En medio de la guerra entre paras y guerrilla, así es vivir en el Bajo Atrato chocoano

FECHA:

“No hay futuro –me dijo un hombre con una sonrisa nostálgica mientras escuchábamos el acto de inicio de la Caravana Humanitaria por la Vida en Riosucio, Chocó–. Fueron 30 años de trabajo perdidos, y ya no quiero volver a perderlo todo… mi casita, los cultivos. De verdad que por allá no hay futuro”.

La Caravana Humanitaria por la Vida llegó a Riosucio desde el 7 de agosto con un propósito claro: hacer posible que las comunidades que habitan en el Bajo Atrato chocoano le hablaran al país y al mundo sobre la situación que viven a causa del abandono estatal y el conflicto armado. Yo estaba ahí, viendo rostros que decían más que cualquier discurso.

La avalancha

En 1997 comenzó la avalancha. Por los ríos, ejes de la vida en la región, pasó una fuerza incontenible que se lo llevó todo a su paso. 54.000 personas desplazadas, según el Registro Único de Víctimas, fue el tamaño de una tragedia para nada natural que ese año azotó al Bajo Atrato. Las AUC y la Fuerza Pública se aliaron para combatir al Frente 57 de las FARC por medio de la Operación Riosucio, la Operación Génesis, y otras tantas acciones militares. Indios y negros, habitantes y dueños milenarios de estas tierras, apenas tuvieron tiempo de huirle a la guerra.

“En Salaquí fue que empezaron a bombardear los grupos, unos con otros, y a nosotros nos dio miedo. Es que eso se escuchaba como si fuera aquí mismito, la tierra acá temblaba común y corriente. Eso nos obligó a dejar todo, la comida, las gallinas, los marranos, los perros, todo quedó abandonado”, cuenta Pedro* rememorando esos días en que las 126 familias que habitaban la comunidad negra de Clavellino, ubicada en la cuenca del Truandó, tuvieron que moverse durante días buscando refugio.

Su drama no fue sencillo: “Llegamos a La Nueva, nos quedamos un día, de ahí arrancamos para un caño que le dicen Metisaca, que sale a Domingodó, y por allá duramos tres días. Ahí llegaron unos botes grandes y arrancamos río Atrato hacia arriba, entramos por Jiguamiandó, llegamos a un pueblo que le dicen Churima, y de ahí llegamos a otro pueblo que se llama Cuatro Tapas. Allá nos saltamos y cogimos tierra adentro, llegamos a Pueblo Pipón… en todos esos pueblitos íbamos durmiendo, hasta que llegamos a Pavarandó, y ahí nos quedamos porque el Ejército no nos dejó pasar, pero nuestra meta era seguir hasta donde pudiéramos de ahí para allá”.

Este éxodo fue emprendido no solo por la comunidad de Clavellino, sino por diferentes comunidades desde el Salaquí y el Truandó. Por eso, al llegar a Pavarandó, el grupo superaba las 3000 personas. La situación de refugiados nunca fue fácil. Hambre, hacinamiento, enfermedades, y un terrible desarraigo, hicieron que muchos emprendieran otros caminos o decidieran retornar lentamente, aunque sin muchas garantías por parte del Gobierno.

Los que nunca se desplazaron sufrieron el drama de otras formas. En Marcial, una comunidad indígena ubicada a orillas del río Chintadó, afluente del Truandó, cuentan que la defensa de sus cuatro principios como pueblos indígenas –unidad, territorio, cultura y autonomía– fue el impulso para resistir conjuntamente. Sin embargo, no fueron días fáciles. Restricciones en la alimentación y la medicina fueron las primeras formas de control en el territorio tras la llegada de los paramilitares a la zona. A eso le siguieron asesinatos selectivos o masivos, y acciones traumáticas que finalmente ocasionaron la muerte de abuelos y niños.

