El Paramilitarismo:una criminal política de Estado que devora el país

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Imagen tomada de informedeladocencia.blogspot.com

Artículo tomado desde Los Márgenes/ agosto de 2004 /por Javier Giraldo M. , S.J.

1. Significado etimológico

Crisóstomo Eseverri Hualde, el autor de un erudito Diccionario Etimológico de Helenismos Españoles, publicado en España en 1944, precisa el significado de la partícula griega « para «, utilizada como prefijo en numerosos vocablos castellanos. Según él, son tres las denotaciones de esta partícula: 1) aproximación ; 2) trasposición ; 3) desviación o irregularidad. En efecto, dicha partícula se utiliza para referirse a algo que está al lado de, junto a, que es semejante a, pero que al mismo tiempo está mas allá de, fuera de, salido de la entidad denotada por el cuerpo principal del vocablo.

Algunos ejemplos ilustran mejor el significado: la parabiosis denota la unión entre dos seres gemelos de los que solo uno tiene vida propia, mientras que el otro, el parabiótico, vive a expensas del primero. Un parácito (con c) es un elemento celular anormal del organismo; y un parásito (con S) es un viviente que se nutre de la vitalidad de otro. Los conceptos de PROXIMIDAD Y DEFORMACION se integran, pues, en el significado de esta partícula.

Según lo anterior, el PARAMILITARISMO denota actividades cercanas a lo militar pero que al mismo tiempo desvían o irregularizan la milicia. Los GRUPOS PARAMILITARES son cuerpos que actúan junto a la institución militar pero que al mismo tiempo ejercen una acción irregular, desviada, deformada, de lo militar.

Si la institución militar tiene un papel en las sociedades o Estados de Derecho, es justamente la de ejercer, en nombre y por delegación del cuerpo social, la actividad armada o guerrera en defensa de ese mismo cuerpo, dentro de estrictas normas éticas y jurídicas que le impidan desnaturalizar su peligroso papel. Y si hay una justificación para que tal institución exista, es precisamente el peligro de que esa actividad la ejerza cualquiera que no esté rigurosamente formado en los cánones éticos y jurídicos del uso de las armas, y sobre todo alguien que no pueda responder rigurosamente por sus actuaciones en el uso de las mismas.

Contradicen este principio legitimante de la institución armada, tanto la politización o ideologización de los hombres de armas -que los lleva a usar la fuerza en defensa de los intereses de un grupo o sector de la sociedad y no en defensa de los intereses del conjunto- , como la práctica de vincular a la acción armada a personas o grupos civiles. En este último caso, la institución armada pierde su razón de ser, pues está esencialmente concebida para ejercer una acción que no pueden ni deben ejercer los civiles, bajo pena de destruir los principios fundantes del Estado de Derecho: la igualdad de todos los asociados ante la ley y la ilegitimidad de usar la fuerza para someter a los demás a sus intereses.

La desnaturalización de la institución militar se da cuando se suman esas desviaciones: la ideologización de la institución armada y la difuminación de las fronteras entre lo civil y lo militar. Pero estas desviaciones llegan al nivel máximo de perversión cuando son acondicionadas a mecanismos de clandestinidad, como subterfugios para burlar las responsabilidades. Cuando se llega a ese nivel, el «Estado de Derecho» ha dejado de existir.

2. Pretensiones legales insostenibles

La tendencia a borrar las fronteras entre lo civil y lo militar tiene una larga historia en Colombia y ha querido incluso legalizarse a través de procesos espurios.

Hasta 1989, los debates públicos sobre el paramilitarismo, cuya articulación a la fuerza pública ha sido siempre difícil de ocultar, citaban como sustento legal de la proliferación de grupos de civiles armados coordinados por el Ejército, el párrafo 3 del artículo 33 del Decreto 3398 de 1965, convertido en legislación permanente por la Ley 48 de 1968. Dicha norma facultaba al Ministerio de Defensa Nacional, «por conducto de los comandos autorizados, para amparar, cuando lo estime conveniente, como de propiedad particular, armas que estén consideradas como de uso privativo de las Fuerzas Armadas». Además, en su artículo 25, dicho decreto autoriza al Gobierno Nacional para utilizar a la población civil «en actividades y trabajos con los cuales contribuyan al restablecimiento de la normalidad».

Sin embargo, en sentencia del 25 de mayo de 1989, la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional el párrafo 3 del artículo 33 de dicho decreto y explicó el alcance del artículo 25.

Según la Corte, el párrafo 3 del artículo 33 se oponía al principio constitucional del monopolio de las armas de guerra en cabeza del Gobierno, «que es responsable de mantener el orden público y de restablecerlo cuando fuere turbado», disposición que tenía, además, un «sentido histórico, para superar graves conflictos que afectaron las relaciones civiles entre los colombianos y que ahora adquiere una renovada significación ante los problemas que suscitan las diversas formas de la actual violencia».

Respecto al artículo 25, la Corte explica que es solamente «el Gobierno Nacional, obrando como tal, Presidente y Ministro de Defensa, el que puede, por medio de decreto, convocar a la movilización y utilizar a todos los colombianos en la tarea de restablecer la normalidad, cuando se presente una causa de guerra exterior, conmoción o calamidad pública».

La Corte registra que «la interpretación de estas normas ha llevado la confusión a algunos sectores de la opinión pública que pretenden que ellas puedan ser aprovechadas como una autorización legal para organizar grupos civiles armados«, pero la misma Corte es enfática al concluir que « la actividad de estos grupos se ubica al margen de la Constitución y de las leyes».

No obstante la sentencia de la Corte, altos Consejeros del Gobierno continúan defendiendo la «legalidad» de los grupos paramilitares o de autodefensa hasta 1989, con la pretensión de que sus responsables no sean enjuiciados.

La interpretación abusiva de estas normas fue tan audaz en la alta oficialidad militar, que muy pronto comenzaron a aparecer resoluciones internas tendientes a impulsar el involucramiento de la población civil en acciones armadas. La Resolución 005 del 9 de abril de 1969, en su No. 183 orienta a «organizar en forma militar a la población civil, para que se proteja contra la acción de las guerrillas y apoye la ejecución de operaciones de combate». Más adelante, la misma Resolución establece la conformación de «Juntas de Autodefensa«; estas son «una organización de tipo militar que se hace con personal civil seleccionado de la zona de combate, que se entrena y equipa para desarrollar acciones contra grupos de guerrilleros que aparecen en el área o para operar en coordinación con tropas en acciones de combate». Dichas Juntas de Autodefensa también serán utilizadas para «prevenir la formación de grupos armados». La conformación, entrenamiento y dotación de armamento están allí considerados.

A dicha Resolución siguieron muchas otras que fueron promulgando reglamentos de combate de contraguerrilla, donde se daba por sentado, como objetivo de las tropas, la conformación de grupos de civiles armados y se impartían orientaciones para promoverlos (Cfr. Manual de Contra guerrillas de 1979; Manual de Combate contra Bandoleros o Guerrilleros -Resol. 0014 del 25 de junio de 1982, EJC-3-101/82; Reglamento de Combate de Contraguerrillas -EJC-3-10/87)

Pero la vinculación de la población civil a las acciones armadas, que supuestamente serían exclusivas de los miembros activos de la fuerza pública, obedece a un objetivo inconfesable que llega a hacerse explícito en algunos de esos Manuales «secretos», gracias a su carácter de clandestinidad: ocultar la identidad de los agentes del Estado o poder realizar «operaciones encubiertas». El Paramilitarismo llega a ser, entonces, piedra angular de una estrategia de guerra sucia, donde las acciones sucias no puedan ser atribuidas a personas que comprometan al Estado a través de su accionar visible, sino que se deleguen, se traspasen o se proyecten en cuerpos confusos de civiles armados, anónimos y fácilmente definibles como delincuentes comunes que actúan y luego se esfuman en la niebla. Este objetivo de ENCUBRIMIENTO de responsabilidades, respecto a actos que no tienen ninguna presentación legal ni legítima, ni siquiera dentro de fuertes confrontaciones bélicas, hace que se confundan y se complementen dos tipos de procedimientos: el accionar de los militares camuflados de civiles y el accionar militar de civiles protegidos clandestinamente por militares. Ambos procedimientos tienden al mismo objetivo: el encubrimiento que salvaguarde la impunidad.

