como tales, abiertos o cerrados, de paso o a los que hay que ir. Puede ser una fábrica o un depósito abandonados o un espacio intersticial entre edificaciones. Lo son casi siempre los accesos a estaciones y puntos intermodales de transporte y a veces reservas de suelo para una obra pública o de protección ecológica. En todos estos casos lo que defina la naturaleza del espacio público es el uso y no el estatuto jurídico.

El funcionalismo predominante en el urbanismo moderno descalificó pronto el espacio público al asignarle usos específicos. En unos casos se confundió con la vialidad, en otros se sometió a las necesidades del orden público. En casos más afortunados se priorizó la monumentalidad, el embellecimiento urbano. O se vinculó a la actividad comercial y a veces cultural. Y en casos menos afortunados se utilizó como mecanismo de segregación social, bien para excluir, bien para concentrar (por medio de la accesibilidad de los precios, de la imagen social, etc.). En ocasiones el juridicismo burocrático ha llevado a considerar que el espacio público ideal es el que está prácticamente vacío, donde no se puede hacer nada. O que se lo protege tanto que no es usado por nadie (por ejemplo cuando con las mejores intenciones se peatonalizan todos los accesos, se prohibe todo tipo de actividades o servicios comerciales, etc.).

El espacio público supone pues dominio público, uso social colectivo y multifuncionalidad. Se caracteriza físicamente por su accesibilidad, lo que le hace un factor de centralidad. La calidad del espacio público se podrá evaluar sobre todo por la intensidad y la calidad de las relaciones sociales que facilita, por su fuerza mixturante de grupos y comportamientos y por su capacidad de estimular la identificación simbólica, la expresión y la integración culturales. Por ello es conveniente que el espacio público tenga algunas calidades formales como la continuidad del diseño urbano y la facultad ordenadora del mismo, la generosidad de sus formas, de su imagen y de sus materiales y la adaptabilidad a usos diversos a través de los tiempos.

El urbanismo contemporáneo, heredero de movimiento moderno, fue reconstructor de ciudades después de la segunda guerra mundial. Se focalizó en un funcionalismo eficientista, dotado de un instrumental separador más que integrador (el zoning, los modelos) acentuado por la compartimentación de las Administraciones públicas y de los cuerpos profesionales (por ejemplo: transportes/ingenieros sin otras visiones del desarrollo y del funcionamiento urbanos). El resultado ha sido casi siempre la aplicación de políticas sectoriales en lugar de promover actuaciones que articulen la diversidad y la complejidad de las demandas urbanas.

Entre las grandes operaciones de vivienda (cada operación destinada a un segmento social determinado) y la prioridad asignada casi siempre a la vialidad como ordenamiento y como inversión, el espacio público pasó a ser un elemento residual.

El movimiento moderno en la primera mitad de siglo y las políticas públicas en la segunda mitad han configurado un urbanismo que se ha confundido con la vivienda y con las obras públicas (vías, puentes, accesos, etc., es decir, comunicaciones). El hacer ciudad como producto integral e integrador quedó olvidado y con ello el espacio público. O por lo menos relegado a un rol secundario.

Urbanismo funcionalista y reacciones ciudadanas

El urbanismo funcionalista ha tenido que pagar el precio de sus limitaciones y además el de los usos perversos que se ha hecho de él. La combinación del monofuncionalismo de los programas y de sectorialización de las políticas públicas con las dinámicas del mercado en ciudades clasistas, agravadas por las rentas de posición de los instalados respecto a los allegados (inmigrados), ha dado lugar a unas situaciones urbanas insoportables. Grupos residenciales que se degradaban rápidamente por su mala calidad, por la falta de inserción urbana, por su anomía sociocultural, por la pobreza de los equipamientos, por el círculo vicioso de la marginación física y social…

Áreas centrales congestionadas y especializadas que pierden su rol integrador en beneficio de funciones administrativas. Barrios históricos despedazados y desarticulados por actuaciones viarias, poco respetuosas con los entornos y con la calidad de la vida cotidiana de los residentes. Diseminación en el territorio metropolitano de centros comerciales, campus universitarios e industrias que ordenan la vida de los activos según la triada sarcástica del 1968: «Metro, boulot, dodo» (Metro, trabajo, dormida).

