El rechazo que sufren los médicos y personal de salud en sus sitios de vivienda, en la calle y en los mercados adonde tienen que entrar como cualquier ciudadano para abastecerse de alimentos, los ha obligado a refugiarse en el anonimato, a esconder sus batas blancas que antes eran motivo de orgullo, y a ocultar su oficio en una sociedad despiadada que, paradójicamente, necesita mucho más de sus conocimientos que en cualquier momento de normalidad sanitaria. Tres de ellos accedieron a ser entrevistados bajo la condición de no revelar sus nombres ni los lugares en que viven o trabajan.
Médico “A”: “Tuve que pedir que fueran lo más tarde posible»
Soy médico y ejercía tranquilamente mi profesión en uno de los centros hospitalarios de Bogotá hasta cuando apareció el coronavirus. Cuando se declaró la emergencia, mis colegas y yo continuamos trabajando como siempre pero tomando más precauciones de las usuales. Días después, cuando ya el país estaba en plena alerta y los colombianos cumplían la cuarentena en sus casas, sentí una pequeña molestia respiratoria y, horas más tarde, mi voz enronqueció. Cuando me di cuenta que apenas salían susurros si intentaba hablar, preferí, por responsabilidad, notificarlo a mi jefe mi condición. Él decidió enviarme para la casa, de inmediato. Hacía una semana que estaba en el hospital atendiendo mis turnos cuando regresé a la casa en donde resido con mis padres. Aunque no tenía ninguno de los síntomas de la Covid-19 y estaba en buenas condiciones físicas aparte de la voz ronca, decidí llamar a mi EPS para solicitar un examen a domicilio en que se certificara mi estado de salud. Como se demoraban en llegar, contacté al servicio de medicina prepagada que, por fortuna, estoy pagando. Esta vez llegó, muy pronto, un médico con su bata blanca puesta, a preguntar por mí en la portería del edificio. Subió, me tomó la temperatura, me examinó y me diagnosticó laringitis. El examen no demoró mucho. Sin embargo, en cuanto salió de nuestro apartamento, varios vecinos ya estaban averiguando por qué había ingresado un médico y exigían saber qué me había encontrado.
Llamaron al citófono. Mi papá contestó y, abiertamente, le preguntaron qué estaba sucediendo y por qué habíamos recibido la visita médica. Él, que tiene un temperamento tranquilo, les contestó de manera genérica y sin darles explicaciones. Menos mal no contesté yo porque creo que no hubiera podido controlarme. El grupo de vecinos también requirió a la administración del edificio para que interviniera. Por ese medio contactaron a la propietaria del apartamento pues nosotros somos arrendatarios ¡Qué abuso querer saber qué pasaba en el interior de un hogar y, además, llamar a la dueña del apartamento!
Menos mal, ella, además de que es amable, comprende bien la situación por la que pasamos los que, por nuestra profesión, estamos enfrentando la emergencia sanitaria atendiendo lo mejor que podemos a nuestros pacientes, tratando de salvar sus vidas mientras exponemos las nuestras: es jefe de enfermería. Por eso, podía entender perfectamente la agresión social de que estamos siendo víctimas. Cuando nos llamó, contó que la administración del edificio le había pedido preguntarnos qué ocurría para contarles a los vecinos. Fue solidaria con nosotros.
A todas estas, yo quería asegurarme de mis condiciones de salud antes de regresar a trabajar. Así que volví a llamar a las oficinas de medicina prepagada para pedir que me practicaran la prueba del coronavirus. Ellos se contactaron con la Secretaría de Salud en donde se comunicaron conmigo para avisarme que alguien iría ese mismo día. Pero como ya había sucedido el desagradable episodio de la tarde con el primer médico, le solicité a la persona con la que hablé que quien fuera a venir lo hiciera lo más tarde que pudiera, ojalá en horas de la noche para que no lo vieran. Y, además le pedí, por favor, llegara sin ningún distintivo médico.
Así fue. Hacia las 11 de la noche, entró un médico prácticamente a escondidas y disimulando quién era, vestido con su ropa y sin elementos de salud visibles. Yo permanecí en mi cuarto para que, antes de tener contacto conmigo, él pudiera cambiarse en el baño de la entrada y se pusiera la ropa de bioseguridad. Y me practicó la prueba. Para no extenderme más, una semana después de que permanecí encerrada en mi habitación limitando, incluso, ver o hablar con mis padres, me dieron el resultado de la prueba: negativa para coronavirus. Volví a trabajar al hospital pero confieso que estoy muy triste. Mi ánimo no era el mismo. Es injusto que a mí y a los otros compañeros de los que he oído que les han sucedido incidentes similares, nos maltraten en la calle, en los mercados y hasta en el vecindario de nuestras residencias a donde vamos a descansar después de pasar por jornadas extenuantes de trabajo.