3. Primeras manifestaciones públicas
* La ola terrorista que se desató en Bogotá y en otras regiones del país a finales de 1978, luego de ser sancionado el Decreto 1923 más conocido como Estatuto de Seguridad, llevaría a identificar una forma audaz de Terrorismo de Estado. En efecto, desde septiembre de 1978 las amenazas telefónicas y escritas recibidas por personalidades democráticas, incluyendo a un alto magistrado de la Corte Suprema de Justicia que objetó la constitucionalidad del Estatuto de Seguridad; atentados dinamiteros efectuados contra la sede del Partido Comunista , contra un diario vespertino de la capital y contra la revista Alternativa; el secuestro y desaparición de varios militantes de izquierda y de líderes universitarios, eran reivindicados, desde la oscuridad, por «LA TRIPLE A» (ó «Acción Anticomunista Americana«). Más tarde los indicios inferidos desde los precarios procesos investigativos que se iniciaron y la confesión de dos desertores ante un diario bogotano, llevaron a destapar como actores encubiertos de la Triple A a militares adscritos al Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano- BINCI. Los nombres de los oficiales que fueron sindicados de esos hechos serían posteriormente familiares a la mayoría de los colombianos, pues recibieron todos los ascensos y honores militares posibles y ocuparon los más altos cargos de responsabilidad en la jerarquía castrense colombiana.

* El 3 de diciembre de 1981 un helicóptero lanzaba volantes sobre la ciudad de Cali, anunciando públicamente la constitución del grupo MAS: Muerte a Secuestradores. Se advertía allí que 223 jefes de la mafia (los secuestrables) se habían unido y habían aportado dinero para crear un escuadrón de 2.230 hombres, el cual ejecutaría sin misericordia a cualquier persona comprometida en algún secuestro. Afirmaban allí mismo que «los secuestradores detenidos por las autoridades serán ejecutados en prisión». Citaban el caso de Martha Nieves Ochoa, hija de un acaudalado narcotraficante antioqueño, quien fue liberada por el MAS, tras su secuestro por miembros del M-19.

La sigla del MAS comienza a aparecer por diversas regiones del país, atribuyéndose numerosos crímenes: desapariciones, masacres, asesinatos, atentados, amenazas. Un joven capturado en Medellín en mayo de 1982 y brutalmente torturado en las instalaciones del B-2, una noche fue llevado vendado a una casa particular para evitar que una comisión de búsqueda lo encontrara en la guarnición militar en la que había sido torturado. Más tarde identificaría esa casa como la casa de Fabio Ochoa, lo que evidenciaba la estrecha colaboración entre narcotraficantes y militares en este tipo de operaciones encubiertas.

El año 82 fue denso en acciones del MAS. Grupos de civiles armados en regiones rurales comenzaron a identificarse con esa sigla, particularmente en el Caquetá y en el Magdalena Medio. No había duda de que una estrategia de justicia privada y clandestina había sido montada con participación y apoyo de las Fuerzas Armadas. El movimiento nacional e internacional en favor de los derechos humanos comenzó a exigir al gobierno de Betancur una toma de posición frente a ese fenómeno y Betancur terminó solicitando formalmente al Procurador General de la Nación una investigación al respecto.

Desde octubre de 1982, ocho jueces de instrucción criminal, acompañados por fiscales especiales y por investigadores de policía judicial, adelantaron investigaciones en Medellín, Cali, Barrancabermeja, Puerto Berrío, La Dorada, Puerto Boyacá y Arauca. El 20 de febrero de 1983, el Procurador General hizo público su informe sobre el MAS con los nombres de 163 personas vinculadas a ese escuadrón de la muerte, entre las cuales figuraban 59 miembros activos de la fuerza pública. Al definir el fenómeno, el Procurador afirmaba: «se trata pura y simplemente de gentes oficiales que se desbordan frente a las tentaciones de multiplicar su capacidad de acción y de aprovechar agentes privados, a quienes empiezan por tomar como «guías» e «informantes», colaboradores y auxiliares en general y terminan utilizando como brazo oculto para que en plan de sicarios, hagan oficiosamente lo que oficialmente no pueden hacer».

La airada reacción de las Fuerzas Armadas frente al Informe hizo temer un «golpe de Estado» y así lo insinuó el entonces Ministro de Defensa en el editorial de la Revista de las Fuerzas Armadas (enero/83): «Podrían estarse originando los argumentos para un nuevo conflicto interno de la nación, pues indudablemente, aquella parte honesta de la sociedad, que se considera dignamente representada y defendida por las Fuerzas Armadas, tendría que ponerse en pié al lado de sus instituciones, y éstas, ante las perspectivas del desdoro de su dignidad, podrían disponer su ánimo para una contienda de proporciones incalculables e imprevisibles que llevaría a nuestro país a una nueva fase de la violencia».

Pero la misma Procuraduría adoptaría desde entonces una actitud favorable al Paramilitarismo, al abstenerse de continuar el proceso investigativo y probatorio y de proferir cualquier medida sancionatoria contra los integrantes del MAS. El país tendría que acostumbrarse, en adelante, a tan extraña política de impunidad que se cobijó bajo el nombre de una Procuradwpía de Opinión. El Gobierno hizo lo mismo y se abstuvo de destituir o llamar a calificar servicios a los acusados. El Congreso de la República haría lo mismo al aprobar los ascensos y honores a la casi totalidad de ellos. Una lectura retrospectiva de esa lista muestra que el Estado, a través de todos sus poderes, le confió a los integrantes del MAS, en lo sucesivo, las más altas responsabilidades en el manejo del «orden público» y los más altos grados y honores en la jerarquía castrense. Desde entonces la estrategia paramilitar quedaba evidenciada, con los signos más claros que pueden proporcionar los mecanismos de comunicación social, como una férrea POLITICA DE ESTADO.

* La coyuntura de la transición de mando de Turbay a Betancur (1982) significó también reestructuraciones de fondo en la política represiva del Estado.

Una evaluación de alto nivel, realizada dentro de las Fuerzas Armadas, sobre los efectos del modelo represivo canalizado alrededor del Estatuto de Seguridad (1978-82), dio como resultado un fracaso militar (pues la subversión aumentó en proporciones alarmantes durante ese período en que todo se había diseñado para su exterminio definitivo) y un fracaso político (por el deterioro sensible del partido gobernante, tanto a nivel nacional como internacional). Betancur elaboró, como salida, el discurso de la «paz» y de la «negociación». Sin embargo, las Circulares internas dirigidas a la alta oficialidad militar por sus altos mandos, el 25 de junio de 1982 y el 1 de mayo de 1984, evidenciaron el inconformismo militar con ese modelo y revelaban movimientos subterráneos dentro de la Fuerza Pública, en apoyo a otra estrategia no explícita.

Pero en un sitio del país se proclamó con estrépito el desacuerdo con la «política de paz» de Betancur y se predicó, con orgullo y ruido, otra alternativa como solución al conflicto: la alianza entre fuerzas armadas y civiles en una lucha contrainsurgente. A la entrada de PUERTO BOYACA se erigió una valla gigantesca donde se daba la «bienvenida» a la «capital anticomunista de Colombia«.

Una confluencia de poderes y circunstancias convirtió a Puerto Boyacá en el Vaticano del paramilitarismo, entre 1982 y 1989: la creación de la XIV Brigada del Ejército y su ubicación en Cimitarra y luego en Puerto Berrío (1982-83); la asignación a dicha Brigada del Batallón Bárbula, ubicado en Puerto Boyacá (1983); la mentalidad de los comandantes de estas unidades, identificados efusivamente con todos los principios de la Doctrina de la Seguridad Nacional, como lo explicitaron repetidas veces; el apoyo irrestricto que les brindaron sus superiores jerárquicos a los más altos niveles; el liderazgo de los alcaldes militares y civiles, gestores del proyecto; el apoyo económico de los ganaderos de la zona y de otras gentes adineradas; el respaldo de los líderes políticos de la zona, favorecido por sus jefes liberales de rango ministerial; los abusos y extorsiones del XI Frente de las Farc que operaba en la región.

El Paramilitarismo de Puerto Boyacá se convirtió poco a poco en una empresa de gran envergadura. Pronto cambió el nombre de MAS por el de AUTODEFENSAS y se constituyó como red de grupos de civiles armados, coordinados y entrenados por el Ejército, en frenética acción de exterminio de «comunistas». Los bombardeos realizados con helicópteros militares eran acompañados o seguidos por incursiones exterminadoras de las «Autodefensas», dirigidas contra militantes de cualquier organización social o política de ideología izquierdizante. Las armas les eran proporcionadas por la XIV Brigada, así lo anuncian públicamente en el periódico «Puerto Rojo», en su edición de agosto/87: «las armas se adquieren en la Brigada XIV, indudablemente por todas las personas que las necesiten…». Una empresa con personería jurídica reconocida, ACDEGAM, (Asociación Campesina de Agricultores y Ganaderos del Magdalena Medio) canaliza «legalmente» los proyectos militares, financieros, educativos, sanitarios, de infraestructura y vías, mediante los cuales las «Autodefensas» buscan ganar y controlar a toda la población. Luego un movimiento político «legal» intentará expandir aún más la experiencia como ideología política: MORENA (Movimiento de Renovación Nacional).