Las reacciones no se hicieron esperar. En los años sesenta y setenta la conflictividad urbana irrumpió en la vida política y social de la mayoría de países de Europa y América.

El movimiento moderno no era tan simplista como el urbanismo funcionalista del capitalismo desarrollista. Su preocupación por la vivienda masiva y la importancia acordada a las comunicaciones expresaba una visión productivista, no especulativa, de la ciudad y una preocupación por las condiciones de vida de las poblaciones trabajadoras. Sus propuestas urbanas podían ser interesantes también por su complejidad, por la capacidad de integrar objetivos sociales, ambientalistas y estéticos (por ejemplo: Plan Macià o de Corbusier, Barcelona 1932).

Por su parte los movimientos sociales de los sectores populares no eran ajenos a las críticas y a las reivindicaciones urbanas. Había en las ciudades europeas ciertas tradiciones de luchas por la vivienda, por el precio de los transportes, por los servicios urbanos básicos y también por plazas y jardines, por centros culturales y equipamientos sociales y deportivos. Y contra las expropiaciones, la corrupción y el autoritarismo, y la opacidad de las decisiones de política urbana. Los movimientos urbanos emergieron con fuerza en los sesenta y setenta, paralizaron actuaciones en unos casos, y en otros fracasaron. También consiguieron que se negociaran a veces los proyectos y se alcanzaran compromisos que satisfacían algunas de las reivindicaciones urbanas respecto a expulsiones, accesos, equipamientos o transportes. Incluso en ciertos casos conseguían negociar programas de vivienda, y servicios y espacios públicos para cualificar áreas marginales o muy deficitarias respetando la población residente.

A las reacciones de carácter social se añadieron otras de carácter cultural y político. No solo los profesionales herederos de movimiento moderno podían decir, al ver la evolución de los grands ensembles, los edificios singulares, la terciarización o la degradación de los centros, etc. «No es eso, no es eso». También otros profesionales e intelectuales, tanto de la arquitectura, como de otras disciplinas pero unidos por la preocupación cultural, estética, a veces paseista respecto a la ciudad, levantaron su voz contra los excesos del urbanismo desarrollista y funcionalista. En unos casos prevaleció la revalorización formal de la ciudad existente. O la mitificación culturalista de la ciudad histórica. En otros la preocupación por el ambiente urbano. Y en otros la reivindicación de un urbanismo austero frente al despilfarro.

La crítica política a este urbanismo recogía algunas o muchas de las críticas sociales y culturales, se apoyaba en estos movimientos, aportando un plus: contra el autoritarismo tecnocrático o corrupto, contra el sometimiento de las políticas públicas a grupos de intereses privados, por la transparencia y la participación ciudadana, por la revalorización de la gestión política local y la descentralización. En esta crítica política coincidieron los movimientos sociales urbanos y hasta cierto punto las posiciones críticas de carácter ideológico con las fuerzas políticas más democráticas o progresistas. Hay que decir también que en bastantes casos las direcciones políticas partidarias tardaron bastante en descubrir el potencial político de las cuestiones urbanas. Y en muchos casos aun no lo han hecho.

Es indiscutible la influencia que han tenido en el urbanismo de los últimos diez años la crítica, las reivindicaciones y las propuestas de las reacciones ciudadanas. La revalorización de los centros históricos, la superación de un urbanismo concebido como vivienda más vialidad, la incorporación de objetivos de redistribución social y de cualificación ambiental, etc. deben mucho a estos movimientos críticos. Y especialmente la importancia acordada a los espacios públicos como elemento ordenador y constructor de la ciudad. Pero como nada es perfecto no es inútil señalar algunos aspectos más discutibles de estas reacciones cívicas. Citamos dos: El conservacionismo a ultranza de los barrios y de su población. En algunos casos los residentes se consideran los únicos propietarios de su barrio y se constituyen en una fuerza social contraria a cualquier cambio o transformación. Se olvida que el barrio o una área determinada forma parte de un todo, que también los usuarios, los que trabajan, consumen o le atraviesan tienen interés y derecho a esta parte de la ciudad. En otros casos el conservacionismo es cultural y no necesariamente de los residentes. Ciertos sectores de la cultura urbana consideran intocable cada piedra y cada forma que tenga una edad respetable. Sin apercibirse de que no hay preservación urbana sin intervención transformadora que contrarreste las dinámicas degenerativas.

