Yakarta, 13 de septiembre de 2021.- Atrapados en un campo de refugiados indonesio desde 2013, decenas de pakistaníes y afganos de la etnia hazara perseguidos por los talibanes y grupos como Al Qaeda y el Estado Islámico ven pasar los años en condiciones pésimas, acechados por la depresión y con cada vez menos esperanzas de ser acogidos por un tercer país.
La victoria de los talibanes en Afganistán ha exacerbado la desazón y el miedo a una mayor represión bajo el nuevo régimen entre los refugiados de esta etnia chií, que representa el 10 % de la población afgana y que también sufre persecuciones en Pakistán.
En el campo de refugiados donde conviven unos 170 hazara al oeste de Yakarta, Hadiya, una niña afgana de 10 años explica a Efe que no puede ir a la escuela por su estatus de refugiada, pero las clases que recibe por internet alimentan su sueño de convertirse un día en periodista.
Indonesia, que acoge a unos 8.000 afganos, no ha firmado ni la Convención ni el protocolo de Naciones Unidas sobre refugiados, y su Gobierno no permite a los buscadores de asilo trabajar o tener acceso a la educación o a los hospitales públicos, lo que les condena a vivir en un país en el que no pueden integrarse, a la espera de ser reubicados.
La escuela a distancia ya es un avance para Hadiya, que asegura en un perfecto indonesio que en su Kabul natal los niños no pueden ir al colegio porque «hay gente mala que mata a gente, mata y secuestra a niños pequeños».
Las historias que cuenta de los talibanes y de Afganistán son seguramente ecos de lo que escucha a su familia que ha vivido con ella en Indonesia en los últimos cinco años, primero en un centro de detención de inmigrantes y desde hace dos en el campo de refugiados del oeste de Yakarta.
«Los refugiados afganos están muy preocupados por la situación y la de sus familias en Afganistán, lo que unido a la incertidumbre sobre soluciones a largo plazo puede tener un impacto negativo en su bienestar», indicó a Efe este lunes el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
ILUSIONES PERDIDAS
La ilusión que todavía brilla en los ojos de Hadiya y los de la media docena de niños que corren a su alrededor contrasta con la mirada apagada de los adultos de la misma etnia que juegan al parchís y conversan junto a uno de los edificios del centro.
Rajab Ali, de 26 años, todavía esperaba mucho de la vida cuando en 2013 huyó de su ciudad de la provincia pakistaní de Balochistán, en las frías montañas, y soñaba con estudiar la carrera de Medicina.
Siete años después, con un aspecto avejentado por las verrugas de sus piernas, la pérdida de varios dientes y la cabellera despoblada, aquellos sueños quedan lejos, no tiene derecho a trabajar y vive en Yakarta, a miles de kilómetros de un hogar al que no sabe si podrá volver.
«Esto no es vida. Esto es el infierno. No tenemos futuro», dice, tras explicar cómo su padre vendió su coche y las tierras de la familia para pagar los 15.000 dólares que costaba salir de forma clandestina de Pakistán, donde la persecución de la etnia hazara se había recrudecido.
HUIDA
Escondido en un coche para entrar en el aeropuerto, los traficantes de personas le llevaron a Dubái, de donde fue a la India y Singapur antes de recalar en Indonesia, donde lleva ochos años atrapado en un limbo, sin perspectivas de que su situación cambie.
Las condiciones de vida en el antiguo edificio militar convertido en campo de refugiados contribuyen a apagar los ánimos de los residentes: las habitaciones están separadas por lonas de plástico azules y el segundo piso está repleto de tiendas de campaña individuales que los refugiados de Pakistán y Afganistán han convertido en sus casas.
«ACNUR, siete años y medio son demasiados. No nos digan que no merecemos ser reubicados», reza una pancarta escrita a mano en inglés e indonesio en una fachada del edificio.
Preguntado por la situación de estas personas, ACNUR argumentó a Efe que hay 82 millones de refugiados en el mundo de los cuales menos del uno por ciento consiguen ser realojados y destacó que trabaja con las autoridades indonesias para mejorar las condiciones de vida de los refugiados.
RIESGO DE SUICIDIO
Ali duerme con otras siete personas en una habitación donde todos comparten el sentimiento de abandono y el ánimo frágil por las dificultades, así como la preocupación por los familiares que dejaron atrás en sus países.
El joven que un día soñó con ser médico se agarra a sus rutinas para mantener el ánimo y espantar la depresión y los pensamientos suicidas que les acechan.
Conscientes de que todos son posibles víctimas de sí mismos, como ha ocurrido con decenas de refugiados en los últimos años, han ideado un sistema en el que siempre que salen es con un compañero, incluso para ir a la pequeña tienda de la esquina.
«Vamos por parejas. Así que si intento hacer alguna estupidez, él está ahí para pararme. Si él intenta hacerlo, yo estoy ahí para pararle. Si ha perdido la esperanza, se la daré, aunque yo mismo no la tenga», dice.
Sin la posibIlidad de trabajar por su estatus, Ali depende de donaciones para sobrevivir y siente que los sacrificios que sus padres hicieron para que estudiara no han servido de nada.
La mayoría espera ir a un tercer país, como Canadá y Australia, pero a Ali no le importaría quedarse en Indonesia.
«Entiendo a la gente, entiendo la cultura y el idioma. Es más fácil para mí», afirma.
Steven Handoko