Nadie podrá decir que los diversos poderes del Estado no respaldaron el proyecto paramilitar de Puerto Boyacá. En los archivos del Estado reposan al menos cuatro confesiones coincidentes de alta confiabilidad:

* El 10 de mayo de 1988 agentes del DAS elaboraron un documento comprensivo basado en las confesiones de DIEGO VIÁFARA SALINAS, quien fuera concejal de Puerto Boyacá entre 1988-90, pero que había estado vinculado a las «Autodefensas» desde 1983. Viáfara relata con detalles la participación del Batallón Bárbula en el proyecto paramilitar y su articulación con el político liberal Pablo Guarín, respaldado a su vez por el Ministro de Gobierno Jaime Castro, así como su largo trabajo en los proyectos de salud de Acdegam (pg. 7). Revela la participación en las actividades de Acdegam y las «Autodefensas», de reconocidos líderes del paramilitarismo o del narcotráfico de otras regiones, como Gonzalo Rodríguez Gacha, Fabio Ochoa, Fidel Castaño, Víctor Carranza y Pablo Escobar (pg.8 y pg.20). Afirma que el Batallón Bárbula y las Autodefensas patrullaban conjuntamente (pg.10). Describe con detalles las circunstancias en que se inició la alianza entre las «Autodefensas» y el narcotráfico en 1985 (pg.11) y la contratación de mercenarios israelíes e ingleses para entrenar a los paramilitares (pg.19). Enumera los sitios del país donde las «Autodefensas» se han constituido (pg.24-26), los que coinciden con el cúmulo de denuncias que se han presentado sobre presencia de grupos paramilitares articulados a las Fuerzas Armadas. Relata ampliamente el desarrollo de las relaciones entre paramilitarismo y narcotráfico y los mecanismos utilizados para entorpecer las investigaciones sobre los crímenes que cometen (pg. 50 y ss).

* En noviembre de 1989, la Dijin de Bogotá interroga a LUIS ANTONIO MENESES BÁEZ, quien ha sido capturado por otras actividades sospechosas, y elabora otro documento profundamente revelador que contiene sus confesiones. Revela allí Meneses que los Comandantes de Brigada y de Batallón (XIV Brigada y Batallón Bárbula) lo vincularon a las «Autodefensas» de Puerto Boyacá en 1981, siendo oficial del Ejército. Afirma que «las autodefensas campesinas… son una política del Gobierno para la lucha antisubversiva». (pg.4) Posteriormente la II Brigada, con sede en Barranquilla, le encomendó la creación de otras «Autodefensas» en el sur de Bolívar; el B-2 de la Brigada hacía de puente entre Autodefensas y jerarquías militares y las armas las proporcionaba Indumil (pg.5 y 6). Cuando en 1987, las «Autodefensas» vieron la necesidad de integrarse a nivel nacional, «la inteligencia militar encabezada por el Batallón Charry Solano, aglutinó los movimientos de autodefensa campesina bajo su control y para ello se organizó una reunión con los líderes regionales en las instalaciones del Charry, donde surgió una Junta Nacional de Autodefensa, compuesta por líderes de aproximadamente 8 regionales, cuya función era promover el sistema de Autodefensas y coordinar con el Ejército operaciones de inteligencia» (pg. 7). Habla de 3 reuniones nacionales: una en el Batallón Charry Solano en 1986; otra en Santander en 1987; otra en septiembre de 1989 en el área rural del Caquetá (pg. 10-11). La organización posee un jefe militar, quien «coordina las operaciones mixtas de tipo militar con las Fuerzas Armadas» (pg.11). Enumera allí 22 frentes de «Autodefensas», los que coinciden con reconocidos focos de paramilitarismo en el país (pg.15-17); en cada Frente, el «Comandante o Encargado Militar»… «coordina con la Junta de Autodefensas y las Fuerzas Armadas, las operaciones y actividades a llevar a cabo» (pg. 18). Respecto al patrullaje, afirma que «normalmente es mixto (Fuerzas Armadas – Autodefensas), con base en las técnicas impartidas por el Ejército … cuando es solitario, se informa de los movimientos a las unidades militares o de Policía que se pueden enterar de su actividad» (pg.22).

Meneses Báez deja constancia, en su confesión, de un cierto viraje que se da en las relaciones entre Fuerzas Armadas y «Autodefensas» en 1989: «Hasta comienzos de 1989, los contactos se hacían con el Estado Mayor del Ejército y actualmente se utilizan intermediarios…» (pg. 24).

* En 1990 el DAS elabora otro documento con la confesión del Mayor del Ejército OSCAR DE JESÚS ECHANDÍA SÁNCHEZ, quien fuera Alcalde militar de Puerto Boyacá entre 1981/82 y cofundador del MAS, retirado del Ejército en 1988 cuando pesaba sobre él una orden de captura por el asesinato del Alcalde de Sabana de Torres, pero protegido por la comandancia de la VIII Brigada, continuando vinculado, como militar retirado, al Paramilitarismo, hasta su confesión en 1990, cuando se convierte en informante del DAS.

El Mayor Echandía narra con frescura escalofriante la matanza de «comunistas» y hasta de «galanistas» en el Magdalena Medio, llegando a referirse a cerca de 300 asesinatos (pg.6,7,10). Precisa la coyuntura histórica en que se produce la alianza entre paramilitarismo y narcotráfico: 1983-84 (pg.8). Denuncia la estrecha relación existente entre el Comandante de la Escuela de Caballería del Ejército, Coronel Plazas Vega, y las «Autodefensas» del narcotraficante Rodríguez Gacha (pg.9). Pone al descubierto la relación originante que tuvo la estructura paramilitar de Puerto Boyacá con otras estructuras paramilitares que más tarde se desarrollaron escandalosamente, como las de San Juan Bosco de La Verde y la región Chucureña y las de Urabá y Córdoba comandadas por Fidel Castaño (pg.11). Relata la contratación de los mercenarios ingleses e israelíes para el entrenamiento de los paramilitares, en 1989, (pg.14 y ss) y afirma que «siempre que personas extranjeras visitaban Puerto Boyacá, especialmente mercenarios, éstos llegaban escoltados por agentes del F-2 o personal civil del Ejército» (pg.20).

* Cuando en 1989 el Coronel LUIS ARCENIO BOHÓRQUEZ MONTOYA, comandante del Batallón Bárbula de Puerto Boyacá, fue llamado a calificar servicios tras el escándalo desatado por la presencia de los mercenarios extranjeros que entrenaron a los paramilitares, este oficial hizo pública una carta al Ministro de Defensa, donde se refería a viejas directrices de la más alta oficialidad militar hacia la creación de autodefensas, directrices que se prolongaron hasta sus últimos superiores jerárquicos. El oficial no entendía la sanción de que era objeto, pues se había limitado a seguir las orientaciones de sus superiores jerárquicos.(Cfr. diario «La Prensa», oct, 15/89, pg. 5).

LA EXPERIENCIA PARAMILITAR DE PUERTO BOYACA fue, pues, profundamente reveladora. Las diversas confesiones que develan sus estructuras y prácticas, permiten señalar sus rasgos fundamentales:

Apoyo financiero por parte de gremios y empresas poderosas: agricultores, ganaderos, empresas petroleras y luego el narcotráfico en cabeza de sus más reconocidos líderes.
Apoyo político de alcaldes militares y civiles, de los dirigentes de los partidos tradicionales cuya línea de «cacicazgo» penetra hasta el Congreso y el alto Poder Ejecutivo a través de Ministros patrocinantes.
Apoyo militar del Batallón local que a su vez lo obtiene de la Brigada respectiva, llegando el Estado Mayor del Ejército a coordinar, en el momento de expansión de la experiencia, la Junta Nacional de Autodefensa, a través del Batallón Charry Solano.
(Habría que añadir el apoyo militar internacional a través de los mercenarios ingleses e israelíes, escoltados hasta Puerto Boyacá por la fuerza pública, pero también impunes dentro de sus respectivos países).

Apoyo -eficacísimo- del poder judicial, que absolvió o archivó los pobres procesos abiertos con ocasión de los centenares de crímenes cometidos por esta estructura, pero que cuando sancionó a alguien incurso en los mismos, se negó a investigar y enjuiciar las líneas de mando y la estructura criminal misma.

Apoyo -eficacísimo- de los poderes Ejecutivo y Legislativo, que a pesar de la publicidad de los nombres de quienes montaron y dirigieron tal estructura criminal, distinguieron a sus responsables con todos los ascensos y honores que contemplan la jerarquía y tradición castrenses.