El otro aspecto discutible sobre el que conviene llamar la atención es la desconfianza o el prejuicio contrario a los grandes proyectos urbanos presente en los movimientos urbanos o ciudadanos más críticos. Es cierto que muchas veces este prejuicio estaba más que justificado por las experiencias nefastas de muchos proyectos de los sesenta y setenta vinculados a corrupciones, especulaciones, destrucciones de ambiente urbano, pérdida de espacios públicos, despilfarro, proyectos urbanos excluyentes, etc. En todo caso parece más positivo, en un marco democrático, debatir los grandes proyectos y si es preciso proponer alternativas, evitando el fundamentalismo de que solamente lo small is beautiful.

De todas formas los movimientos ciudadanos de los últimos treinta años han hecho importantes contribuciones a la gestión de la ciudad y al urbanismo de este final de siglo. Citemos por lo menos tres:

a) La revalorización del lugar, del espacio público, del ambiente urbano, de la calidad de vida, de la dialéctica barrio-ciudad, del policentrismo de la ciudad moderna…

b) La exigencia de la democracia ciudadana, de la concertación y de la participación en los planes y proyectos, de programas integrados, la gestión de proximidad y la recuperación del protagonismo de los gobiernos locales en la política urbana.

c) Y, como consecuencia de lo anterior, o quizás como premisa, la recreación del concepto de ciudadano, como sujeto de la política urbana, el cual se hace ciudadano interviniendo en la construcción y gestión de la ciudad. El marginal se integra, el usuario pasivo conquista derechos, el residente modela su entorno, todos adquieren autoestima y dignidad enfrentándose a los desafíos que les plantean las dinámicas y las políticas urbanas. El ciudadano es el que tiene derecho al conflicto urbano.

La ciudad competitiva de la globalización y las respuestas del urbanismo

La globalización económica y la revolución informacional tienen efectos contradictorios sobre los espacios urbanos.
La ciudad se convierte en un elemento nodal de sistemas de intercambio regionales y mundiales. Pero se conecta por partes, se divide en áreas y grupos in y out. Es decir el tejido urbano se fragmenta, se especializa funcionalmente y la segregación social consolida la desigualdad en las regiones metropolitanas. La no-correspondencia entre el espacio urbano de los flujos y los territorios político-administrativos, así como el debilitamiento de los lugares, o simplemente su inexistencia (nos referimos a los puntos fuertes de densidad social e identificación simbólica), estimulan las dinámicas anómicas o tribales, fracturan la cohesión social y dificultan la gobernabilidad.

Pero también se producen tendencias de signo contrario, de revalorización de la ciudad frente a la urbanización con disolución ciudadana. El espacio urbano tiende a nuevos procesos de concentración y complejificación de actividades y usos para optimizar las sinergías. Las políticas públicas necesitan consolidar territorios gobernables mediante actuaciones positivas a favor de la cohesión social por medio de la regeneración de centros y de áreas degradadas, las nuevas centralidades, la mejora de la movilidad y de la visibilidad de cada zona de la región metropolitana, la promoción de nuevos productos urbanos que diversifiquen y reactiven el tejido económico y social y creen empleo y autoestima, etc.

La competitividad requiere gobernabilidad y buen funcionamiento del sistema urbano, que a su vez depende de la eficiencia de los servicios, de la seguridad ambiental, de la calidad de los recursos humanos y de la integración cultural de los que viven y usan la ciudad.

El dilema del urbanismo actual es pues si acompaña a los procesos desurbanizadores o disolutorios de la ciudad mediante respuestas puntuales, monofuncionales o especializadas, que se expresan por medio de políticas sectoriales, sometidas al mercado y ejecutadas por la iniciativa privada. O si, por el contrario, impulsa políticas de ordenación urbana y de definición de grandes proyectos que contrarresten las dinámicas perversas y que se planteen el hacer ciudad favoreciendo la densidad de las relaciones sociales en el territorio, la heterogeneidad funcional de cada zona urbana, la multiplicación de centralidades polivalentes y los tiempos y lugares de integración cultural.

Una cuestión clave para evaluar las políticas urbanas y entender cómo responder a este dilema es analizar los proyectos urbanos y ver la consideración que merecen los espacios públicos en los mismos.

