Por GONZALO GUILLÉN
Colombia, 24 julio de 2021.-
De la narración a la que me refiero aquí ya han transcurrido 42 años de los 46 que llevo presentando batallas desde este oficio revoltoso y aciago. En marzo de 1979 yo era periodista de El Tiempo y acababa de concluir una correría de más de 500 kilómetros por los estados venezolanos limítrofes con Colombia. Anduve tras los indicios de una masacre de más de 400 colombianos, cometida por sayones de la Guardia Nacional venezolana, cuerpo policial encargado en ese tiempo de las fronteras y organizado a imagen y semejanza de la Guardia Civil española de la teocracia carnicera de Francisco Franco. En ese tiempo y en ese periódico publiqué una serie de reportajes sobre los inmigrantes colombianos, la que fue abruptamente interrumpida como consecuencia de presiones hechas a la dirección del periódico por el presidente socialcristiano Luis Herrera Campins, anti-colombianista que acababa de reemplazar en ese cargo a Carlos Andrés Pérez, del partido contrario, Acción Democrática. Recuerdo exactamente las palabras del editor de la noche, Guarino Caicedo, cuando se acercó a mi escritorio, donde redactaba el último reportaje de la serie: “No escriba más, mijito”, masculló como si me estuviera contando un secreto, “don Enrique acaba de ordenar que retiremos la nota suya que iba para mañana y no se va a publicar ni una más”. La autocensura es quizá el bocado más amargo que puede tragar un periodista. No obstante, dos días después, cuando esperaba que la oficina de personal me hiciera efectiva la renuncia, se reanudaron mis publicaciones por la potestad de un imprevisto artículo de opinión en mi defensa del ex presidente liberal colombiano Alberto Lleras Camargo, cuya voz era sagrada.
Uno de los reportajes, que al año siguiente incluí en mi libro Los que nunca volvieron, lleva el mismo título que tuvo en el periódico: ¿Cuánto vale una colombiana? Recoge estampas, escenas y pormenores del comercio de mujeres colombianas en Cúcuta, incluidas niñas, en el que participaban proxenetas de medio mundo. Esas muchachas avanzaban desde todas partes de Colombia para acariciar entre las sombras la prosperidad de la Venezuela Saudita de esos días. Hoy ha cambiado el movimiento de traslación: están regresando los hijos de los colombianos que hace medio siglo, o menos, se fueron huyendo de la violencia y la miseria de su propio país. Sus descendientes, nacidos allá, se están fugando por oleadas de la tiranía y el hambre bolivarianas, se han incorporado a nuestra antigua geografía de la pobreza y en la vida cotidiana están frente a nosotros, con sus brazos de pordioseros extendidos. Son los “venezolanos”, expresión de odio equivalente a míseros y maleantes.
Este 30 de julio es el Día de la Lucha Mundial Contra la Trata de Personas. Me reuní hace pocos días con Claudia Quintero, fundadora y directora de la Corporación Anne Frank, cuya función principal es la de ayudar y defender mujeres apresadas en la prostitución y la trata de personas, entre las que cada vez abundan más venezolanas, que por lo general llevaban un mediano pasar en los buenos tiempos de la tierra donde nacieron y que al final de cuentas albergó a sus padres colombianos.
Le hablé de mi reportaje del siglo pasado y Claudia me propuso publicarlo de nuevo aquí, con motivo de ese día universal. Ella misma propuso el título para esta columna: ¿Cuánto vale una venezolana?
La crónica que publique en 1979 es esta:
¿Cuánto vale una colombiana?
Sábado 10 de marzo de 1979, El Tiempo.
CÚCUTA. – A través del aire viciado por el humo, ocho bombillas rojas iluminan la pista de baile. La salsa y las cumbias truenan a tal volumen que es imposible oír el estruendo de las botellas que de rato en rato lanzan los borrachos contra el piso. No es fácil saber quiénes son todos aquellos hombres que beben y bailan entre la oscuridad artificial del recinto. Solamente, a ojo de buen cubero, podemos calcular que hay doscientos y que dos de ellos, sentados a una misma mesa, son japoneses. De las mujeres, —contamos otro tanto— tenemos referencias: son colombianas venidas de todas las regiones del país, animadas a ganar bolívares como prostitutas. Cada una aspira a que alguna de estas noches aparezca quien les haga “el contacto” para pasar a Venezuela.
Un hombre bajito, con el pelo aceitado con brillantina, de corbatín y vestido negro, durante un receso musical camina hasta la pista de baile, toma un micrófono plateado, lo conecta y habla con una sonrisa forzada, como de vendedor de enciclopedias, para dejar en claro un drama social:
—Buenas noches, señores venezolanos. Esperamos que las chicas y la atención sean de su agrado. Ahora viene el primer show de la noche, a cargo de Clarisa Súlivan…
Emerge una música expectante, como aquella con la que se intensifica el nerviosismo del público cuando la malabarista del circo esta en la parte más peligrosa de su presentación. Las luces rojas de la pista se apagan y caen, en cambio, chorros de bombillas blancas. Cada quien se instala en su mesa.
