Por: Daniel Coronell
Pongamos que me llamo Ricardo. No quiero que mi nombre se sepa. No quiero avergonzar a los míos con mi desgracia. Aunque, quizás, con lo que le voy a contar, algunos que me conocen bien van a identificarme. Estoy seguro de que mi caso se parece al de muchas familias que hoy sufren en silencio. No podemos izar un trapo rojo en la ventana. No somos elegibles para ninguna ayuda pública, y tampoco privada. Sin embargo, lo que está pasando se está llevando todo lo que habíamos logrado conseguir en la vida.
El mes entrante cumplo 57 años. Soy ingeniero civil, estudié en una de las mejores universidades de Colombia y saqué mi maestría en Estados Unidos. Vivo con mi esposa y mi hijo, de 15 años, en un apartamento de estrato seis en Bogotá. Nos faltan tres años y tres meses, 39 cuotas, para acabar de pagar la hipoteca. Nuestro hijo estudia en un colegio bilingüe y la pensión cuesta más de 2 millones de pesos mensuales. Mi hijo mayor, de mi primer matrimonio, está estudiando en Estados Unidos y depende totalmente de mí para terminar su carrera. Tenemos dos carros, uno ya está pagado y al otro le queda un año de deuda. Mi esposa, que es odontóloga, lleva dos meses sin poder trabajar, pero sí tiene que pagar su parte del arriendo y gastos del consultorio.
El martes de la semana pasada me sonó el celular, era mi jefe. Pensé que me llamaba para hablar de uno de los proyectos a mi cargo que está parado como todo:
–Hombre, no quisiera darle esta noticia. Usted es un gran profesional y trabaja hace más de 22 años con la compañía –sentí el terror en mi estómago mientras lo oía– usted sabe que el sector en general, y la empresa en particular, vienen afrontando enormes retos y con esto del coronavirus estamos obligados a tomar decisiones muy difíciles.
–Sí, lo entiendo –musité mientras el mundo se me venía encima.
–Por eso tenemos que eliminar varias posiciones. Entre esas, dolorosamente, está la suya. Como le digo no se trata de usted, ni de su desempeño que ha sido impecable, sino de una situación imprevisible.
Conozco el discurso porque en el pasado yo mismo he tenido que comunicar recortes a personas buenas y competentes en su trabajo. Fui jefe por muchos años y sé lo duro que es despedir gente. Incluso tuve mi propia empresa, asociado con unos colegas estupendos. Nos fue muy bien por varios años. Hicimos proyectos muy importantes, pero en la crisis de la construcción de los noventa nos tocó cerrar. Con dolor tuve que darle las gracias y entregar la liquidación a cada empleado. Le puse la cara a todos los acreedores y conseguimos plazos para pagarles.
Mi primer matrimonio no soportó esa crisis. Como decía mi mamá: “Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana”.
Tuve que volver a transportarme en bus, como cuando era estudiante, y durante varios años estuve pagando deudas de la compañía, pero no le quedé debiendo un centavo a nadie.
Tenía la fuerza de mis 33 años y conocía bien mi oficio. Sé dirigir un proyecto en el terreno, al lado de los maestros de obra y los oficiales de construcción, pero también soy capaz de manejar una junta en inglés con un cliente internacional.
Estoy en la plenitud de mi capacidad intelectual y profesional, todo lo que me han encomendado he podido sacarlo adelante para beneficio de la compañía, pero súbitamente me siento perdedor en una batalla que ni siquiera pude dar.
Con la liquidación y los ahorros podemos sostenernos ocho, quizás nueve meses, si nada más pasa. No veo cómo va a mejorar la economía en ese tiempo. Mi familia y yo somos miembros de esa clase media profesional que tiene un pasar decoroso, pero que vive la vida quincena por quincena.
Ya venía pasando trabajos para mandarle plata a mi hijo estudiante en Estados Unidos, con el dólar a más de cuatro mil pesos. Ahora no sé qué voy a hacer. El colegio de mi hijo menor tampoco va a rebajar las pensiones, aunque los negocios y los salarios de muchos padres estén afectados por la crisis. Nunca me he atrasado en una cuota de la hipoteca y me angustia mucho alargar el tiempo de pago en estas circunstancias, como lo están ofreciendo los bancos.
A veces pienso que lo mejor sería morirme. Así mi familia por lo menos podría cobrar el seguro de vida.
En estos días terribles he recordado mucho a mi papá que decía que lo único que se le podía dejar a los hijos era el estudio. Él y mi mamá trabajaron de sol a sol para educarnos a mi hermana y a mí. Los dos tuvimos la oportunidad de especializarnos en el exterior gracias a ellos. Mi papá era médico general, nunca se pudo especializar porque quedó huérfano muy joven y tuvo que empezar a trabajar para terminar de educar a sus tres hermanos.
Abrió su consultorio en un barrio popular de Bogotá. Mi mamá hacía las veces de enfermera y secretaria: ponía inyecciones, actualizaba historias clínicas y llevaba un cuaderno con el registro de citas. Nunca dejaron de atender a nadie que lo necesitara, aunque no tuviera para pagar la consulta. Mi papá cosía heridas, visitaba enfermos a domicilio, trataba dolencias crónicas, enviaba pacientes a los especialistas o los remitía al hospital cuando era necesario. Era acertado en sus diagnósticos, consagrado a sus pacientes y amable con la gente que sufría.
Su gran orgullo fuimos sus hijos profesionales. Hace seis años murió apaciblemente. Fue terrible para nosotros porque no estaba enfermo, ni nos esperábamos que eso pasara. Se quedó dormido para siempre en la silla donde le gustaba leer. En la pared de atrás, estaban colgados su diploma de la Universidad Nacional de Colombia y las copias en color enmarcadas del diploma de mi hermana de Francia y el mío de Estados Unidos.
Siempre nos decía “el estudio los sacará adelante”. Ahora no sé si toda la vida estuvo equivocado.
Tomado de Los Danieles