El testigo involuntario

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Historia de un protegido que el Estado abandonó

(Primera Parte)

Redacción AnalisisUrbano.com

— Matame hermano, matame, pero no me hagás vivir así. Ya no aguanto más—, rogaba Juan a sus verdugos, a cualquiera de los tantos que se turnaron a diario para torturarlo. Repitió la frase por más de 30 días; su secuestro duró casi 45. Siendo Aprendiz de panadero, Juan fue a trabajar a Barrancabermeja por invitación de un amigo a quien consideraba casi un padre. Allí, en uno de los municipios más calientes de Colombia -tanto por su temperatura que continuamente se acerca a los 40 grados, como por la fallida desmovilización paramilitar que dejó un legado de crimen organizado que hoy se hace llamar Urabeños-, Juan fue golpeado, secuestrado, rescatado, baleado, retenido nuevamente, persuadido a testificar y finalmente abandonado a su suerte por el Estado. Esta es su historia.

 En tierras de Urabeños, los jefes no se tocan

Uveny Jerez, amigo de Juan, llevaba casi una hora sentado e inclinado contra una tapia corta que cercaba la vivienda en la que se festejaba. Sus brazos reposaban sobre el muro y encima de ellos sumía su cabeza, similar a como se duerme en un salón de clases cuando la cátedra es aburrida. Pero Uveny no estaba aburrido, estaba borracho, y al perder el sentido también perdió de vista a la novia que lo acompañaba esa noche. Cuando se despertó, desorientado, vio a Juan a su lado y lo primero que preguntó fue: — ¿dónde está la mona?—.

Juan dudó. El tiempo que Uveny llevaba inconsciente era el mismo que la dama llevaba bailando con el Diablo, en realidad Roberto Cuadrado Gil, uno de los jefes militares de la estructura criminal -post desmovilización AUC- conocida como Urabeños, quien ostentaba el mando ilegal del territorio de Barrancabermeja. Finalmente, Juan hizo un gesto con la mano y señaló hacia el interior de la casa para indicar que allí estaba la novia ausente. Uveny se levantó, ingresó a la vivienda para buscar a su pareja y allí se encontró con una mona que ya no bailaba, ahora disfrutaba del abrazo y las caricias del Diablo, escena que desató la ira del amante.

Juan esperaba afuera, alcanzó a escuchar una escaramuza y cuando intentó ingresar a la casa para ver qué sucedía, Uveny salía corriendo, asustado, al tiempo que gritaba “nos vamos, paisa, nos vamos. ¡Vámonos! ¡Vámonos!”. A los pocos días, Juan supo que Uveny resolvió la hombría ofendida a punta de golpes: cegado por los celos y la ira, inició una pelea en la que zurró al mismo Diablo, dejándolo mal herido. Los subordinados del jefe criminal respondieron y sacaron sus armas para someter al agresor, fue cuando Uveny salió corriendo y se topó con un Juan desorientado, que al escuchar su tajante “¡Vámonos! ¡Vámonos!”, y sin entender aún, simplemente lo siguió.

Uveny logró encender su moto y huyó; Juan, por el contrario, no alcanzó ni siquiera a ingresar la llave en la suya. Apenas se estaba subiendo al sillín cuando 10 hombres, según recuerda, le salieron con pistolas, revólveres, escopetas recortadas y fusiles. Lo cercaron, le apuntaron, le amenazaron y lo tiraron al suelo. Segundos después, lo cubrieron con una lluvia de patadas, que hoy, cuatro años pasados, dejaron secuelas en su rostro: una sola expulsó cinco dientes fuera de su boca, las otras le tumbaron cuatro más; la dentadura sigue sin reparar.

Juan, débil y sangrante, aún estaba en el suelo cuando el Diablo salió de la casa, visiblemente golpeado e iracundo, y volvió a patear su rostro. Le gritó que dónde estaba Uveny y se irritó más cuando Juan respondió que no sabía, que no tenía nada que ver y que del fugitivo sólo conocía lo mismo que los criminales, la dirección de la mamá.

 

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En realidad no se conocían hacía mucho. Juan vivía en un barrio popular en Medellín, su situación económica era muy dura, no conseguía empleo fácilmente y tenía hijos que atender. Por invitación de un señor a quien consideraba casi un padre, se fue a vivir a Barrancabermeja en donde le dieron la oportunidad de ser ayudante de panadero. El viaje fue a inicios del año 2009 y a finales del mismo logró organizar sus gastos, de modo que pudo ayudar a su familia en Antioquia al tiempo que se costeaba el arriendo de una vivienda en un barrio humilde del puerto petrolero.