Los proyectos urbanos caracterizan el urbanismo actual. Entendemos por proyectos urbanos aquellas actuaciones estratégicas de escala variable (desde una plaza hasta grandes operaciones de varios centenares de hectáreas, como por ejemplo un frente de mar) que se caracterizan porque dan respuesta a demandas diversas o cumplen varias funciones (aunque originariamente fueran monofuncionales), porque engendran dinámicas transformadoras sobre sus entornos, porque pueden incluir a la vez objetivos de competitividad y de cohesión social, por la combinación entre el rol iniciador o regulador del sector público y la participación de diversos actores privados en su desarrollo, porque son susceptibles de promover un salto de cualidad en la ciudad o en una parte de ella y porque se inscriben en el tiempo (sin perjuicio de que el proyecto se concrete en unas actuaciones inmediatas con una fuerte capacidad impulsiva).

La polémica entre planes territoriales y proyectos urbanos diseñados no tiene mucho interés. Los planes sin proyectos ejecutables son como la fe sin obras o el sandwich de jamón sin jamón. El urbanismo actual debe dar respuestas relativamente rápidas a los desafíos de la competitividad y de la cohesión. Asimismo debe saltar sobre las oportunidades (y si es preciso inventarlas), puesto que los grandes proyectos solamente son viables cuando aparece un conjunto de circunstancias favorables. Y estas circunstancias se dan también cuando es posible concertar las voluntades de un conjunto de actores públicos y privados, lo cual no es un resultado automático de la aprobación de los documentos de un plano.

Pero, por otra parte, los proyectos urbanos no tendrán valor estratégico como proyectos constructores de ciudad si no forman parte de una política de conjunto coherente, que se propone a la vez elevar la escala de la ciudad y articular la ciudad existente. Esta política global requiere instrumentos, entre ellos los planes: estratégico, de ordenación urbana, contrato-plan con el Estado, programa de grandes actuaciones concertadas con un horizonte fijo, planes sectoriales que integran varias dimensiones como transportes y circulación, medio ambiente urbano, etc. Los proyectos urbanos ciudadanos deben formar parte de un proyecto de ciudad dotado de una triple legitimidad: normativa, política y sociocultural. Es decir una base legal (planes, leyes específicas, presupuestos, ordenanzas o reglamentos, etc.), un acuerdo político (más exactamente conjunto de acuerdos contractuales entre Administraciones públicas) y un consenso ciudadano básico con diversos actores urbanos (empresariales, sociales, profesionales, intelectuales, medios de comunicación,…).

La consideración de los espacios públicos en los grandes proyectos urbanos es un factor clave de su capacidad creadora de ciudad. Por lo menos por tres razones principales:

a) Porque el espacio público es un medio muy eficaz para facilitar la multifuncionalidad de los proyectos urbanos, pues permite diversidad de usos en el espacio y adaptabilidad en el tiempo.

b) El espacio público es asimismo el mecanismo idóneo para garantizar la cualidad relacional de un proyecto urbano, tanto para los residentes o usuarios, como para el resto de los ciudadanos. Este potencial relacional debe ser obviamente confirmado por el diseño y luego verificado y desarrollado por el uso.

c) El espacio público es una posible respuesta al difícil y novedoso desafío de articular el barrio (o conjunto urbano más o menos homogéneo), la ciudad-aglomeración y la región metropolitana. La continuidad de los grandes ejes de espacio público es una condición de visibilidad y de accesibilidad para cada uno de los fragmentos urbanos y un factor esencial de integración ciudadana.

En resumen al espacio público se le pide ni más ni menos que contribuya a proporcionar sentido a nuestra vida urbana.

Espacio público y ciudadanía: la dialéctica entre la condición urbana y el status político

Aproximación por la vía de las anécdotas:

– «Finalmente, después de muchos años, hoy, desfilando en la marcha de los parados, me he sentido ciudadano». Un desocupado de larga duración, París, diciembre de 1997.

– «Lo peor no es nuestro nombre, o el color de nuestra piel. A pesar de que nos hayan dicho que damos el perfil para un puesto de trabajo, cuando debemos dar nuestra dirección, si es un barrio considerado no deseable, lo normal es que suspendan la entrevista.» De un programa de Televisión (Sagacités) sobre los barrios difíciles y los jóvenes de origen inmigrado en las ciudades europeas.