Apoyo -eficacísimo- de los organismos de control del Estado, que abdicaron voluntariamente de sus facultades sancionatorias al encontrarse frente a frente con este fenómeno.

3. Clímax del escándalo y debate en torno a su legalidad

Ya en 1987 el desarrollo escandaloso del Paramilitarismo comenzó a ser tema de debate público. En septiembre de ese año el debate llegó al Congreso y allí se hicieron explícitas muchas posiciones: el Ministro de Defensa, General Rafael Samudio, se confesó en pro de las «Autodefensas»; lo acompañaron generales y ex generales, ex ministros y dirigentes políticos predominantemente conservadores, así como dirigentes de gremios económicos poderosos.

Los años 88 y 89, marcados por un número impresionante de masacres que hicieron historia, atribuidas a los paramilitares, agudizaron el debate. Fue, sin embargo, la coyuntura del diálogo con algunos grupos guerrilleros, la ocasión para definir el status «legal» de los paramilitares. En efecto, algunos sectores del M-19, frente a la perspectiva de un tránsito a la vida legal, encontraron en la interpretación predominante en el Gobierno del artículo 33 de la Ley 48 de 1968, una posibilidad de continuar actuando como grupo armado «dentro de la legalidad». Sugirieron, pues, a los negociadores gubernamentales, que el Ministerio de Defensa les otorgara salvoconductos para usar armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas, con el fin de constituirse en «autodefensas», al estilo de las que ya existían «legalmente», amparadas, impulsadas y protegidas por la fuerza pública. El Presidente Barco se apresuró, entonces, usando las facultades de «Estado de Sitio», a emitir un decreto donde suspendía la vigencia del párrafo 3 del artículo 33 de la Ley 48 de 1968 (Decreto 815, del 19 de abril/89). Más tarde la Corte Suprema declararía dicha norma como «inconstitucional» (luego de tolerarla 30 años (!)), pero dejaría en claro que los grupos de civiles armados nunca habían sido legales, pues aún existiendo los dos controvertidos artículos, nada autorizaba a interpretarlos como legalizantes de grupos de civiles armados.

Barco emite otros decretos complementarios «contra el Paramilitarismo»: crea una comisión asesora para coordinar la lucha contra el mismo (Decreto 813 de 1989) y un cuerpo especial armado para combatirlos (Decreto 814 de 1989). Además tipifica como delito la promoción o participación en estos grupos «equivocadamente llamados paramilitares» (Decreto 1194 de 1989).

Con estas medidas, aparentemente el Paramilitarismo pasaba a la ilegalidad. Sin embargo, se sabe que la comisión asesora (llamada «Comisión Antisicarial») se reunió una sola vez, solo para justificar su existencia, reunión que no tuvo trascendencia alguna, y que el supuesto cuerpo armado para combatir el Paramilitarismo, nunca existió. El poder judicial, por su parte, no ha llegado a condenar a nadie por Paramilitarismo (el único intento de capturar a unos paramilitares, el 29 de marzo de 1992 en El Carmen de Chucurí, fue impedido por una asonada militar, que tampoco fue sancionada jamás).

Hay que recordar aquí que ya Luis Antonio Meneses Báez, en su confesión, había señalado que «hasta 1989 los contactos se hacían con el Estado Mayor del Ejército y actualmente se utilizan in termediarios» (pg. 24).

Un cambio se operó, entonces, en el Paramilitarismo, en la coyuntura del 89: el ciclo estrepitoso y audazmente público del modelo Puerto Boyacá, había terminado; en adelante el Paramilitarismo no sería reconocido explícitamente por el Gobierno; pasaba a la condición de meretriz clandestina, pero no por ello disminuiría su accionar; por el contrario, se vería aún más fortalecido por el amparo de la clandestinidad.

4. Estructuras regionales coordinadas

El complejo paramilitar de Puerto Boyacá, como lo relatan las tres confesiones más extensas, se proyectó hacia varias regiones del país donde creó importantes focos paramilitares. Uno de ellos fué la región de Urabá y el sur de Córdoba, donde FIDEL CASTAÑO GIL se convertiría en su principal dirigente (cfr. Viáfara, pg. 8 y 20; Meneses, pg. 15-17; Echandía, pg. 11).

Echandía relata que «en 1988…se entera de que Gonzalo y Henry Pérez habían comprado propiedades en Urabá y que por órdenes de Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha organizan una «limpieza» al Urabá antioqueño. Comienzan las masacres en el Urabá. Participaron como cabecillas N.N. (a. Fercho), ex integrante del frente Ricardo Franco de las FARC y Fidel Castaño Gil. Estando Luis Rubio como Alcalde de Puerto Boyacá, coordinó el transporte de los sicarios al Urabá».

El 4 de abril de 1990, otro paramilitar, éste al servicio de Fidel Castaño, hace su confesión ante el DAS y relata los pormenores de algunas masacres: la de 42 campesinos en Pueblo Bello (Turbo, Ant., enero/90); la de la vereda Villavicencio (Valencia, Córdoba, octubre/88); la de Pueblo Bujo (Montería, noviembre/89), así como los asesinatos de Alfonso Ospina y del Padre Sergio Restrepo S.J. en Tierralta (jun./89). Según ROGELIO DE JESUS ESCOBAR, los sicarios de Castaño, en ese tiempo alrededor del centenar, tenían como centro de entrenamiento la hacienda Las Tangas (Valencia, Córdoba) de su propiedad. Un ex soldado testificaba, en 1992, que en dicha hacienda solo se hacían simulacros de «allanamientos», pues solo entraban a la hacienda los comandantes y luego salían con cajas de licores, cigarrillos, enlatados y refrescos, para servirle a los soldados un banquete en las puertas de la hacienda. El mismo soldado afirmaba que algunos vehículos que se veían en la hacienda, eran vistos frecuentemente en la XI Brigada en Montería. Este testimonio fue «desaparecido» por el Cuerpo Técnico de la Policía Judicial. Escobar, en su confesión, devela las estrechas relaciones entre Castaño y el Alcalde de Montería y precisa cómo «el Puesto de Policía de Valencia tiene a su disposición una frecuencia para comunicarse con la organización de Fidel Castaño, avisando oportunamente de la presencia de sospechosos o de la realización de operativos en las fincas del grupo paramilitar» (pg.33).

* Otra de las estructuras paramilitares que se originaron en el complejo de Puerto Boyacá, pero que tomarían rumbo propio y, en este caso, se convertiría en un PROYECTO PILOTO, «niña de los ojos» de altos mandos militares, es el PROYECTO PARAMILITAR DE LA ZONA CHUCUREÑA, en Santander.

La confesión de Echandía relata que «en 1987… Henry Pérez le pide… que seleccione 10 campesinos de la Inspección de San Juan Bosco de La Verde, jurisdicción de Santa Helena del Opón (Santander), para que participen en un curso de combate en jurisdicción de Puerto Boyacá. Luego del curso los campesinos regresan a San Juan Bosco armados de fusiles y equipados con material de intendencia y radios» (pg. 11).

Ya desde antes, apoyada por el Comando Operativo No. 10 del Ejército, con sede en Cimitarra (precursor de la XIV Brigada más tarde establecida en Puerto Berrío), se creó la primera base paramilitar en San Juan Bosco de La Verde, en 1981. Otras confesiones que reposan en los Anales del Congreso (Año XXVI, No. 104, oct. 4/83, pg, 1508 y ss) relatan cómo el Comandante del Comando Operativo No. 10 iba a dar entrenamiento a los paramilitares en helicópteros militares. Puerto Boyacá invita después a los paramilitares de San Juan Bosco de La Verde para capacitarlos mejor.

De San Juan Bosco de La Verde, esta estructura paramilitar se expande hacia los municipios de El Carmen y San Vicente de Chucurí (1986-1995) e incursiona en los últimos años en los municipios aledaños: Betulia, Simacota, Galán, Zapatoca, Barrancabermeja, Sabana de Torres y Puerto Wilches. Las características que va adquiriendo esta experiencia la convierte en un proyecto piloto para las fuerzas armadas.

Se ha buscado el involucramiento compulsivo de toda la población en el conflicto armado, de modo que se imposibilite toda posición neutral dentro del territorio controlado. Al mismo tiempo, este proyecto ha buscado un alto nivel de autofinanciación, mediante el cobro de impuestos extorsivos a la población. Solo tres alternativas se dejan al campesino: colaborar con el Paramilitarismo y someterse a sus imposiciones; abandonar la zona, o morir. Desde 1987, más de 300 pobladores de El Carmen, que no quisieron someterse ni emigrar, fueron asesinados, y cerca de 4.000 han preferido abandonar la zona.