Juan vivía solo. Su turno en la panadería iniciaba desde la madrugada, tipo 5 a.m., hasta las 7 u 8 de la noche, lo que dificultaba ampliar su vida social, por lo tanto no tenía amigos. En octubre de 2009, luego de una jornada laboral, regresó a su casa y encontró que fuera de ella, en el antejardín, una pareja parecía discutir. Aunque tuvo curiosidad, se hizo el desentendido, estaba cansado y quería dormir, así que se internó en la vivienda.

Comió, organizó sus cosas para el otro día y luego se acostó, pasada una hora de estar en cama seguía sin conciliar el sueño. Los sollozos de la muchacha traspasaban las paredes y le impedían dormir, el llanto era desconsolado, triste, desesperado. Prestó atención al diálogo de la pareja y supo que el drama obedecía a la reacción de unos padres que se negaban aceptar al novio, los amantes se fugaron y ahora sufrían por no saber qué hacer ni dónde pernoctar.

Juan es una persona noble, ingenua, de fácil estafa dirían algunos. Es imposible hablar con él y no sentir simpatía y algo de lástima por la inocencia que parece exponerlo. Se levantó de su cama, salió de la vivienda y preguntó a la pareja qué sucedía. El novio relató la tragedia porque la respiración entrecortada, las lágrimas y los gemidos le impedían a la dama modular palabra. Cuando terminaron el relato, Juan sólo respondió: —Si ese es el problema, hermano, pues duerman aquí. Mañana miramos qué se hace, pero, por favor, que la muchacha deje de llorar—.

Madrugó como siempre, se alistó a las 4:30 a.m. y se dispuso a salir de su vivienda. Antes de hacerlo, se asomó al cuarto en el que dormían los amantes, se dirigió al hombre y con vos queda le dijo que ahí les dejaba “el ranchito”, que confiaba en ellos y que después hablaban. Partió a su trabajo, horneó lo que le tocaba, atendió la panadería y todo el día pensó en cómo ayudar a la pareja con su drama.

Al finalizar la jornada, retornó a su hogar y cuál sería su sorpresa cuando encontró su antejardín lleno de muchachas, las cuales rodeaban la joven pareja que él acogió la noche anterior. El hombre tocaba una guitarra y cantaba al son del vallenato mientras las jóvenes, entre ellas la novia, le hacían coro. Juan estaba gratamente sorprendido, o eso recuerda, “llevaba casi un año sin sentir tanta vida y tanta alegría”, dice, luego calla unos segundos y su mirada parece perderse, se extravía años atrás, sus ojos empiezan a ponerse vidriosos, algo acuosos, y finalmente agrega: “yo era un hombre muy solo, abandonado, cómo no me iba a poner contento de tener compañía… así me trajera problemas después”.

Ese fue el día en que nació la amistad con Uveny Jerez, “el cantante de Barrancabermeja”. Después del concierto improvisado, Juan se enteró que Uveny era un desmovilizado paramilitar del bloque de las autodefensas del Puerto de Boyacá que ahora intentaba vivir de su talento musical. “Era muy especial, era muy ‘pinta’ y talentoso, todas las mujeres lo querían por eso. Había dejado las armas y estaba grabando un disco para dar moral a los desmovilizados de la guerra, creo que la Alcaldía y el Ejercito lo apoyaban con eso”, cuenta Juan.

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Al final del festejo, Uveny y Juan habían compartido problemáticas, intercambiado historias de vida y generado empatía, por lo que este último le propuso al cantante que se viniera junto a su novia a vivir “al ranchito”, les ofrecía su hogar mientras hallaban un buen sitio para vivir. La estadía se prolongó tres meses y durante ese tiempo la casa se llenó de música y de vida, posteriormente  la pareja se mudó pero la amistad entre los hombres permaneció.

El cantante visitaba, casi a diario, la panadería donde Juan laboraba. Lo esperaba y cuando salía de trabajar se lo llevaba para cualquier festejo o reunión en la que estuviera contratado para cantar. Siempre se acompañaban de una mujer distinta porque las novias de Uveny variaban constantemente, ya no era la de aquel llanto desconsolado, para el jueves de mediados de abril de 2010, la novia ahora era una joven esbelta y rubia a quien llamaban la mona.