– Los viernes, los sábados y los domingos, los Champs Elyseés se llenan de jóvenes africanos, árabes, asiáticos. Ocupan la avenida más simbólica de París, se apropian de la ciudad, se pueden sentir plenamente franceses. Pero alguien nos dijo: «No son franceses como el resto» (un diputado socialista!). Aunque la mayoría de las veces hayan nacido en París y posean la nacionalidad francesa.

– «Todo el mundo tiene derecho a disponer o acceder fácilmente a una área con elementos de centralidad, a vivir en un barrio visto y reconocido por el resto de los ciudadanos, a poder invitar a comer en su casa sin avergonzarse por ello». (Coloquio de Carros-Francia, de las intervenciones de Rolando Castro y Jordi Borja).

– «Nosotros también tenemos derecho a la belleza» (Una abuela de favela, en Sao Paulo, Brasil).

La ciudadanía plena no se adquiere por el hecho de habitar una ciudad. Ni tampoco es suficiente tener un documento legal que acredite tal condición. Veamos algunas relaciones dialécticas entre la ciudad como espacio público y el ejercicio de la ciudadanía.

a) Los nociudadanos oficiales y la ciudad ilegal. La ciudad como espacio público, abierto, necesita de zonas ilegales o alegales, territorios de supervivencia porque en ellos se puede obtener alguna protección y algunos excedentes de los bienes y servicios urbanos (zonas rojas, centros degradados) o porque se ocupan precariamente excedentes de vivienda o de suelo en los márgenes. El proceso hacia la ciudadanía requerirá un doble proceso de legalización del habitante (papeles, empleo) y del territorio/vivienda (sea el ocupado, sea otro alternativo). Pero un proceso puede dinamizar el otro o viceversa.

b) El espacio público como espacio político, de ejercicio de derechos cívicos, es un medio de accesión a la ciudadanía para todos aquellos que sufren alguna capitis diminutio, marginación o relegación en la anomía o la pasividad. Es la autoestima del manifestante en paro que sueña que ocupa la ciudad, que es alguien en la ciudad y no está solo.

c) La violencia urbana, la que se manifiesta en el espacio público, sea central o sea periférico es, aunque resulte paradójico, una reivindicación de ciudadanía. La violencia urbana expresa una rebelión de no ciudadano, una contradicción entre el hecho de estar y el no derecho de usar la ciudad formal y ostentosa. Se habla de violencia urbana no cuando los pobres o marginados se matan entre sí, sino cuando agreden a los ciudadanos o se enfrentan a los cuerpos del Estado. Están reclamando atención, que se reconozca su condición y/o su territorio.

d) El espacio público es indispensable, o por lo menos muy necesario, para desarrollar el proceso de socialización de los pobres y de los niños. Y de los recién llegados a la ciudad. En los espacios públicos que se expresa la diversidad, se produce el intercambio y se aprende la tolerancia. La calidad, la multiplicación y la accesibilidad de los espacios públicos definirán en buena medida el progreso de la ciudadanía.

e) Hoy el funcionamiento eficaz y democrático de la ciudad se mide por la dialéctica entre movilidades y centralidades. La ciudadanía de todos dependerá de la universalidad de ambos componentes del sistema urbano. Movilidad y centralidad tienen un componente de espacio público en tanto que factor de ciudadanía. Una ciudad que funciona exclusivamente con el automóvil privado y con centralidades especializadas y cerradas (centros administrativos, shopping centers jerarquizados socialmente, etc.) no facilita el progreso de la ciudadanía, tiende a la segmentación, al individualismo y a la exclusión.

f) El espacio público, incluyendo la infraestructura y los equipamientos, puede ser un importante mecanismo de redistribución e integración sociales. Depende de cómo se diseñen, o mejor dicho de cómo se conciban, las grandes operaciones urbanas. Una ronda viaria, un conjunto de equipamientos culturales, una promoción inmobiliaria de oficinas y viviendas, una renovación portuaria o ferroviaria, o un frente de agua, pueden dualizar la sociedad urbana o en cambio articular barrios y proporcionar mecanismos de integración y mayor calidad de vida a los sectores que sufren algún déficit de ciudadanía. Estos proyectos pueden ser creadores de centralidades donde no los había, facilitar más movilidades, favorecer la visualización y la aceptación ciudadana de barrios olvidados o mal considerados en la medida que estos objetivos y no únicamente los específicos u originarios sean tenidos en cuenta. Por ejemplo, en un centro histórico no es lo mismo hacer un gran museo, un gran estacionamiento y poner policía, que plantearse paralelamente al museo la animación cultural y comercial de la zona, programas de ocupación de los jóvenes y espacios de transición equipados con los barrios del entorno.