Los que permanecen, deben construir las bases paramilitares; entregar a sus hijos jóvenes para entrenamientos y patrullajes paramilitares por turnos; pagar impuestos para sostenimiento del grupo; asistir obligatoriamente a toda reunión. La articulación entre militares y paramilitares es allí reveladora: las bases paramilitares se construyen cerca de las bases militares; las reuniones las convocan los militares y las presiden los paramilitares o viceversa; los datos de censos o empadronamientos realizados por los militares, aparecen en las manos de los paramilitares, o viceversa; personas capturadas por militares son entregadas a los paramilitares; comandantes militares y paramilitares se pasean juntos por las tiendas y casas cobrando los «impuestos».

Tal derrumbe de toda legalidad solo sería concebible con una gruesa cobertura de clandestinidad, pero en este caso van más de 10 años de denuncias intensas y documentadas. Es este quizás el más evidente test hecho a la justicia para evidenciar su complicidad con el Paramilitarismo. Cuando un Juez Regional ordenó la captura de 26 paramilitares de la zona, los militares impidieron las capturas mediante una asonada y el Fiscal General avocó el caso a su despacho, puso en libertad a los pocos que habían sido detenidos y controló férreamente el expediente para manejarlo con evidentes propósitos de encubrimiento e impunidad.

El experimento piloto de Paramilitarismo en la zona santandereana de Chucurí tiene otro ingrediente que le asegura su éxito: el manejo de los Medios. Luego del intento frustrado de hacer efectivas las 26 órdenes de captura emitidas por un fiscal regional -caso verdaderamente insólito dentro de los patrones de comportamiento del aparato judicial frente al Paramilitarismo- los militares recurren a los mass media para confeccionar una imagen falsa de la realidad con dos propósitos inocultables: encubrir los crímenes allí cometidos por el Estado/Para Estado y estigmatizar ante la opinión pública a los denunciantes. El Tiempo, la Prensa y R.C.N. cumplen estos propósitos mediante los más anti éticos montajes y manipulaciones. Blanco de tan sucios procedimientos fueron el Párroco de El Carmen de Chucurí , uno de los líderes de las Comunidades de Base del mismo municipio y la Comisión de Justicia y Paz.

El recurso a la estigmatización de los denunciantes quedará desde entonces patentado entre los mecanismos de afianzamiento del Paramilitarismo. La Fiscalía, a todas luces presionada por militares, paramilitares y periodistas cómplices, emite «orden de captura» contra el Párroco de El Carmen y contra «el sacristán», gracias a «acusaciones» gratuitas que en ningún otro país tendrían validez alguna (personas ligadas al Paramilitarismo llevadas a Cúcuta en helicópteros militares para afirmar ante un Juez Sin Rostro que el Padre «hizo» o «dijo» tal cosa, sin referencia alguna a fechas, lugares o circunstancias comprobables, sin testigo alguno y con numerosas contradicciones), pero acusaciones que sí servirían para que los Medios de «información» masiva las utilizaran profusamente para convencer al país de que el Párroco era «guerrillero» y que , por lo tanto, su denuncia del Paramilitarismo era una «falsedad».

La confesión del Comandante de Policía de El Carmen de Chucurí ante la Procuraduría, en noviembnre de 1992, revelaba los mecanismos de coordinación que operaban entre el Ejército y los Paramilitares: habían planeado asesinar al Párroco, al Personero y varios miembros de la Acción Comunal en la noche del 4 de octubre/92, pero el Comandante de la Policía les falló en el último momento desobedeciendo la orden de acuartelamiento de sus hombres, optando más bien por defender a las víctimas. El fracaso de este atentado, llevaría a perseguir por otros medios al Párroco, como ya se mostró.

* La confesión de GONZALO ORTEGA PARADA, en agosto de 1987 ante la Procuraduría, había destapado también los resortes que se movían entre el Batallón Ricwpte, de la V Brigada, y el Paramilitarismo de San Juan Bosco de La Verde. Contratado para asesinar al Alcalde de Sabana de Torres en agosto/87, Ortega se negó a hacerlo y desertó de su oficio de informante y de sicario civil del Ejército, pero reveló la participación del grupo paramilitar de San Juan Bosco de La Verde en el crimen, coordinado por el Batallón Ricwpte. Definiendo su oficio de paramilitar, Ortega afirmaba: «en misiones especiales trabajan otros civiles, por lo general siempre reservistas, porque tenemos mentalidad militar, pero no somos activos. Y así, si algo pasa, nada se le puede probar a los militares en ejercicio» (reportaje en revista Cromos, sept./87).

* Otra de las estructuras paramilitares que aparecen mencionadas en las tres confesiones fundamentales sobre Puerto Boyacá, es la estructura de VÍCTOR CARRANZA, cuyo imperio paramilitar se extendió por los departamentos del Meta, Vichada, Guainía, Casanare y Boyacá. Algunos de sus hombres participaron en los entrenamientos dados por mercenarios extranjeros y en ciertas instancias de coordinación (cfr. Viáfara, pg. 8/20; Meneses, pg. 15/17; Echandía, pg. 11).

La confesión de CAMILO ZAMORA GUZMAÁ, rendida ante el Juzgado Cuarto de Orden Público de Villavicencio el 10 y 11 de abril de 1989, es un documento escalofriante donde se refleja la psicología del sicario, cuyo oficio rentable es la muerte, oficio que impregna de frialdad letal la extensa narración de un genocidio sin que, al parecer, la memoria de tantos y tan horrendos crímenes le perturbe el sueño.

A lo largo de 20 páginas se penetra, con la respiración entrecortada, en extensos territorios del oriente colombiano que configuran el imperio económico de Carranza; se asiste a numerosas muertes y persecuciones perpetradas con increíble frialdad e impavidez; a entrenamientos dirigidos por mercenarios israelíes; a movimientos de escuadrones armados que no temen ninguna intercepción. Por doquier aparece «El Patrón» Víctor Carranza pronunciando sentencias de muerte y recompensando las ejecuciones de las mismas; departiendo con gobernadores, alcaldes, líderes políticos y comerciantes. Se multiplican los nombres de Coroneles, Mayores, Capitanes y Sargentos del Ejército, agentes de la Policía y de los cuerpos de seguridad del Estado, quienes coordinan acciones, proveen y movilizan cargamentos de armas, despejan los escenarios de los crímenes de fuerza pública para evitar obstáculos y, cuando por algún «error», son detenidos los sicarios, intervienen apresuradamente para «corregir tales errores». A través de esas 20 páginas se descorre la cortina que cubrió numerosos crímenes del oriente y se puede mirar, como por un agujero sorpresivo, la maquinaria -aún en plena acción- que da cuenta del genocidio de la Unión Patriótica.

Otra confesión rendida en la cárcel de Villavicencio a comienzos de 1995 por un paramilitar de Carranza, revela en plena acción la maquinaria de muerte que pintara Zamora en 1989. En uno de sus apartes describe así procedimientos rutinarios: «Las autodefensas o el comandante de éstas informan a la Policía y al Ejército sobre qué clase de «trabajo» que se va a realizar, todo detalladamente, entonces el día y a la hora acordada los uniformados se acuartelan; cuando se va a realizar un trabajo en otra localidad … entonces viene un oficial de la Policía y se va adelante de los vehículos de las autodefensas y va con el número de las placas de estos carros y en los retenes no hay ningún problema para transitar; en los carros de las autodefensas, se entiende, van las armas».(pg.2)

* La XIV Brigada del Ejército, con sede el Puerto Berrío (Ant.) fue, desde sus comienzos, foco de Paramilitarismo. Se podría inferir que su misma fundación respondía a estos propósitos ocultos. De su Comandancia dependió el Batallón Bárbula, de Puerto Boyacá, que participó en la fundación , coordinación y mantenimiento del más audaz y público proyecto paramilitar, ya descrito.

La confesión de MARTIN EMILIO SÁNCHEZ RODRÍGUEZ, rendida primero ante delegados del Arzobispo de Medellín el 3 de mayo de 1990 y luego ante la Oficina de Investigaciones Especiales de la Procuraduría General de la Nación el 21 de junio del mismo año, permite incursionar por otra cadena escalofriante de crímenes auspiciados desde la XIV Brigada y penetrar en las estructuras del GRUPO HURE, auténtica estructura paramilitar ligada a dicha Brigada, al cual pertenecía el testigo. Allí se esclarecen los asesinatos del Padre Jaime Restrepo (en Providencia, San Roque, enero/88) y de la religiosa de la Compañía de María, Teresita Ramírez (Cristales, febrero/89), así como otros numerosos crímenes de la región.