El hombre del corbatín pide un aplauso para Clarisa Súlivan y ella sale de una portezuela cercana a la mesa de la caja registradora. Lleva en la cabeza una enorme corona hecha de plumas sintéticas de pavo real. Es muy joven y no viste más que algunas diminutas prendas forradas con pepas brillantes de fantasía.
Voluptuosa, discurre seductora hasta la pista de baile y el hombre del pelo brillante pide otro aplauso. Clarisa a ratos olvida que debe sonreír, es esbelta y de piel blanca. Al ritmo de una melodía de Paul Mauriat danza sola por el escenario. Las luces le encandilan los ojos, no puede ver al público y esa circunstancia, que la hace creerse en la intimidad, le permite despojarse de su pudor y de las ligeras prendas de fantasía.
El animador de corbatín solicita un nuevo aplauso al término de la presentación, y por entre el palmoteo y la oscuridad, Clarisa entra por la misma puerta por donde salió. Viene hora y media de música bailable para que otra mujer ofrezca el mismo espectáculo que aquella. El jolgorio continúa hasta el amanecer. Clarisa aceptó el diálogo después de la presentación. Nos comenta que nació en Cali, que tiene 19 años de edad, que no puede decir su nombre de pila y que tampoco se le pueden hacer fotografías.
Hace dos años, ingresó al mundo de la prostitución, cuando la llamó »para trabajar” una señora en Bogotá que tiene “varios negocios”. Aún pertenece a lo que, según deja ver, es una mafia de trata de blancas que opera en todo el país.
“La señora nos rota —dice—. Nos lleva a Cali, a Medellín, a Bogotá. Las que llegamos a Cúcuta por cuenta de ella es porque ahí sí vamos al exterior. Casi todas salimos para Venezuela y algunas hacen la gira completa por Panamá, Haití y también nos hacen contactos para el Japón. Mire, esos dos japoneses de la mesa de allá están escogiendo…”.
Clarisa nos explica que es una privilegiada si se tiene en cuenta que es lo necesariamente bella como para que se le permita ofrecerse en el striptease. Dice que el resto de mujeres que se encuentran en el lugar la envidian porque ellas tienen menos posibilidades.
La ilusión de Clarisa es ir a Venezuela para hacer lo mismo que hace aquí. En Cali dejó a su pequeña hija de nadie al cuidado de la abuela y cree que al cabo de dos años será dueña de »unos 60 mil bolívares por ahí» (540 mil pesos) con los que, dice, le solucionará todo problema a su madre y a su niña.
Comenta que la vida nocturna le ha mermado la salud, que ha adelgazado varios kilos pero que en todo caso está dispuesta a agotar su juventud en esta sórdida vida. Dice que por su niña debe «hacer un esfuerzo». El grasoso animador llama a Clarisa »a atender» y ella se retira.
Paola ha permanecido sentada cerca de la puerta de los baños y está cabeceando de sueño cuando le pedimos que nos converse. Llegó de Ibagué hace dos meses y se encuentra irritada porque no ha podido hacer ningún contacto para ir a Venezuela. Los trasnochos y el licor le han endurecido la voz. No nos da su nombre real ni le informamos que somos periodistas. Se sorprende del exceso de preguntas que le hacemos y masculla somnolienta que vivió dos años en Bogotá y que recorrió todo el barrio de Chapinero sin mucha suerte. Manifiesta su preferencia por los venezolanos y dice: «ellos ‘se tiran’ cien bolívares así no mas como cualquier colombiano se tira cien pesos, ¿ve?”.
Paola no quiere conversar más. A través de la oscuridad vemos una jovencita. Calculamos para nosotros que no pasa de 13 años. Es graciosa y ya muestra la fiereza de las mayores. Es duro comprobar que sea tan niña. Se necesitó más de media hora de diálogo para que nos dijera que venía de Cali y que hacía parte de un grupo de 12 menores de edad “que vamos a ver cómo nos llevan a Venezuela”. “Todavía no hemos hecho el contacto”, agregó.
Le preguntamos por las otras y una vez más le pedimos que nos diera su edad. Reconoció, ”aquí, entre nos”, que tenía trece años y explicó que las otras estaban en ”otro negocio”. La convencimos de que estábamos en capacidad de ayudarlas a pasar a Venezuela y poco más tarde nos propuso ir hasta el lugar donde se encontraban las otras niñas.
Se trata de una casa vieja con muchas tapias tumbadas para formar un gran salón. Nos sentamos mientras la niña iba en busca de “el que nos trajo”. Una joven narigona realizaba un striptease.
Se nos acercó un hombre moreno de unos 22 años. Se presentó como Galleguín. Confirmó que había un grupo de 12 niñas de familia, traídas de Cali, para pasar a Venezuela. Fue claro: “Podemos dar hasta 400 bolívares por cada una. Si quiere las llevamos de dos en dos”. El moreno se incorporó y se sentó a la mesa donde un sujeto grande apuraba sorbos pequeños de algún licor. Hablaron algo y el moreno regresó. “¿Quiere ver a las chicas?”. Le respondimos que sí y las fue trayendo en la medida en que lo permitían los venezolanos con quienes bailaban. Vimos que el azote de la prostitución todavía no les había borrado la naturalidad infantil. Saludaron con timidez y como si fueran un lote de bestias, el moreno Galleguín les ordenó retirarse y apuntó con malicia: «Vea que son hijas de familia…”.