No entiendo: los médicos, por nuestra profesión, siempre estamos expuestos a contraer las enfermedades de nuestros pacientes. Eso no es nuevo. Y, ahora, cuando necesitamos el mayor apoyo de la sociedad por estar en la primera línea de combate sanitario, algunos quisieran sacarnos hasta de los barrios sin ni siquiera haber adquirido el virus, solamente por ser médicos. Como conclusión me gustaría decir que más que ser acusar, me gustaría hacer una reflexión: somos parte del personal de salud, es cierto. Pero también somos seres humanos, tenemos familias, como todo el mundo, queremos seguir trabajando para la comunidad y que, entre todos, podamos superar la crisis que estamos viviendo.
Médico “B»: “Me gritó que era un virus ambulante”
Trabajo en una de las clínicas de Bogotá que más se ha mencionado en los medios de comunicación en esta época de pandemia. No puedo identificarme ni mencionar ese sitio porque corro el riesgo de que suspendan mi contrato o que empiecen a acosarme personal o laboralmente. Soy médico general y normalmente estoy en urgencias y en el área de hospitalización pero me ha correspondido, como a todos los que trabajamos en centros de salud, entrar en contacto con pacientes de coronavirus en algunos momentos del servicio y por órdenes de mis jefes. Soy joven y me entusiasma mucho mi carrera. Sin embargo, en estas semanas me he sentido víctima de desprecio como si en lugar de estar exponiendo mi vida, cada día, por cumplir con mi obligación, estuviera cometiendo algún acto indebido del que me tuviera que avergonzar.
La discriminación que he sufrido y que han padecido otros colegas, no solo provienen de afuera sino desde dentro de la propia institución que, en su parte administrativa, la que tiene que ver con servicios generales, se ha mostrado indiferente a las humillaciones que nos han propinado. No sé si indiferente o si lo ha permitido porque esté de acuerdo con lo que se ha hecho o porque no le importa. Le voy a dar ejemplos de lo que nos sucede a quienes atendemos pacientes toda una noche o en jornadas de 12, 16 y hasta 24 horas. Después de uno de esos largos horarios, bajé a la única cafetería que hay en el edificio donde funciona la clínica para la que trabajo, a comprar un refrigerio. La persona que atendía la barra me dijo que no podía venderme nada porque llevaba bata blanca, una bata que acababa de ponerme, recién lavada y planchada como se notaba, claramente, por su aspecto.
Le pregunté por qué, si quienes trabajamos en ese lugar somos, en gran mayoría, médicos, enfermeros o personal sanitario auxiliar y su clientela somos nosotros mismos y los familiares de los pacientes. Casi nadie más va a un restaurante de hospital. Me contestó que esas eran las instrucciones que tenía. Y que si salía y me retiraba la bata, me atendería pasándome lo que le pagara para que no tuviera que volver a ingresar. Me negué porque ese tratamiento me pareció ofensivo y me fui sin comer nada. Poco más adelante pusieron en la entrada de la cafetería un letrero que aparenta ser solidario y amistoso pero que es, en realidad, una forma de discriminación.
Pocos días después, se anunció, mediante otro letrero que colgaron a la entrada del centro médico, que se habían instalado unas carpas afuera, en el parqueadero, para que los médicos y el resto del personal sanitario pagáramos la comida en el restaurante, nos la entregaran en la puerta y nos fuéramos a la carpa a comer ¡Segregación indignante! Nunca volví a comprar nada allá pues me siento víctima de maltrato. Desde ese momento, llevo mis almuerzos y comidas desde mi casa. Después, por si fuera poco, volví a sentir humillación: regresaba a mi casa y cuando caminaba hacia allá, vi una tienda abierta. Entré a comprar una gaseosa. Apenas la tendera me vio, empezó a gritarme delante de las otras tres o cuatro personas que estaban presentes. “Aquí no se le vende nada a ustedes ¡Sálgase de mi tienda, virus ambulante!”, me dijo a todo volumen. Me fui con una confusión de sentimientos en mi interior. No sabía si devolverme e responderle a la ofensiva señora o si seguir sin decir nada, hacia mi casa. Esto último fue lo que hice. Lo cierto es que sentí dolor. Y más todavía por la falta de solidaridad de los otros compradores que se encontraban en la tienda y que se quedaron callados sin protestar ni salir en mi defensa. Pienso que si, algún día, hay una emergencia médica cerca de mi casa, seguramente acudirán a mi puerta para pedir que vaya ayudarles. Mis compañeros son más resignados que yo. Aunque comparten, conmigo, mi molestia, opinan que es mejor guardar silencio y no protestar porque muchos de nosotros, contrario a lo que creen los medios de comunicación, podemos ser despedidos por cualquier motivo.