Cuando en 1992, la Comisión de Justicia y Paz presentó ante el Fiscal General de la Nación y ante el Ministro de Defensa Nacional, nueve indicios fundados de que sicarios provenientes de la XIV Brigada habían perpetrado numerosos atentados contra el Albergue Campesino de Barrancabermeja -un servicio humanitario para campesinos víctimas de la violencia oficial en el Magdalena Medio-, el Fiscal General, Gustavo De Greiff, abdicó de sus facultades investigativas y se limitó a cumplir un papel de «buenos oficios» ante el Ministro de Defensa, y éste se negó rotundamente a tomar nota de los indicios, a pesar de que muchos de ellos se basaban en investigaciones realizadas por diversas instancias, en diversos lugares y en diferentes momentos. Más tarde la Procuraduría decidía el «archivo» de la investigación sobre los atentados contra el Albergue, sin investigarlos, pues se limitó a averiguar la autoría de la muerte de una informante de los Paramilitares (que se había solicitado en forma derivada) eludiendo investigar la cadena de atentados contra el Albergue.

* La confesión de Meneses Báez señalaba EL CESAR como otro foco de Paramilitarismo (pg.15). Ya desde 1989 la Dirección Nacional de Instrucción Criminal había recibido testimonios escalofriantes sobre lo que ocurría en la hacienda Riverandia, de San Alberto (Cesar), propiedad de la familia de un parlamentario (Rivera). Allí el 4 de noviembre de 1988, 2 jóvenes introducidos violentamente a la hacienda por un grupo de civiles armados, descubrieron en su interior un campamento del Ejército y fueron víctimas de torturas y de un intento de crucifixión (uno de los jóvenes fue asesinado al intentar escapar). Los dueños de la hacienda, los militares y el grupo de sicarios civiles actuaban al unísono, utilizando vehículos y trajes civiles para perpetrar sus crímenes.

Varias poblaciones del Cesar han sufrido el flagelo permanente del Paramilitarismo que ha producido en esa región numerosas víctimas desde 1988. San Alberto, San Martín y Aguachica han sido sus principales centros de operaciones.

En enero de 1995, las investigaciones iniciadas por la masacre de Puerto Patiño (Aguachica) permitieron poner en evidencia, gracias a la confesión de otro miembro de la fuerza pública, la estructura paramilitar que allí operaba, dirigida por el mismo Comandante de la base militar de Aguachica, el Mayor Jorge A. Lázaro.

* Si bien desde 1984/85 el Paramilitarismo hizo múltiples alianzas con importantes sectores del narcotráfico, en el departamento del VALLE DEL CAUCA estos dos fenómenos han marchado juntos.

Las masacres de Trujillo (1988/1994) y Riofrío (1993) en el centro del Valle, así como la ocurrida en Cali en abril de 1992, pusieron al descubierto las estructuras paramilitares ligadas al narcotráfico que allí operan y sus articulaciones con guarniciones militares y policiales, entre las que sobresale el Batallón Palacé con sede en Buga.

La Comisión de Investigación de los Sucesos Violentos de Trujillo, que actuó en el marco de las gestiones adelantadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, puso al desnudo la responsabilidad de miembros del Batallón Palacé en la ejecución de esa masacre y sus articulaciones con una amplia red de sicarios que trabajaban al servicio de dos poderosos narcotraficantes de la región. Desveló también sus procedimientos de clandestinidad, tendientes a ocultar la responsabilidad de los agentes del Estado, como el uso de haciendas y vehículos privados para detenciones y torturas; de trajes civiles; de placas falsas u ocultadas; el no registro de detenidos; las órdenes verbales para operativos absolutamente ilegales y criminales; el ocultamiento y mutilación de los cadáveres; la intimidación de los testigos y familiares. Los Comandos de Policía de Trujillo, Tuluá, Riofrío y Buga se articularon a todos estos mecanismos, en estrecha coordinación con el Ejército y con los narcotraficantes y sus sicarios, para asegurar el «éxito» de los crímenes.

Todo da a entender que el genocidio que se practica en Cali desde hace varios años contra la población juvenil de los barrios marginados, obedece a los mismos parámetros del Paramilitarismo. El dinero del Cartel de Cali, que ha penetrado y corrompido las estructuras policiales de la ciudad, como es de público conocimiento, ha servido, por esa vía, para pagar escuadrones de la muerte infiltrados en los mismos barrios, que asesinen a los jóvenes bajo justificaciones de «limpieza social». Grupos paramilitares que se identifican desde la clandestinidad como «Cali Linda» o «Cali Limpia», gozan de la más absoluta impunidad y actúan bajo la omisión y tolerancia que les brinda la inmensa red de controles policiales que atraviesa las comunas marginadas de la ciudad.

* Otro reconocido foco de Paramilitarismo ha sido el PUTUMAYO y su desarrollo en esa región ha estado vinculado también al narcotráfico. En la zona de los grandes laboratorios de coca los narcotraficantes han hecho alianza, paradójicamente, con la Policía Antinarcóticos, la que controla y protege una poderosa estructura paramilitar en la región.

Durante los años 89 y 90 el Bajo Putumayo vivió un baño de sangre. El Ejército, la Policía Antinarcóticos y «Los Masetos» (grupo paramilitar) actuaron coordinada y conjuntamente en una demencial y continua masacre, especialmente de jóvenes campesinos, a quienes por su sola edad acusaban de «guerrilleros» dándoles muerte sin mediar nada. Los cadáveres, arrojados a los ríos y los pocos rescatados, sepultados clandestinamente, impedían iniciar siquiera una investigación. Cuando en la Semana Santa de 1991 la población de Puerto Asís explotó y salió a las calles a protestar por el genocidio, la Policía escoltó hasta el aeropuerto a «Pablo», uno de los principales líderes locales del Paramilitarismo, antes de que lo lincharan.

Los enormes listados de muertos que habían sido sepultados «canónicamente» (mínimo porcentaje de las víctimas reales), movieron al Procurador General a presentar el caso al Director General de la Policía para solicitarle medidas de emergencia. El alto oficial decidió, como contribución a la solución del problema, TRASLADAR inmediatamente a todo el personal de la institución allí acantonado. (¿No irían a «continuar su labor» en otras latitudes?). No obstante los testimonios aportados, entre ellos el del sobreviviente milagroso de una de las rutinarias masacres nocturnas, ninguna «investigación» culminó en fallo.

El receso perceptible en el accionar criminal del Paramilitarismo en el Putumayo, durante 1992-93, parece que llegó a su fin. Desde finales del 94 la reactivación es evidente.

4. Acción paramilitar de la misma fuerza pública

Pero la esencia del Paramilitarismo no se realiza solamente en grupos de civiles armados. El accionar de la fuerza pública «sub specie civili» realiza también la esencia del Paramilitarismo, en cuanto borra las fronteras visibles entre lo civil y lo militar, desnaturalizando así la legitimación misma de la institución militar y pervirtiéndola en sus mismos objetivos, al eludir la responsabilidad de sus actos ante la comunidad ocultando su identidad, más aún cuando esto se hace para perpetrar o encubrir delitos o crímenes que deberían antes, por oficio, impedir.

* La confesión del SARGENTO VICEPRIMERO ALFONSO GARZÓN GARZÓN, quien durante 20 años estuvo vinculado al Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano, más tarde convertido en BRIGADA XX DE INTELIGENCIA Y CONTRAINTELIGENCIA, rendida ante la Oficina de Investigaciones Especiales de la Procuraduría General de la Nación los días 22 y 23 de enero de 1991, constituyen una ventana impresionante que da acceso a prácticas sistemáticas de la más alta criminalidad en dicha institución. Esta confesión fue tan contundente que permitió descubrir los restos mortales de algunas de las víctimas y comprobar en ellos detalles de sus revelaciones. Ya desde 1978 algunos desertores del BINCI habían denunciado la fundación de la «Triple A» por altos oficiales de ese Batallón, así como algunos de los crímenes que perpetraron bajo esa sigla. La total connivencia de todos los poderes del Estado ha sido el más eficaz aval para que desde esa institución se continúen perpetrando crímenes sin fin «sub specie civili», hasta los más recientes consumados en Bogotá el 28 de marzo de 1995, al asesinar a Carlos Reyes Niño y a Carlos Arturo Beltrán Fuentes en el centro comercial de Las Américas, abandonando en el sitio una moto adscrita a la XX Brigada.