g) El espacio público contribuirá más a la ciudadanía cuanto más polivalente sea funcionalmente y más favorezca el intercambio. Es preciso conocer bien el uso social de los espacios públicos. Este uso dependerá de muchos factores, el diseño, la accesibilidad, la belleza, la monumentalidad, la promoción, el mantenimiento, la diversidad de usuarios posibles, etc. Queremos enfatizar la estética del espacio público. El lujo del espacio público no es despilfarro, es una cuestión de justicia social.

h) Las Administraciones públicas en un Estado democrático tienen que asumir como una de las fuentes de su legitimidad el promover una política de ciudad que produzca espacios públicos ciudadanos. No son por lo tanto admisibles grandes proyectos urbanos que no integren objetivos sociales y ambientales que amplían la ciudadanía en cantidad y calidad. El planeamiento urbano debe considerar la reversión a la ciudad de áreas ocupadas por organismos estatales o empresas de servicios que por sus condiciones materiales o localización puedan considerarse obsoletas y que pueden servir para generar espacios y equipamientos colectivos ciudadanos: puertos, estaciones y talleres ferroviarios, reservas de suelo no utilizado para obras públicas, instalaciones o depósitos energéticos, cuarteles, edificios de oficinas públicas, etc. Los nuevos productos urbanos no pueden legitimarse únicamente por criterios de competitividad, ni tampoco por razones de competencia burocrática. Lo cual no elimina la inclusión en estas operaciones de promociones inmobiliarias o comerciales que además de viabilizar económicamente la operación pueden contribuir a la regeneración del tejido económico-social y urbano del entorno.

i) La renovación del instrumental urbanístico puede ser en sí mismo un mecanismo de progreso de la ciudadanía. Los proyectos urbanos, en tanto que son a la vez respuesta a desafíos de la ciudad y oportunidades que se presentan a algunos actores públicos o privados, son ya un momento potencial de debate, conflicto y negociación. Los planes estratégicos deberán ser un ámbito importante de participación cívica. Otros instrumentos más específicos como los contratos-programa, los planes-proyecto, los proyectos preliminares, etc. favorecen la manifestación de aspiraciones e intereses diversos, incluso de sectores cuya voz se escucha normalmente poco en la ciudad.

j) El empleo es un factor clave para el ejercicio de la ciudadanía. En unos casos porque de él depende en gran parte la consecución de un status legal, protección social, acceso a la vivienda digna, etc. Siempre porque es necesario para obtener reconocimiento social y evitar la marginación progresiva. Las políticas urbanas, la construcción y el mantenimiento de espacios y equipamientos públicos son una gran oportunidad para crear empleos, tanto vinculados a los servicios urbanos, como a los llamados servicios de proximidad, es decir a las personas. Asimismo es posible establecer una relación entre el salario ciudadano (atribuido a todos los residentes de un territorio y gestionado por el gobierno local o regional) y la ciudad como fuente de ocupaciones (sociales, culturales, ecológicas, etc.) y ámbito de formación continuada.

Ciudadanía: un desafío político para la ciudad

La ciudadanía fue en el pasado un atributo que distinguía a los habitantes permanentes y reconocidos como tales de la ciudad. Suponía un status compuesto por un conjunto de derechos y deberes cívicos, socio-económicos y políticos, que se podían ejercer en el ámbito del territorio de la ciudad (que en muchos casos era bastante más extenso que el ocupado por el núcleo aglomerado).

Luego, a partir del siglo xviii y sobre todo en el xix, la ciudadanía se fue vinculando al Estado-nación. Los ciudadanos eran los que poseían la nacionalidad, atributo que concedía el Estado, y en tanto que tales eran titulares de derechos políticos exclusivos (participar en los procesos electorales, formar asociaciones y partidos, ser funcionarios públicos, etc.). Los derechos sociales y cívicos de los ciudadanos también eran más amplios que los de los no-ciudadanos (extranjeros residentes o de paso), pero el concepto de ciudadanía se ha aplicado principalmente al status político-jurídico (sobre todo en la cultura anglosajona) en el marco del Estado. Su origen ciudadano se ha casi olvidado.

