El doloroso llanto del Nevado

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A Yamid Alonso Silva Torres le parecía que trozar un árbol del páramo era como si a él mismo le rasguñaran un brazo. Tanto era así que su parcela en el cerro Mahoma, un pico desde donde se divisa el colosal nevado del Cocuy, está cercada con varitas de metal. Nunca dejó que nadie en su familia tumbara un palo ni para delimitar la tierra.

Lo obsesionaba la montaña en la que había crecido. Siempre hablaba de sus tres pequeños hijos con la misma propiedad con la que se refería a su glaciar, a sus frailejones, a sus nacimientos de agua. El paisaje era una extensión de su familia.

Cuando era adolescente y estaba de novio a escondidas con Dora Elizabeth Varón, duraba hasta quince días perdido en los alrededores del páramo del Cocuy. Se iba a explorar y, cuando ya en la familia no podían más de la preocupación porque a lo mejor la montaña se lo había tragado, volvía a hablar de la nieve que había encontrado esa vez, de los eucaliptos, del monte arteño, de los topos, de las chilcamatas y los frailejones amarillos que le habían salido al paso.

El último aire que Yamid respiró y el último paisaje que sus ojos vieron antes de morir asesinado fueron los de esos cerros que cuidaba como funcionario de Parques Nacionales Naturales de Colombia. Como él, 12 guardaparques han perdido la vida por cuidar los tesoros naturales de los colombianos. Y centenares más han vivido las más duras amenazas y presiones sin más protección que una camiseta azul con un oso de anteojos bordado en la manga.

Yamid Alonso Silva Torres, asesinado el 6 de febrero de 2020

A las 11:20 de la mañana del 6 de febrero pasado apareció una moto avanzando hacia la capilla de la vereda La Cueva, municipio de Güicán, en Boyacá. Lagunillas llaman a ese lugar en que Yamid, solitario, dormía cinco días a la semana en un puesto de control a unos 3.500 metros sobre el nivel del mar. El mismo nombre del río que por allí baja. Mucho más adelante por la trocha hay cuatro lagunas de aguas cristalinas que parecen dibujadas con azul cobalto: La Pintada, La Cuadrada, La Atravesada y La Parada.

Yamid alcanzó a avanzar unos pasos sobre la carretera cerca de un puente al que llaman El Infiernito. En la moto iba un hombre y una mujer. Eran sus verdugos y Yamid no lo sabía. Él seguramente les salió al paso para preguntarles si estaban perdidos, si necesitaban que los guiara. La tragedia estaba a punto de aparecer por primera vez en Lagunillas.

El Parque Nacional Natural el Cocuy, donde está el nevado, aparece en el mapa como una formación montañosa al norte de la cordillera oriental. “Visto desde el aire, esa sierra nevada parece un rosario de perlas blancas que brilla bajo el sol ardiente de los Andes”, dicen los folletos del parque. Se trata de un ecosistema de una maravilla sin igual en el país: allí está el glaciar más grande de Colombia y uno de los que tiene más chance de sobrevivir unos años más a la crisis del calentamiento global. Así le explicó a SEMANA hace un tiempo Jorge Luis Ceballos, el único glaciólogo del país y uno de los guardianes de este santuario.

El parque protege a los 18 picos esparcidos en dos subcordilleras a lo largo de 30 kilómetros cuadrados. Entrelaza un sistema hídrico impresionante compuesto por 150 lagunas y 80 quebradas y ríos que lo atraviesan de lado a lado. Estos tesoros del medio ambiente, también han servido de espacios estratégicos para la expansión del Ejército de Liberación Nacional, Eln. Un enclave para la guerra que se ha venido metiendo por entre la montaña desde hace décadas.

En los últimos tiempos este grupo ha intentado con más fuerza dejarles claro a las comunidades campesinas e indígenas que ellos mandan en los territorios. Y es que el páramo del Cocuy es al mismo tiempo una especie de muro que divide a Boyacá de Arauca. En este último departamento, fronterizo con Venezuela, la guerrilla tiene tiene bases más sólidas e intereses en oleoductos y cultivos de coca. Una fuente de inteligencia de la Policía le dijo a SEMANA que el frente Adonay Ardila del Eln, con influencia en toda la región, tiene unos 150 hombres. Unos veinte, que se hacen llamar comisión Páramo, deambulan por el parque.

En las calles de los municipios de El Cocuy y Güicán, en Boyacá -dos pequeños pueblos desde donde turistas parten para las expediciones al nevado- algunos campesinos dicen que el Eln intentó por las buenas y por las malas hacerles entender que querían entrar en esas cumbres. Y como no tuvieron acogida, comenzaron a matar.

Dos días antes de que Yamid Alonso se encontró de frente con los motorizados, en la misma zona habían asesinado a Libardo Arciniegas Zaldúa, tesorero de la Junta de Acción Comunal de la vereda Pachacual, en El Cocuy. Usaron la misma modalidad: una mujer y un hombre –luego se sabría que eran los mismos que mataron a Yamid Alonso- arribaron en una moto y dispararon. Tras el crimen, la esposa de Liberado abandonó el caserío. Esta semana la vieron llegar al pueblo con el trasteo y su duelo a cuestas.