* La confesión entregada por RICARDO GÁMEZ MAZUERA el 1 de agosto de 1989 a la Procuraduría General de la Nación, en su calidad de ex agente de la Policía y de la DIJIN (1974-77) y de ex agente de inteligencia del Comando del Ejército (1978-89), constituye otro testimonio escalofriante de prácticas criminales sistemáticas, realizadas «sub specie civili» por los órganos de inteligencia de la fuerza pública. A través de 17 páginas se descorren numerosas cortinas para revelar las autorías y circunstancias de crímenes que dejaron huellas profundas en la historia nacional: los hechos del Palacio de Justicia y la suerte de algunos de los allí desaparecidos; el asesinato del sacerdote belga asuncionista Daniel Gillard, en Cali. Ante el lector se descubren escuadrones de la muerte que hicieron historia en Tuluá; sepulcros incógnitos que albergaron numerosas víctimas del accionar militar/paramilitar en Cúcuta, Montería, Bogotá y Los Llanos Orientales, y son sorprendidos en negociaciaciones «secretas» narcotraficantes y militares. Impresiona allí el arsenal de datos concretos y la descripción minuciosa -y a veces gráfica- de zonas y lugares, pero impresiona más la impunidad pasmosa con que todos los poderes del Estado protegieron a esta pléyade de victimarios.

* La misma impresión se tiene al leer el texto de la confesión hecha por el TENIENTE NESTOR EDUARDO PORRAS, de la Policiía Nacional, ante el Juez Segundo de Instrucción Criminal, en Facatativá, el 22 de noviembre de 1990. Lo que más impresiona es que la multitud de crímenes narrados apretadamente en esas seis páginas, perpetrados por la DIJIN de Medellín en asocio con la Fuerza Elite, corresponden solamente al período: enero-mayo de 1990. Son como una fotografía instantánea que da acceso a una orgía de sangre que se desarrolla en un antro oscuro.

* Otros textos reveladores son las confesiones de SAUL SEGURA PALACIOS y de CARLOS DAVID LÓPEZ, miembros de la Red No. 7 de Inteligencia de la Armada Nacional, hechas ante la Fiscalía General de la Nación y luego ante otras instancias en 1994. Todos los elementos del accionar militar «sub specie civili» con fines protervos están allí reunidos: oficinas civiles de fachada (un almacén y una oficina de ingenieros); red de sicarios o asesinos a sueldo a quienes se les encomendaban los crímenes; seudónimos que identificaban desde el Coronel Comandante hasta cada uno de los sicarios; pagos a informantes y a sicarios mediante «fondos reservados» de la Armada. Esta monstruosa maquinaria de muerte subyacía a más de medio centenar de crímenes que conmovieron al Magdalena Medio y al país entero.

5. Nuevo ciclo de “legalización”

Al iniciarse el gobierno del Presidente Samper, en agosto de 1994, el Paramilitarismo estaba, pues, plenamente consolidado, no solo por sus prolongadas etapas de desarrollo (a partir de 1968) sino porque había superado todos los obstáculos para afianzarse como política de Estado.

La gran crisis la había sufrido en 1989, cuando llegó al clímax el cuestionamiento de su status legal, quedando confinado a una existencia formalmente «ilegal», pero fue entonces cuando la asombrosa inteligencia práctica de sus gestores y promotores le imprimió otros rasgos y le encontró un nuevo status que le permitiera sobrevivir sin perder fuerza, sino, por el contrario, dotado del renovado dinamismo que otorga la superación de escollos que aparecían como «graves».

Uno se pregunta cómo una política formalmente «ilegalizada» puede subsistir con tanto dinamismo en un Estado que se dice «de Derecho». La respuesta no hay que buscarla en los textos legales sino en las prácticas concretas y rutinarias de los diversos poderes, instancias e instituciones que conforman el Estado.

* El estamento militar, cuya proyección irregular es justamente el Paramilitarismo, a partir de 1989 dejó de defender públicamente la legitimidad o «legalidad» del mismo, al tiempo que consolidaba por todo el país sus relaciones, ahora clandestinas o «intermediadas» (según la confesión de Meneses Báez) con las redes de civiles armados ya establecidas desde antes y creaba otras muchas nuevas. Cuando alguna de estas estructuras sufrió un exceso de publicidad o denuncia, se consideró como «conducta aislada» de algún oficial «insubordinado».

* Por su parte, el Poder Ejecutivo ritualizó su «condena» del Paramilitarismo en sus discursos, especialmente en aquellos dirigidos a instancias internacionales, mientras llamaba a los más altos puestos de mando a sus más aguerridos promotores y concedía ascensos y honores a todos sus gestores. Parte constitutiva de su discurso fue la rutinaria solicitud pública a los poderes judicial y disciplinario, de realizar «investigaciones exhaustivas» sobre los paramilitares, mientras abdicaba «ad hoc» de sus facultades de libre nombramiento y remoción de funcionarios con miras a garantizar una sana administración pública.

* El Poder Legislativo, por su parte, aprobó todos los ascensos y honores a los gestores del Paramilitarismo y sancionó leyes y decretos de amnistía disfrazada y de privilegios judiciales, aplicables a algún paramilitar que «por error» fuera sometido a investigación o enjuiciamiento (cfr. Ley 104 de 1993, art. 9; C.P.P. art. 369 A, B).

* Pero la muralla de protección al Paramilitarismo, construida por todos los poderes del Estado, tiene una COLUMNA CENTRAL, que es el Poder Judicial.

Según el Departamento Administrativo de Planeación Nacional, solo el 3% de los delitos denunciados en Colombia culminan en un fallo judicial. Dentro de ese 3% jamás se ha contado una investigación referida a alguna estructura paramilitar. Gracias a esto, el discurso presidencial puede «legitimarse» ante la comunidad nacional e internacional con tanta seguridad, solicitando «investigaciones exhaustivas» sobre el Paramilitarismo, pues le asiste la sólida convicción de que se formalizará ciertamente la apertura de la investigación, pero también la de que ésta se hundirá, con mayor o menor premura, en el «agujero negro» de la impunidad.

Haciendo caso omiso del Fuero Militar y de las estructuras de la «Justicia» Penal Militar, ya suficientemente diagnosticada dentro y fuera del país como eficacísimo mecanismo de impunidad, y dejando también de lado por el momento los innumerables mecanismos de impunidad de las jurisdicciones ordinaria y «regional» enfocados en otros estudios, el Paramilitarismo ha gozado, en el ámbito judicial, de extraordinarios privilegios en orden a su impunidad:

El principal de ellos es el de la clandestinidad que caracteriza los crímenes del Paramilitarismo, la que de antemano impide identificar a los victimarios. Pero no se trata de una clandestinidad cualquiera, como la que podría proteger a un delincuente común; se trata de una clandestinidad protegida o «escoltada» por agentes y/o instituciones del Estado; es la clandestinidad que se da cuando civiles al servicio de los militares, o militares «de civiles», perpetran los crímenes, sometiendo muchas veces a las víctimas con la fuerza de la «autoridad del Estado» (siempre difícil o imposible de comprobar), pero utilizando medios privados (haciendas, vehículos, trajes) para consumar el crimen; es la clandestinidad que se da cuando los victimarios gozan, según el caso, de un control militar o policial del escenario del crimen, control que inmoviliza toda resistencia o intento de denuncia, o de un despeje total del escenario, cuando los victimarios lo controlan por sí mismos y pueden huir a paso lento y sin resistencia alguna. Tal clandestinidad crea las condiciones básicas de impunidad para que el Poder Judicial juegue su papel.

Al poder judicial se le pide no tener en cuenta dichos mecanismos específicos de clandestinidad oficialmente «escoltada», e investigar los hechos dentro de los parámetros legales y normales: buscar órdenes escritas de allanamientos o capturas (que no existen); registros de detenidos y de control de vehículos en los libros de minuta (que tampoco existen); interrogar a testigos que no vieron ni oyeron nada; escuchar en «declaraciones libres y espontáneas» a los mismos victimarios; responsabilizar a familiares, vecinos y amigos por «no dar información». Practicados estos rituales, se declara inexorablemente la «falta de pruebas», legitimando la absolución o el archivo. Si por casualidad resulta un testigo heroico, ya están previstos múltiples métodos para destruir tal prueba: la amenaza de muerte (muchas veces cumplida); cuestionar su probidad moral, ya sea buscando el concurso del Instituto de Medicina Legal para declararlo «perturbado mental» (recurso que resultó clave en la masacre de Trujillo y que aún mantiene en la absoluta impunidad a todos sus autores), ya sea acusándolo de simpatizante o colaborador de la guerrilla, e incluso abriéndole un proceso penal por tal «delito» mediante declaraciones de «testigos sin rostro» o de incondicionales del Paramilitarismo, llegando hasta emitirle una orden de captura por eso (caso del Párroco de El Carmen de Chucurí); o simplemente descalificar a los testigos porque estarían «interesados en el caso» (como ocurrió con los 24 testigos del asesinato de la misionera suiza Hildegard Feldmann).