Sin embargo, hoy nos enfrentamos a algunos hechos nuevos que nos permiten replantear la relación ciudad y ciudadanía.

a) La reducción de la soberanía del Estado-nación por la globalización de la economía y la creación de uniones políticas supraestatales. La Unión Europea tiende a igualar los derechos y deberes de todos los ciudadanos de los países europeos. Los europeos que se instalan (o que han nacido ya) en un país que no el que les da la nacionalidad se integran lógicamente con más facilidad en la ciudad que en la nación.

b) La población inmigrada o descendientes de inmigrados, que no poseen la nacionalidad del país en el que viven, es en muchas ciudades relativamente importante y estable, es decir en la mayoría de los casos no hay proyecto de retorno al país de origen. Esta población no tiene reconocido un status de ciudadanía, lo cual plantea a la vez un problema de política social y de gobernabilidad democrática en las ciudades. Son los llamados en Francia los sans (sin): sin papeles, sin trabajo, sin domicilio fijo, sin protección social, sin derechos políticos, obviamente.

c) En el marco europeo una solución que parece razonable y viable respecto a las problemáticas expuestas, es crear el status de ciudadano europeo, distinto al de nacionalidad. Actualmente son ciudadanos europeos los que poseen la nacionalidad de un país de la U.E. Se añadiría: también son ciudadanos europeos, con los mismos derechos y deberes los que residan en una ciudad (o provincia, o departamento) de la U.E. en tanto que residen en ella. Las autoridades locales atribuirán la residencia legal al cabo de dos años de residencia de facto y tramitarán la ciudadanía europea, previa aceptación del interesado, a los tres años de residencia legal. La ciudad productora de ciudadanía debe garantizar la universalidad de ésta, es decir la igualdad jurídica de todos sus habitantes. Lo contrario es legitimar la exclusión.

d) La ciudad es la mejor oportunidad de innovación política. Por la complejidad de las políticas públicas que en ella deben integrarse y por una dimensión que permite una relación más directa con la población. El ámbito regional-metropolitano, el de ciudad y el de barrio requieren soluciones originales, no uniformistas. Podrían experimentarse nuevos procedimientos electorales, como sustituir las listas de partidos nacionales por listas cívicas, sistemas mixtos, voto programático y obligatorio, etc. También es el lugar de innovar en las relaciones entre Administración y ciudadanos, como la ventanilla única, la declaración oral con valor de documento público, etc. Otro campo en el que es imprescindible innovar es el de la justicia y el de la seguridad: justicia local, consejos de seguridad por barrio y participativos, defensa de oficio de los ciudadanos ante las otras Administraciones del Estado, etc.

e) Hoy se habla más de participación ciudadana que de participación política. La gestión política local requiere hoy multiplicar la información, la comunicación, socializar las potencialidades de las nuevas tecnologías (que permiten el feedback). Todos los ámbitos de la gestión local requieren formas de participación, a veces genéricas, muchas veces específicas: consejos, comités ad hoc, consulta popular, etc. La participación puede ser información, debate, negociación. También puede derivar en fórmulas de cooperación, de ejecución o gestión por medio de la sociedad civil (asociaciones o colectivos, empresarios ciudadanos, organismos sindicales o profesionales, etc.).

f) Los déficits de la ciudad afectan de manera distinta y desigual a distintos sectores de la población. En unos casos el gap es prácticamente global: los sin (sin papeles, sin trabajo, sin protección social, sin integración cultural, etc.). En otros es más específico: desocupados, viejos, niños, minorías étnicas o religiosas, etc. Una política ciudadana exige desarrollar un conjunto de acciones positivas hacia cada uno de estos grupos. Un test de ciudadanía será medir la importancia y la eficacia de estas acciones. Por ejemplo desarrollar el multiculturalismo, convertir las demandas de niños y viejos en criterios orientadores de los programas de espacios públicos y equipamientos colectivos, hacer la ciudad más femenina, incorporar objetivos redistributivos y estudios de impactos sociales en todos los proyectos urbanos, etc.

g) Los proyectos y la gestión de los espacios públicos y de los equipamientos colectivos son a la vez una oportunidad de producir ciudadanía y un test del desarrollo de la misma. Su distribución más o menos desigual, su concepción articuladora o fragmentadora del tejido urbano, su accesibilidad y su potencial de centralidad, su valor simbólico, su polivalencia, la intensidad de su uso social, su capacidad de crear empleo, la importancia de los nuevos públicos de usuarios, la autoestima y el reconocimiento social, su contribución a dar sentido a la vida urbana… son siempre oportunidades que nunca se deberían desaprovechar para promover los derechos y deberes (políticos, sociales, cívicos) constitutivos de la ciudadanía.