“No tenían por qué matar a mi chinito”

Dora tenía 13 años cuando Yamid Alonso le pidió que se cuadraran. En las familias de ambos no estaban de acuerdo con los amoríos a tan temprana edad. Se dieron el primer beso a escondidas, detrás de un árbol, en una finca llamada Los Palchos, en la vereda Carrizal. Frente a ellos tenían los riscos del inmenso cañón que separa al cerro Mahoma del páramo del Cocuy.

Yamid Alonso, que horas antes estaba arando la tierra, había dejado los bueyes plantados solo para cumplirle la cita a Dora, quien ahora, diecisiete años después, llora desconsolada en el patio de su casa por su esposo, asesinado a los 38 años. La historia es increíble porque Yamid Alonso y Dora fueron novios en la infancia. Luego él se fue a prestar servicio en el Ejército, se casó con otra mujer con la que duró doce años y tuvo tres hijos: Laura Nicole, Diego Andrey y Lizeth.

Durante todo ese tiempo Dora nunca dejó de querer a Alonso, incluso como un amigo. Era un amor imposible e inocente al mismo tiempo. En 2017 Yamid se separó de su primer matrimonio y fue a buscar a la enamorada de su adolescencia. De ahí surgió una relación que suponían para toda la vida. Dora había esperado largos años para que se concretara el amor de su vida como para que ahora la violencia les jugara una carta tan cruel y abominable.

Por esa razón Dora no estaba dispuesta a creer lo que vinieron a contarle a las 11:40 de la mañana del 6 de febrero: habían matado al guardaparques que estaba en Lagunillas, ese mismo día que Yamid Alonso había prometido regresar al pueblo para comprar unas cargas de abono para desyerbar una papa que tenía arriba en la finca.

Aun cuando ya era oficial la noticia del crimen y aun cuando las esperanzas de que se tratara de una confusión se habían desvanecido, Dora le seguía timbrando al celular a Yamid Alonso. Como si estuviera esperando que su esposo le contestara y le dijera que todo era mentira.

Según la Fiscalía, quienes mataron a este guardaparques pertenecen al Eln. La Policía de Boyacá capturó a Clarisa Barón Rodríguez, alias Nikol y a Jeifer Daniel Saldaña, alias Claudio, ocho días después del asesinato. Les imputaron cargos por homicidio agravado y rebelión.

Tras estos hechos, el Parque Nacional Natural El Cocuy fue cerrado temporalmente. La entidad ordenó restringir el acceso y prohibió el ingreso de visitantes y de prestadores de servicios ecoturísticos.

Pero no solo este lugar de Colombia con estas características ha sido banco de los grupos armados. Los parques nacionales, quizás uno de los mayores orgullos de los colombianos, hoy viven una guerra sin cuartel: “Estos sitios sagrados fueron víctimas silenciosas del conflicto y hoy lo son también del posconflicto”, dice Eugenia Ponce de León, reconocida ambientalista que escribió un libro sobre cómo la guerra ha golpeado a estos ecosistemas y a quienes los cuidan. “Detrás de la protección de los bosques, de los humedales, de las playas, de los nevados, hay gente. Gente que expone su vida y eso a la gente se le olvida”, agrega.

En estas áreas protegidas confluyen los problemas de orden público del país: hay 8 mil hectáreas de coca sembradas y 500.000 hectáreas arrasadas y convertidas en potreros para la ganadería ilegal.

Los guardaparques, operarios y contratistas viven una situación alarmante. Tanto, que un grupo de ellos se está organizando para presentar su caso ante la Jurisdicción Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad. Los funcionarios representan la única presencia que el Estado ha tenido por décadas en los territorios más recónditos. Esperan que estos nuevos organismos puedan narrar las penurias que han vivido por cumplir su labor y, a través de eso, hacer justicia por sus muertos.

En Parques Nacionales, cada asesinato sacude hasta lo más profundo. “La muerte de Yamid tiene un efecto devastador en nosotros, porque trabajamos en medio de las peores amenazas. Cuando estas se materializan, la sensación de vulnerabilidad se multiplica. Tenemos miedo, y mucho”, cuenta un funcionario de otro parque. En este organismo hay una vocación verdadera por cuidar la naturaleza y muchos resisten el fuego cruzado hasta que llega la muerte a respirarles en la nuca.

Lo que pasó con Yamid produjo en los guardaparques el más aterrador déja vu. El año pasado, por esta misma época, esta violencia se llevó a Wilton Fauder Orrego León, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Su papá, Amilcar Orrego, recuerda haber escuchado los disparos a lo lejos el 14 de enero de 2019. “¡Es Wilton!”, le gritaron los vecinos a este campesino que llegó a vivir a la Sierra para huir de las balas de La Guajira en los años noventa. Orrego recogió a su hijo con tres disparos en la cabeza y otros en el cuerpo y lo llevó hasta Santa Marta mientras se desangraba poco a poco, en un viaje que hoy narra entre lágrimas. A la fecha, por este crimen no hay justicia. “Pregunto qué ha pasado con su caso y me dicen que deje de molestar. Hay quienes me advierten que puedo perder la vida por seguir en esa búsqueda, pero cuando uno pierde un hijo, pocas ganas quedan de vivir”, dice. Después de este asesinato, en ese parque todo cambió. El director, Tito Rodríguez, quien llevaba décadas de proteger este lugar sagrado tuvo que salir huyendo a otro país.

