En las últimas semanas el país ha sido testigo de una serie de capturas de funcionarios públicos que dejan muy mal parada a la institucionalidad colombiana, sobre todo, si se tiene en cuenta los puestos que ocupaban y los delitos por los cuales son investigados por la Fiscalía.
En ese sentido, Gustavo Villegas, secretario de Seguridad de Medellín, es señalado por el ente acusador por tener relaciones con el crimen organizado de la ciudad, resultando paradójico que el encargado de la seguridad en la segunda ciudad más importante del país tenga una relación amigable con las estructuras criminales que operan en el Valle de Aburrá. Pero Villegas no ha sido el único caso de vergüenza institucional para el cargo que ocupaba, Luis Gustavo Moreno, director de la Unidad Anticorrupción de la Fiscalía, también fue capturado por exigir sobornos de USD 10.000 para favorecer en los procesos que se adelantan en Colombia en contra del exgobernador de Córdoba, Alejandro Lyons. Vergonzoso que el encargado de investigar los procesos de corrupción en la Fiscalía resulte siendo un corrupto. Tragicomedias que solo pasan en este pedacito de tierra llamado Colombia.
Pero, en lo que va corrido del año, los casos de Villegas y Moreno no han sido los únicos que han manchado las instituciones del Estado colombiano. Los conocidos escándalos de corrupción de Odebrecht y Reficar, que vinculan a fuertes personalidades de la política colombiana, incluyendo a Juan Manuel Santos y a Óscar Iván Zuluaga, por la financiación de sus respectivas campañas presidenciales. También aparece en la lista el excongresista Otto Bula. Hechos que evidencian que el problema más grande que tiene el país es la falta de ética por parte de los funcionarios públicos.
«Un funcionario público es para que le sirva al público», decía Jaime Garzón. Palabras pronunciadas hace más de una década con enorme validez en la actualidad. Pero ¿En qué momento se perdió la ética en la actividad política en Colombia? Pensemos más bien en que pocas veces ha estado presente. Echemos un vistazo atrás y démonos cuenta de que el problema viene de antaño.
La presidencia de Ernesto Samper, por ejemplo, estuvo salpicada por el escándalo del llamado Proceso 8.000, que ejemplifica la captación del Estado colombiano por parte de los grandes carteles de la droga en la década de los 90. El tristemente recordado cartel de Cali, en cabeza de los hermanos Rodríguez Orejuela, filtró dineros en la burocracia más cercana de Samper y gracias a esto, el candidato liberal fue presidente de nuestro país en 1994. Un elefante que pasó inadvertido por las narices de la clase política.
Sin embargo, lo de Samper sería apenas una escaramuza en comparación con el gran sacudón que recibió la institucionalidad colombiana y la misma carta política del 91 en los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez. Chuzadas ilegales a periodistas, magistrados y políticos de oposición; ejecuciones extrajudiciales, «Yidispolítica», desfalco de Saludcoop, reconocidas alianzas de funcionarios del gobierno con grupos paramilitares, Agro Ingreso Seguro, falsas desmovilizaciones de grupos armados como el caso del llamado Bloque Cacica Gaitana de las FARC y el 30 % del Congreso de la República investigado por parapolítica, son algunos de los vergonzosos acontecimientos que rodearon a Uribe y sus principales aliados políticos durante su ejercicio en el Gobierno nacional.
Entonces, ¿por qué pasó inadvertido todo esto? Porque hubo toda una estrategia mediática que señalaba como principal problema del país a las FARC, así nos estuviera carcomiendo la corrupción y así la falta de ética en las instituciones no fuera culpa de la guerrilla y, por el contrario, esto hubiera ayudado históricamente al recrudecimiento de la guerra y a la violación sistemática de los derechos humanos.
Ahora que las FARC se han desarmado, tienen más eco los escándalos de corrupción en el país y pareciera que la clase política tradicional está teniendo una veeduría mucho más fuerte y un control más efectivo, sobre todo, en lo que concierne al dinero público.
No solo ha sido efectivo el desarme de la guerrilla para la construcción de paz, también lo ha sido para que los colombianos nos podamos centrar en los problemas reales que recaen sobre el país con esta clase dirigente manchada de escándalos y de corrupción. No basta sino mirar el cinismo del exprocurador Alejandro Ordoñez, destituido del Ministerio Público por aplicar el «tú me elijes, yo te elijo» y el pasado 10 de abril fue uno de los promotores de la marcha contra la corrupción. Un corrupto saliendo a marchar en contra de sí mismo y, peor aún, aspirando a la Presidencia de la República.
Ojalá que la corrupción y la falta de ética de la clase política tradicional no incidan, una vez más, en las elecciones de 2018. De nada nos sirve saber quiénes son los responsables de la crisis institucional en el país si seguimos votando por ellos.
Apenas estamos asimilando que el problema ha dejado de ser las FARC.
Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de la ONG Corpades y Análisis Urbano.
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