Ese día, los nuevos amantes esperaban que Juan terminara de trabajar para que, con suerte, esa noche, se convirtiera en pareja de alguna de las amigas de la mona. Estaban invitados a un baile casero en el barrio popular La Esperanza, sector controlado por los Urabeños, y bajo el mando específico de Roberto Cuadrado Gil, alias El Diablo, dueño del control territorial del puerto petrolero, el mismo que decidía quién vivía y quién moría en toda Barrancabermeja; ante la ley, en ese momento, un ciudadano cualquiera sin requerimiento judicial alguno.

El cantante conocía a los criminales desde su época paramilitar porque muchos fueron sus compañeros de campaña, algunos eran desmovilizados que volvieron a tomar armas y otros eran personas que nunca quisieron dejar la vida ilegal. “Pa’ qué negarlo”, dice Juan, “Uveny tenía mucho amigo dentro de los Urabeños pero él no hacía nada malo, por eso íbamos tranquilos a las fiestas”.

Sin embargo, la fiesta de esa noche fue todo menos tranquila. A las 8 p.m. llegaron al baile. Dos horas después, Uveny estaba borracho y adormilado sobre una silla en el exterior de la vivienda mientras que la mona, seducida al interior de la casa, había decidido desechar el talento musical de su novio para entregarse al poder armado del Diablo. A las 10:30 fue la disputa entre los hombres por la dama y casi a las 11, Juan, el ayudante de panadero que nada tenía que ver en la contienda, ya estaba tendido en el suelo, cubierto de sangre, cara y cuerpo destrozados, producto de una golpiza que en realidad tenía por destino al cantante fugitivo.

Juan fue desaparecido

El Diablo seguía pateando el cuerpo de Juan mientras que profería agravios contra el cantante. A gritos, también lo insultaba, sentenciando, además, que hasta que no apareciera Uveny no lo iban a dejar ir. El cuerpo, casi inconsciente sobre el suelo y con la boca desecha, emitía un sonido apenas audible, débilmente, sólo atinaba repetir “por qué me hacen esto, yo no tengo nada que ver”.

El jefe ordenó que lo amarraran y se lo llevaran, así que, siguiendo las órdenes del Diablo, los criminales le ataron, Juan no recuerda con qué, sus muñecas detrás de la espalda y sus tobillos. Una vez atado, lo montaron bocabajo y atravesado sobre el sillín de una moto Suzuki 100 de color negro, luego lo llevaron a otra casa, también en el barrio La Esperanza, a pocas cuadras de la del baile.

“La casa era esquinera, grande. Pero por dentro tenía como un apartamento pequeño, con cocina, dos piezas y entrada independiente. Al apartamentico se podía entrar por la calle y por la casa, ahí me tenían a mí”. Juan pasó su cautiverio en la vivienda que parecía ser el centro de operaciones de los Urabeños en Barrancabermeja, allí vio desfilar más de una docena de delincuentes, entre ellos a Harrison Esparza, alias H.H., un jefe criminal de alto rango, con mando en toda la región del Magdalena Medio, quien iba cada quince días a esa casa para pagar la nómina ilegal correspondiente a la ciudad del Cristo petrolero.

“Cuando llegamos no me desataron, me hicieron entrar a la casa dando brincos, me caí varias veces porque me golpeaban y me daban con las cachas de las pistolas”, cuenta Juan y agrega: “yo no sé cómo sobreviví. Estaba destrozado. La parte de arriba de la boca (dice mientras se toca el lado izquierdo del maxilar superior) se me corrió toda hacia arriba, yo la sentía como en el pómulo”.

La primera semana de encierro nadie lo auxilió, por el contrario, lo siguieron golpeando casi a diario. Lo torturaron sicológicamente amenazándolo con la muerte y describiéndole cómo iban a asesinarlo, todo el tiempo lo insultaban y a cada rato le exigían que delatara a Uveny, que ‘cantara’ dónde se escondía porque estaban seguros de que sí sabía; Juan sólo respondía que cómo carajos iba a saber si él estaba amarrado y secuestrado en esa casa.