Un gran número de parques permanecen hoy vedados incluso para quienes los cuidan. La Procuraduría ha registrado 31 amenazas a funcionarios en regiones tan distantes del país como El Tayrona (Sierra Nevada de Santa Marta), Galeras (Nariño), los Farallones (Cali), Picachos (Caquetá y Meta), Utría (Chocó), Puracé (Cauca y Huila), Bahía Portete (Guajira) y Las Orquídeas (Antioquia).

Tres días antes del asesinato de Yamid Alonso, otro guardaparques recibía amenazas en el Parque Nacional de Tinigua, en el departamento de Meta. Un lugareño abordó al funcionario y le dijo que, a través de un audio por Whatsapp, la guerrilla había dicho que si encontraban con algún trabajador de esta entidad lo mataban.

El procurador, Fernando Carrillo, ha lanzado una alerta por esta situación. “Los parques están siendo utilizados por las mafias y sus funcionarios terminan en peligro por descubrir las rutas y sus desplazamientos”. El funcionario advierte que se necesita una mayor presencia de la fuerza pública y de Policía, pues lugares que despejaron las Farc después de la firma de la paz hoy están desprotegidos por el Estado. “La recuperación del control físico territorial ha sido imposible y por lo tanto existen en el país parques vedados”, sostiene.

Que los funcionarios de Parque Nacionales no puedan ejercer su labor es una tragedia humana, pero también una catástrofe ambiental. Cada uno de esos lugares que ellos ahora no pueden pisar esconde una enorme riqueza en riesgo. El Chiribiquete, por ejemplo, es un santuario del Amazonas y uno de los pocos bosques vírgenes que le quedan al planeta. En el Parque Nukak, del que también han tenido que salir sus funcionarios, están las últimas comunidades nómadas de Colombia, que hoy tienen que vivir en cambuches al lado de San José del Guaviare. En la Macarena, donde les han llegado panfletos, está el refugio de Caño Cristales, el llamado Río de los Siete Colores. Y la Sierra Nevada y el Tayrona albergan al único nevado del mundo cercano al mar, del cual depende la estabilidad del agua de toda la región Caribe.

Lo que sucede en el Cocuy no es de poca monta. Los glaciares de Colombia se están extinguiendo. El área de nevados del país pasó de 348 kilómetros cuadrados en 1850 a 36,6 en 2018. Según explicó Ceballos hace un tiempo a SEMANA, hacia la segunda mitad de este siglo la gran mayoría de estos reyes de la nieve podrían haber desaparecido. Yamid Alonso perdió la vida por proteger este gigante en problemas. Los indígenas u’wa consideran sagrado al Cocuy y lo llaman Zizuma. Esta comunidad étnica ha contribuido activamente en la tarea de preservación, como varios pueblos aborígenes en otros glaciares que los consideran lugares que nadie puede profanar.

El ELN quiere usar un nevado como El Cocuy como enclave para sus operaciones ilegales, y eso tiene repercusiones enormes. El terror que quieren sembrar con los asesinatos selectivos no solo hace inviable la vida de los pobladores. También retrasa los procesos de conservación del ecosistema que de por sí están en riesgo.

Fabio Tegría Uncaría, de la comunidad indígena U’wa, recuerda que hay lugares del Zizuma por donde ni siquiera se debería caminar. “Estos son sagrados para los humanos que no se pueden intervenir, no se pueden profanar. De ahí nace el agua, los ríos que son fuente de vida y la espiritualidad de nuestros pueblos”.

Don Jorge Tulio Silva, padre de Yamid Alonso, tiene 70 años. Camina encorvado y lleva siempre puesto un sombrero tejido y una ruana marrón para soportar los fríos del páramo. Ahora está de pie frente a la tumba de ese hijo sobre el que tenía puestas sus esperanzas para sus últimos años de vida. Yamid Alonso, en sus tiempos libres, veía por la finca, el ordeño y las papas, que cada vez se venden por menos pesos. Apenas dan 20.000 por el bulto.

—Mi chinito daba todo por el páramo. Le gustaba dejar todo quietico, el monte ahí conservado— dice mientras se le escurren las lágrimas.

Yamid Alonso vivía en la misma casa con don Tulio y Dora. En el cuarto de este guardaparques quedaron muy pocas pertenencias: un sombrero, una gorra que no se quitaba nunca, la ruana, una guitarra por cuyo revés está escrita la frase: “Dora y Yamid se aman”. En una repisa quedó puesto, como si fuera el mayor trofeo familiar, un portarretratos. Allí aparece Yamid Alonso, con una sonrisa amplia, acurrucado al lado de una laguna convertida en hielo, allá en lo más alto del páramo del Cocuy, la montaña que cuidaba como su hijo de las entrañas.

Tomado de Revista Semana

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