Médico “C”: “Casi nadie quiere venir aquí”
Trabajo en un lugar en el que casi ningún médico quiere residir por la distancia y por las precarias condiciones en que estamos obligados a tratar a nuestros pacientes: el hospital público de Leticia. Si alguien en Bogotá viera las salas en donde están los enfermos y las que tenemos que usar porque no hay más, se asustaría por el estado físico de las mismas y por la falta de los aparatos mínimos de apoyo. No creo que nadie sepa, con certeza, cuántos contagiados de coronavirus hay en Amazonas ni en Leticia y temo que las cifras que se están reportando oficialmente, estén muy por debajo de la realidad. Lo cierto es que aquí, los médicos somos pocos y prácticamente tenemos las manos atadas porque no hay mucho que podamos hacer. La verdad, no he sentido agresiones contra mí ni en el hospital ni en la calle pero la falta de ayuda institucional, el aislamiento en que nos encontramos y la indiferencia del Estado es más que una agresión: es el abandono a nuestra suerte y el abandono de los pacientes de esta región que parece no importarle a nadie.
Yo trabajo en una de las áreas más beneficiadas del hospital por la naturaleza del servicio. Y aunque los pacientes de coronavirus están en una sala especial pese a que, en todo caso, no es de cuidados intensivos, la necesidad y la escasez ha obligado a trasladar algunos de ellos a otras salas a pesar del peligro que esa decisión representa para todos. Bueno, y si eso sucede con los enfermos, a nosotros, los médicos, no nos va mejor: se ha asegurado que no están proporcionando elementos de bioseguridad pero eso no es cierto. Algunas veces nos dan tapabocas con la advertencia de que debemos usarlos durante ocho días. Hasta hace poco había dos gafas de protección pero ya no están: desaparecieron. Nunca hay polainas y hace mucho rato no tenemos batas de manga larga, como se requiere para un mínimo rango de seguridad. El nivel de contagio en Leticia y Amazonas es muy alto entre la población, en general. Y, también, entre el personal médico. Repito; las cifras que se están dando sobre la evolución del coronavirus en este departamento, deben estar muy por debajo de lo que es.
Los médicos y personal de salud que han contraído el coronavirus no aparecen en las estadísticas, creo yo. Esta semana, no más, fueron diagnosticados tres de nuestros profesionales con Covid-19 y una de las enfermeras que más tiempo permanecía en el hospital, y que iba y venía todos los días hacia y desde su casa, dio positiva. Ojalá en sus recorridos no haya entrado en contacto con personas bajas de defensas. No tengo ninguna esperanza de que esta situación vaya a mejorar. Por el contrario, temo mucho lo que pueda pasar en el inmediato futuro.
Médicos: cuadros depresivos y ansiosos
La psiquiatra Carolina Corcho, vicepresidenta de la Federación Médica, conceptúa sobre la situación anímica de los médicos, en época de pandemia, debido a la presión excesiva que sufren en su trabajo, y al rechazo social que padecen: “La Asociación Americana de Psiquiatría ha establecido que el personal de la salud tiene casi el doble de riesgo suicida que la población general. Estas mediciones coinciden con Colombia. En la base de estos desenlaces fatales se encuentra una importante incidencia del síndrome del “quemado” (burnout), o síndrome de desgaste laboral que consiste en estrés, depresión, sensación de agotamiento e insomnio. Incide también que más del 80% del personal de salud en el país, trabaja con contratos inestables, verbales, y a destajo. Además, es frecuente el atraso en los pagos por sus servicios debido al déficit financiero del sistema de salud por lo que deben laborar en varias instituciones al tiempo para compensar sus ingresos con jornadas extensas. Los estudios han mostrado que, incluso, el riesgo suicida del personal médico es superior al de los miembros de las Fuerzas Militares. Se estima que en el contexto de la pandemia, los cuadros depresivos y ansiosos han aumentado por el miedo a ser contagiados, a perjudicar a sus familias y por la sensación de abandono”.
“Al no estar protegidos, no protegemos a la población”
Según comunicado del Colegio Médico de Bogotá cuyo presidente es el cirujano Herman Bayona, y en el que se retoman las cifras oficiales de evolución de la curva del coronavirus, “el panorama creciente y progresivo del contagio (en el personal de salud) muestra el inminente riesgo que enfrentan los 680 mil trabajadores que (a la fecha) no cuentan con elementos de protección personal, EPP, adecuados, ordenados por el Gobierno en el marco de la emergencia por la pandemia y que deben proporcionar las Administradoras de Riesgos Laborales, ARL”. En otro aparte del comunicado, el Colegio Médico de Bogotá afirma que “teme que se produzcan más muertes entre los trabajadores de la salud y que (estos) pasen a convertirse en agentes transmisores de Covid-19, pues al no estar protegidos, no protegemos a la población en general”. A corte del 28 de abril, es decir, el martes pasado, el Instituto Nacional de Salud (INS) reportó 111 nuevos empleados del sistema, contagiados con coronavirus para un total de 417 personas relacionadas con la atención a pacientes del virus, enfermas del mal de la pandemia en un periodo muy corto: del 24 de marzo al 24 de abril, tan solo un mes. Este último incremento reportado por el INS significa una elevación del 36% de contagio médico, lo cual es muy alto.
Tomado de El Espectador