En realidad, Juan no estaba secuestrado, a él lo iban a desaparecer. El Diablo dio la orden de asesinar a Uveny y una vez cumplida, el siguiente mandato era la desaparición de Juan sin dejar rastro. La orden “desaparezca sin dejar rastro” en este país significa “mate, pique y entierre” y el ayudante de panadero lo sabía, por eso los primeros días, y sobre todo las noches, en cautiverio se llenaron de desespero y terror. Cuando se está en manos de los verdugos, no hay nada más cruel que la certeza de una muerte violenta y el alargue de su llegada, especialmente porque da cabida al enemigo más feroz de las víctimas de desaparición forzada, la esperanza.

 

23ago12 Casa del terror en Bello Cabañas

“Todavía no matemos a este ñato, pa’ que Uveny se deje ver cuando lo busque”, le indicó el Diablo a uno de sus hombres, entonces Juan comprendió por qué seguía con vida. La expectativa de capturar al cantante reposaba sobre la amistad de ellos dos, pero pasaron 40 días y al cautivo nadie lo buscó.

Durante ese tiempo, vio desfilar por la casa a varios de los Urabeños. “Allí planeaban los crímenes que iban a cometer y allí mismo volvían después de ejecutarlos. Yo sabía cuando mataban a alguien porque llegaban, se bañaban, se cambiaban de ropa y dejaban las armas, al otro día compraban el Q’Hubo para verificar lo que habían hecho”, cuenta Juan.  “A los quince días de estar encerrado, uno de ellos llegó lavado en sangre. Intentó robarse una moto pero el dueño estaba armado y se defendió pegándole un tiro en una mano. Como no podían ir a hospitales, a la casa fue un médico amigo de ellos, lo revisó y lo curó. Cuando pasó por mi cuarto, entró, y al verme tan aporreado preguntó que qué me había pasado pero le contestaron que no, que nada que hacer, que yo ya estaba embalado. El doctor me acomodó la cara con las manos, les ordenó que me dieran unas pastillas para el dolor y me dijo que no podía hacer nada más por mí, luego se lo llevaron. Esa fue la única vez que, estando allá, alguien me ayudó”.

El destino de Juan era claro para ellos: su única opción era la muerte. Su estadía en aquella casa le permitió conocer el funcionamiento y la estructura de los Urabeños. La primera vez que Harrison Esparza, H.H., fue a pagar la nómina criminal, lo vio pero no hizo preguntas; quince días después, cuando volvió, sentenció: “ese ñato no puede salir vivo de aquí, él ya conoce mucho de nosotros”. Pero nadie causaba su muerte

Lo humillaron, sí, pero no lo asesinaron. Durante los 45 días que recuerda haber estado encerrado, solo recibió agua y arroz. El agua se la daban en la misma bacinilla en la que lo ponían a orinar y el arroz se lo tiraban al suelo. Nunca fue desatado por lo que debía inclinarse y posar su cara sobre la vasija para beber y sobre el suelo para poder comer, así como lo hacen los perros. Lo bañaban cada cinco días, lo trasladaban dando brincos hasta el baño, lo sumergían bajo el chorro unos minutos y luego lo devolvían a la cama, mojado y sin cambio de ropa. El trató era inhumano, ya pesaba menos de 40 kilos y su muerte aún no llegaba, por esa razón Juan lloraba y le rogaba a sus captores que lo mataran, pero que no lo hicieran vivir así.

Desahuciado y con la esperanza rendida, Juan sintió que alguien entró alterado y vociferando que a Uveny lo habían visto con “unos manes de la Sijín”, pero no lo recuerda bien porque su estado era delirante. “Me pareció que desocuparon la casa, salieron por los techos. Al rato, alguien se me acercó, era Uveny. Yo no entendí, todo fue como un sueño y sólo le dije que se fuera, que se abriera que lo iban a matar; él me contestó: ‘paisita, yo a usted no lo iba a dejar botado, usted es un amigo muy leal’”.

En un operativo policial a cargo de la Sijín, en el que participaron más de diez uniformados, Juan fue rescatado y el centro de operaciones ilegales, aparentemente, fue desmantelado. Sin embargo, no hay registros oficiales ni del secuestro ni de la operación rescate pese a los testigos que confirman los hechos. El ayudante de panadero pasó mes y medio en manos de los criminales y luego fue liberado. Cualquiera pensaría que las autoridades lo salvaron, pero su desgracia apenas estaba comenzando.

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