El estatuto de ciudadano representa un triple desafío para la ciudad y el gobierno local.

Un desafío político: conquistar la capacidad legal y operativa para contribuir o universalizar el estatuto político-jurídico de toda la población. Y también adquirir las competencias y los recursos necesarios para desarrollar las políticas públicas que hagan posible el ejercicio y la protección de los derechos y deberes ciudadanos.

Un desafío social: promover las políticas públicas que se ataquen a las discriminaciones que imposibilitan o reducen el ámbito de la ciudadanía: empleo, situación de vulnerabilidad (por ejemplo: niños), marginación cultural, etc.

Un desafío específicamente urbano: hacer de la ciudad, de sus centralidades y monumentalidad, de la movilidad y accesibilidad generalizadas, de la calidad y visibilidad de sus barrios, de la fuerza de integración de sus espacios públicos, de la autoestima de sus habitantes, del reconocimiento exterior, etc. una productora de sentido a la vida cotidiana, de ciudadanía.

La producción de ciudadanía y el rol de los gobiernos locales es un desafío político no exclusivo de éstos. La política no reduce su espacio a las instituciones, los partidos y las elecciones. Hay otro espacio, el de la sociedad política (mejor que sociedad civil), que es el que crean y ocupan todos los organismos y formas de acción colectiva cuando van más allá de sus objetivos e intereses inmediatos y corporativos. Es el espacio de la participación ciudadana que plantea demandas y propuestas y aún deberes y responsabilidades para criticar y ofrecer alternativas, pero también para ejecutar y gestionar programas y proyectos sociales, culturales, de promoción económica o de solidaridad. Y de urbanismo.

Para terminar: la responsabilidad de hacer ciudadanía también pertenece a los profesionales del urbanismo. En nombre de su ética y de su tecnicidad, del conocimiento de los avances de la cultura urbanística y de la experiencia internacional, por su sensibilidad respecto a las herencias de la ciudad en la que trabajan y por su potencial creativo de reconocer tendencias e inventar futuros, los profesionales del urbanismo deben reclamar autonomía intelectual frente a los políticos y a los distintos colectivos sociales, deben elaborar y defender sus propuestas, asumir riesgos ante las autoridades y opiniones públicas y saber renunciar públicamente antes de traicionar sus convicciones.

La reinvención de la ciudad ciudadana, del espacio público constructor-ordenador de ciudad y del urbanismo como productor de sentido no es monopolio de nadie.

Los políticos elegidos democráticamente tienen la responsabilidad de la decisión de los proyectos públicos. Las organizaciones sociales tienen el derecho y el deber de exigir que se tomen en cuenta, se debatan y se negocien sus críticas, sus demandas y sus propuestas. Los profesionales tienen la obligación de elaborar análisis y propuestas formalizadas y viables, de escuchar a los otros, pero también de defender sus convicciones y sus proyectos hasta el final.

 

Bibliografía

 

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Venturi, Marco [et al.] , La festivalizzione della politica urbana, Roma 1995.

De Nuno Portas, con el que compartí la dirección de un curso en el Institut Français d´Urbanisme (París 1997):

― «El planeamiento urbano como proceso de regulación variable», Ciudades, núm. 3 (1996), Valladolid: Instituto de Urbanística, Universidad de Valladolid.

O Projeto Urbano. Cidade e imaginaçao, PROURB, Universidad de Río de Janeiro, 1996.

― «Planes Directores como instrumentos de regulaçao», En: Sociedade e territorio, núm. 22 (1995), Lisboa-Porto.
Véase también la colección Projet Urbain, revista del Ministére de l´Equipament (Francia), dirigida por Ariella Masboungi (12 números publicados entre 1994 y 1997) y la serie de libros Conferénces Paris d´Architectes, Edicions du Pavillon de l´Arsenal, París 1994-1997.

 

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