El Poder Judicial ha sido, pues, la columna vertebral en la muralla de protección al Paramilitarismo, y es el que crea las condiciones más básicas para que el estamento militar pueda continuar proyectándose en ese cuerpo espurio que goza de la savia vital del Estado, succionada por canales astutamente ocultos, y el que al mismo tiempo posibilita el discurso del Ejecutivo, de «condena» formal al Paramilitarismo, remitiéndolo a las «exhaustivas investigaciones» y procesos de la «Justicia», mientras exalta a los más elevados cargos a sus gestores y promotores, todos ellos «absueltos» por la «Justicia» o beneficiarios de los rutinarios «archivos».

* La Procuraduría, por su parte, ha adoptado los mismos mecanismos «investigativos» y «probatorios» del Poder Judicial, propiciando una impunidad monstruosa también en el terreno disciplinario. Desde que el Procurador Jiménez Gómez, en 1983, hizo pública la lista de los miembros del MAS al tiempo que los exoneraba de procesamientos y sanciones disciplinarias, definiendo su gestión como «Procuraduría de Opinión», sus sucesores se acostumbraron a no investigar, a no procesar y a no sancionar, abdicando del poder disciplinario que la Constitución les asigna. Las presiones internas y externas les han llevado, a lo sumo, a adoptar la estrategia de los «chivos expiatorios» (contados en los dedos de la mano y del más bajo rango), absteniéndose de investigar estructuras y cadenas de mando.

Sobre este pedestal o «telón de fondo», actúa el Gobierno Samper. Su apoyo al Paramilitarismo se le facilitó al máximo: solo era necesario dejar las cosas como estaban, adoptar el discurso condenatorio de sus predecesores y seguir solicitando «investigaciones exhaustivas» a los poderes judicial y disciplinario. Pero el Gobierno Samper no optó por esa vía. Al filo del primer año de su administración, se puede comprobar que su posición frente al Paramilitarismo no se ha limitado al respaldo pasivo, que podría consistir en usufructuar el camino construido durante más de una década con el concurso de todas las instancias del aparato de Estado. La consolidación del Paramilitarismo como Política de Estado ha avanzado muchísimo en el último año.

A pocos días de posesionarse en la jefatura del Estado, el Presidente Samper hizo público, el 9 de septiembre de 1994, el documento que trazaba su Política de Derechos Humanos. El No. 5 se refería al Paramilitarismo y lo definía como un fenómeno «ligado, en alta medida, a la «territorialización» de cierta porción de los capitales del narcotráfico que debilita el legítimo monopolio de las fuerzas que debe mantener el Estado», y también como «un fenómeno, bastante circunscrito, de formación de «autodefensas» campesinas como reacción a los atropellos de la subversión». Ninguna mención al papel preponderante que cumplió el Estado (y específicamente el Poder Ejecutivo a través de las más altas instancias de su Fuerza Pública) en su creación y organización, ni al papel rector que continúa cumpliendo, con relativa clandestinidad, en los más variados lugares del país, ni a la protección, respaldo, aval , tolerancia y colaboración que le han brindado los diversos poderes del Estado mediante mecanismos eficaces de facto, que no mediante discursos formalmente «condenatorios» que encubren las prácticas contrarias.

¿Qué pretenderá un tal «diagnóstico» del Paramilitarismo? Seguramente no pretende combatirlo, pues no puede combatirse lo que no se acepta que realmente existe.

Negado el fenómeno real, o mejor, definido de tal manera que se desconozcan sus rasgos esenciales, sus perfiles más característicos y la problemática más grave que revela, se abren los más amplios espacios para avalarlo.

En efecto, los cambios en la cúpula militar operados el pasado mes de noviembre constituyeron el más explícito aval oficial al Paramilitarismo y, de paso, un enérgico espaldarazo a la impunidad. Para comprobarlo solo basta un rápido repaso a las listas del MAS, promulgadas por el Procurador Jiménez Gómez, a las de la «Triple A», a las numerosas confesiones antes citadas de protuberantes figuras arrepentidas del Paramilitarismo y a numerosos expedientes dejados a medio camino por los poderes judicial y disciplinario, gracias a los eficaces mecanismos de impunidad ya descritos.

Pero el Gobierno Samper ha querido ir aún más allá: rápidamente le devolvió el status «legal» al Paramilitarismo, reencauchándolo como «Asociaciones Comunitarias de Vigilancia Rural». El Comunicado emitido por la Presidencia de la República el 13 de diciembre de 1994 «legalizaba» los elementos constitutivos del Paramilitarismo, no ya solo permitiendo o tolerando, mediante mecanismos implícitos, grupos de civiles armados, sino creándolos y dándoles «vida legal», sustentándolos en una supuesta legitimación «defensiva» (como las «Autodefensas» originadas en Puerto Boyacá y expandidas hacia todo el territorio nacional) (cfr. Comunicado, No. 7, lit. b); coordinados por la Fuerza Pública (Comunicado, No. 7, lit.c); dotados de armas por la Fuerza Pública (Comunicado, No. 7, lit. e) y financiados conjuntamente por el sector público y el sector privado (Comunicado, No.6). Todos los parámetros del Paramilitarismo se reeditaban allí y adquirían, ahora sí, status «legal».

Sentadas las bases de una reactivación, ya no clandestina, del Paramilitarismo, la euforia no se hizo esperar. El primer semestre de 1995 ha significado un desbordamiento eufórico del mismo (y ya se sabe que sus euforias son sangrientas).

El documento de la Primera Cumbre de Autodefensas de Colombia, celebrada a comienzos de 1995 en algún lugar del país, registra que «afortunadamente las autodefensas reviven en el territorio nacional, con una identidad única, sin salirse de la línea antisubversiva» (pg.49)

El mismo documento afirma que «Ningún grupo de autodefensa alineado en torno a AUTODEFENSAS DE COLOMBIA, volverá a desmovilizar sus hombres y no se caerá en el mismo error de Fidel Castaño, quien convencido de que al haber erradicado la guerrilla de la zona donde él operaba, ya las FF. AA. podrían controlarla y desmovilizó su organización por un tiempo, lapso durante el cual las FF.AA. no pudieron mantener el control de la región… motivo por el cual Fidel Castaño se vio obligado a reactivar sus autodefensas» (pg.55) Efectivamente el Urabá antioqueño y Córdoba, volvieron, en 1995, a ser presa del Paramilitarismo. Desapariciones, masacres, asesinatos, torturas y desplazamiento forzado de comunidades enteras fueron registradas en el Informe de ONGs nacionales e internacionales que visitaron la región en abril/95.

El Putumayo, el Cesar, el Catatumbo y la provincia de Ocaña, el Meta, el Magdalena Medio, el Sur de Bolívar, el Valle y el Cauca, Boyacá , Casanare y Arauca , Caquetá y el Eje Cafetero, el Nordeste y el Suroeste de Antioquia , varias zonas de Santander y las comunas populares de Bogotá, Medellín y Cali, asisten, en los últimos meses, a un auge impresionante del Paramilitarismo. En Villavicencio convocaron a un congreso en el recinto de la Asamblea departamental en el mes de marzo y reiteraron en todos los tonos su viejo propósito de «exterminio de la Unión Patriótica». Ya desde febrero habían multiplicado las amenazas contra el Comité Cívico de Derechos Humanos del Meta, obligándolo a cerrar sus oficinas y a trasladarse a Bogotá desde mayo.

El citado documento de la Cumbre, dice que «se acordó agrupar a todas las autodefensas existentes en el país y que poseen un matiz transparente en la lucha contrainsurgente en torno a la organización de AUTODEFENSAS DE COLOMBIA, con la misión primordial de combatir la subversión en el territorio nacional…». Informa que se organizaron en estructuras como GRAU (Grupo de Autodefensa Urbano), GRIN (Grupos de Inteligencia) y GRAP (Grupos de Apoyo Político) y que «se aprueba seguir considerando como blancos militares, a los cuadros políticos y sindicales de la extrema izquierda…»

A quien lea el documento en mención, sobre todo su capítulo sobre las Fuerzas Armadas (pg. 18 a 38), pocas dudas le quedarán sobre su autoría militar.

Tampoco queda duda alguna, al registrar la reactivación del Paramilitarismo bajo el Gobierno Samper y al leerla sobre el telón de fondo de su trayectoria histórica, iluminada por las coincidentes y contundentes CONFESIONES de autorizados exponentes, de que se trata de una tozuda POLITICA DE ESTADO que devora a nuestro martirizado país.

Javier Giraldo M., S. J.
Junio 1995 – Boletín Justicia y Paz, segundo trimestre 1995 – Versión en inglés en “Colombia, The Genocidal Democracy”, Common Courage Press, Monroe, Maine, 1996, ISBN 1- 56751-087-6

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