Preguntamos dónde se podrían ultimar los detalles para la supuesta sacada de las niñas del país y propusimos la posibilidad de hacer una fotografía de todas para tal efecto. (El ánimo, naturalmente, era el de publicarla). Galleguín, que se mostró ducho en el negocio, dijo que solamente entregaría fotografías de las adolescentes en el momento mismo en que se les expidiera el permiso consular. No obstante, de su puño y letra anotó en la libreta que llevábamos la dirección en donde estaban alojadas.
Al día siguiente entregamos toda la información al comandante de la Policía en Cúcuta, coronel Muñoz Sanabria, quien de inmediato montó una operación policial, que es posible ya haya culminado.
Tristes cifras
Cúcuta tiene alrededor de 300 mil habitantes. Los más optimistas hablan de 400 mil. Su prosperidad y su turbulencia derivan de la condición de ciudad fronteriza con Venezuela.
Cúcuta es el sitio donde muchos venezolanos acostumbran a pasar los fines de semana. Por ello, hay a toda hora alrededor de 12 mil prostitutas entre residentes y en tránsito, diseminadas entre unos 3.000 prostíbulos. Unas son casas de citas clandestinas, otras conocidas como “abiertas”. El resto son moteles y bailaderos.
La alarmante prostitución aquí, solamente tiene control fijo en lo que se refiere al aspecto sanitario y en las casas de citas «abiertas» o con licencia de funcionamiento.
Desde el punto de vista policial, puede más el incremento de la actividad desarrollada en forma clandestina por culpa de la fortaleza del bolívar, que la capacidad y medios de control con que cuentan las autoridades, las cuales, por mucho que actúen, son inferiores al aumento de la prostituci6n.
Si en Popayán una mujer de la vida, descubre que un venezolano cualquiera tiene cómo gastar mil bolívares en una noche (nueve mil pesos), no tardará en llegar aquí, en donde degustará el sabor de la moneda extraña y luego nadie podrá sacarle de la cabeza la idea de entrar clandestinamente a Venezuela, como lo quieren Clarisa Sullivan y la soñolienta Paola.
El contacto
Nuestras compatriotas vienen de cualquier parte del país, generalmente “datiadas”, es decir, con referencias muy precisas acerca del prostíbulo al que deben llegar. Comúnmente, según lo pudimos establecer, cada burdel cuenta con los servicios de uno o varios »calanchines» que se las ingenian para conseguir visas y permisos para las colombianas que quieran ir a Venezuela.
Esto del “contacto” funciona para las que todavía tienen mucho que vender de su juventud. Ellas acuerdan con algún tratante de blancas venezolano que venga “a buscar” a qué sitio del vecino país pueden llegar. El ”calanchín” se encarga del resto.
Las colombianas “pasadas de punto” simplemente se aventuran ”por el camino verde’” y llegan a Venezuela en compañía de los labriegos que buscan malvender los brazos en las haciendas. Ellas siguen a las ciudades y se ofrecen por su cuenta.
Las que viajan a través del “contacto”, llegan generalmente a San Cristóbal y allí hacen la conexión para Caracas, donde está la meta de todas, pero a donde solamente llegan “las mejores”. El resto, según las condiciones físicas, van a parar a Mérida o a Maracaibo, donde se dice hay haciendas prostíbulos llenas de colombianas, contratadas casi todas en Cúcuta.
Las mismas colombianas nos comentaron que muchos de los venezolanos que les hacen el “contacto” son miembros de la Guardia Nacional que entran vestidos de civil a Colombia. A ellos, nos dijeron, nada les impide dejar que una de nuestras compatriotas entre a su país, pues son los que cuidan las fronteras.
Recientemente, un coronel de la Guardia Nacional, que comandaba un destacamento en Valencia, fue acusado de hacer trata de blancas. Venía a Cúcuta y llevaba grupos de mujeres que vendía a los prostíbulos. No obstante, el militar no pudo volver a Colombia a raíz de una denuncia que instauró aquí en su contra un colombiano que llevaba residenciado mas de 20 años en la ciudad de San Cristóbal. El militar, según se nos informó, despojó al colombiano de unos aparatos de lavandería que poseía, lo detuvo, le destrozó los documentos que le permitían permanecer en el país y lo hizo deportar por indocumentado.
Las inhumanidades contra las prostitutas colombianas también existen y con ellas se hace lo mismo que con los labriegos se les saca el jugo un tiempo y luego son deportadas del país. Las mujeres con las que hablamos nos dijeron que existen diversos prostíbulos en Mérida, que emplean este procedimiento.
No se sabe cuántas hijas de Colombia, de sus desequilibrios sociales, adolescentes o “pasadas de punto”, son simplemente mujeres que se criaron en pesos y las compraron en bolívares.
Tomado de La Nueva Prensa