El sábado 9 de febrero de 2019 se presentó una masacre en Bello, municipio ubicado al norte de la subregión del Valle de Aburrá, en Antioquia; ese día fueron asesinadas tres personas y tres más quedaron heridas, entre ellas una mujer de 58 años de edad.
La matanza presagiaba que algo grave estaba ocurriendo en el bajo mundo que se asienta en el territorio bellanita y así fue; la guerra estalló y tres bandas iniciaron la confrontación militar. Sin embargo, un mes después de iniciado el desangre, la institucionalidad negaba la magnitud del problema de orden público y lo minimizaban a «hechos aislados». Seis meses después reconocen parcialmente la grave situación, verdades a medias pululan y parecen ser la hoja de ruta de una estrategia de seguridad que tiene más errores que aciertos.
A la fecha que se escribe esta artículo van 108 homicidios registrados —85 más que en el mismo periodo de 2018—, sin embargo, ha empezado a presentarse una reducción sustancial en las muertes violentas; la confrontación armada está menguando, lo que significaría que la institucionalidad ajustó el plan de seguridad y asfixió a las bandas que están en pugna o que hubo una tregua criminal. La mediación de poderosas estructuras criminales estaría forjando este acuerdo y la disminución en homicidios y confrontaciones militares así lo dejan entrever. No se puede olvidar que en el transcurso de este conflicto ya se había hablado de una tregua que inicialmente no se logró, pero que ahora parece que sí se materializará.
Una acción no excluye a la otra. La labor institucional, con errores, ha forzado una tregua criminal al igual que lo hizo en Medellín con la guerra fría en la Oficina. Lamentablemente se vislumbra que, al igual que en la capital antioqueña, el Estado local, departamental y nacional no anunciará que triunfó y quedará la sensación de que el crimen urbano y rural son los que ponen la agenda de paz y guerra en el Valle de Aburrá, como en años pasados. El olfato político y la memoria parecen haberse perdido en estos tiempos en que lo ilegal se mezcla con lo legal y se consolida el crimen a pesar de las capturas, los decomisos y el control a su accionar.
Una institucionalidad que es errática termina olvidando lo que significó la paratranquilidad urbana 2004-2007 —o donbernabilidad— y el Pacto del Fusil —acuerdo criminal de julio de 2013—. En estos dos momentos históricos el triunfo lo reclamó el crimen urbano-rural, la institucionalidad perdió aún más credibilidad.
Ahora, de ser cierta la tregua, la preocupación es latente; muchos ciudadanos y algunos funcionarios públicos probos se preguntan qué pasará si se rompe la tregua que parece regir por estos días entre El Mesa, Niquía-Camacol y el sector de la banda Pachelly. ¿Acaso ingresarán nuevos actores armados que forzarán la reconfiguración de la cartografía del crimen urbano y rural en el municipio?
Análisis Urbano lanza otras inquietudes que pasan de soslayo y que merecerían respuesta institucional: ¿por qué la inteligencia del Estado, representada en la Policía, el Ejército y avalada por Fiscalía General de la Nación busca negar la realidad del conflicto que ha sacudido a Bello este año?, ¿por qué se niega la presencia y la participación de actores externos como las AGC o Clan del Golfo en el municipio?, ¿por qué se minimiza la existencia de la desaparición forzada y trata de mostrarse como un fenómeno aislado y poco frecuente? Al respecto de este último interrogante, la institucionalidad solo ha admitido cuatro casos en lo corrido de 2019, a sabiendas de que en los últimos cuatro años son más de 25 casos registrados con SPOA.
Igualmente nos preguntamos, ¿por qué se quiere mostrar que en Bello solo actúan cuatro estructuras criminales fuertes que han sido clasificadas por el Ministerio de la Defensa como Grupos de Delincuencia Organizada (GDO) y cuatro bandas denominadas Grupos Delincuenciales Común Organizado (GDCO)? Las primeras son: El Mesa, Los Chatas, Los Pachelly y Los Triana; las segundas son: El Mirador, Maruchenga (Los Peludos) Niquía-Camacol y La Camila.
¿Por qué se niega la presencia de la Oficina del Doce de Octubre —que controla París, Asentamiento Nuevo Jerusalén (Finca El Cortado) y comparten territorio en el barrio Obrero con Los Chatas—?
¿Por qué se sigue insistiendo en negar la presencia de la Oficina de San Pablo que controla totalmente la vereda Granizal en donde 25.000 familias sufren de esclavitud moderna?
Finalmente, ¿por qué se niega la presencia de las AGC a sabiendas de que esa estructura paramafiosa tiene corredor estratégico y territorios que van desde la vía San Félix —en el municipio de Bello—, pasando por el corregimiento de Llanos de Ovejas en San Pedro de Los Milagros, donde se asienta una de sus bases principales? ¿Por qué se desconoce que el Frente de Guerra Urbano Nacional Camilo Torres Restrepo del ELN hace presencia en el Valle de Aburrá y por ende en Bello?
Las verdades a medias poco o nada sirven para solucionar los problemas de orden público como el que ha vivido el municipio de Bello. Mientras la inteligencia del Estado se desgasta en bajarle perfil al conflicto, debería en cambio unirse en torno a la alcaldesa del municipio afectado y al gobernador de Antioquia, quienes juntos han tratado de mostrar una realidad que parece estar incomodando a los altos oficiales de la Policía y al parecer del Ejército también.