Juan*, profesor y líder indígena de esta comunidad, a la que llegamos luego de ocho horas navegando el Truandó-Chintadó desde Riosucio, cuenta que el Ejército nunca los acompañó. “El Ejército y la Marina solamente trabajaban unidos a las Autodefensas. Ellos nos decían, cojan esta medicina y la entregan a una persona que está allá en tal parte. Lo mismo con alimentos. Ellos no ayudaban y nosotros sufríamos control, mataban en la entrada del Atrato para acá, asesinaban compañeros afros, paisas, chilapos, indios, aunque indios más poco porque nosotros insistíamos que nos dejaran quietos, pero a algunos los golpeaban y llegaban enfermos acá, los embolsaban con detergente y cloro. Eso eran los paramilitares, y el Ejército no decía nada”.

– ¿Y usted cree que todo ese control finalmente sí desplazó a la guerrilla?

–Sí… pero más a las comunidades.

Juan pone como ejemplo que ese año, 1997, llegó a Marcial otro grupo de 1200 desplazados también de Salaquí y Truandó. Con ayuda de todos, y gracias a la caña y el plátano comunitario, pudieron sobrevivir durante ocho meses. En cada casa albergaron a cuatro o cinco familias para dormir, hasta que un día, cuenta Juan, cogieron trocha por la cordillera para salir a Panamá o a Bojayá y seguir buscando refugio.

–De nuestra comunidad algunos también se desplazaron por el miedo. Esto que usted ve ahí atrás, alrededor de la cancha, todo era comunidad. –Juan guarda un breve silencio y continúa­–. Para decirle la verdad, esta es una historia que a nosotros nos duele, a nosotros recordar nos da lástima.

Secuelas visibles

Las secuelas de esta guerra son todavía visibles. No han sanado, tal vez, porque la guerra perdura y parece no tener fecha de vencimiento.

26 familias retornaron a Clavellino un año después. Todo lo encontraron quemado. De la desolación sacaron las fuerzas para construir, kilómetros más abajo, el “Nuevo Clavellino”, un caserío pequeño de una infraestructura precaria donde hoy, 21 años después, apenas sobreviven. El tejido social está debilitado. No hay puesto ni promotor de salud. Tampoco hay escuela porque la cantidad de niños no es suficiente para que el Estado envíe un profesor.

En cercanías a Clavellino la situación no es mucho mejor. Peñas Blancas, Dos Bocas, Pavas, Quiparadó y Juindur son algunas de las comunidades que hoy continúan despobladas o en las que viven en total precariedad. Muchos de sus antiguos habitantes han preferido no retornar, a pesar de la miseria en que se han visto sumidos en las ciudades o cascos urbanos.

A propósito, la Caravana Humanitaria que conoció estos territorios manifestó durante el cierre del recorrido su preocupación por la persistencia del desplazamiento forzado, y la desolación en lugares donde habitaron comunidades étnicas: “tras años de varias leyes, sentencias y autos que exigen al Estado implementar programas para el retorno con garantías de las víctimas del desplazamiento forzado, esto no se ha logrado y aún las comunidades siguen fracturadas y desarraigadas”.

Por su parte, las comunidades de Marcial, Jagual y Pichindé (todas del resguardo Jagual – río Chintadó, donde habitan indígenas Embera y Wounam), aunque con menores condiciones de precariedad y un tejido social menos debilitado, se enfrentan a las amenazas y vulneraciones constantes a los derechos humanos. Los grupos armados han declarado a muchos de sus habitantes como objetivo militar, por lo incómoda que ha sido su resistencia a lo largo de estos años.

Sin embargo Juan y su comunidad están convencidos de algo: “Somos organizaciones autónomas, y ellos quieren romper esa barrera para que trabajemos con la política de los grupos armados y hacer lo que ellos digan… sembrar coca, subir el mercado de ellos desde Riosucio, hacer un registro de dónde es que vienen los otros grupos, o que los jóvenes ingresen con ellos para trabajar como informantes. Eso es lo que no debemos permitir, y esa es la barrera que quieren quitarnos”.

A pesar de esta resistencia silenciosa que consiste en retornar o permanecer en el territorio en medio de la guerra, hay grandes dificultades –además, o en el marco de la guerra misma– que imposibilitan el disfrute pleno de los derechos y ponen en altas condiciones de vulnerabilidad a estas comunidades. En el Bajo Atrato, a pesar de ser una tierra especialmente fértil, son escasos los cultivos de alimentos. La razón: las que antes fueron parcelas cultivadas con arroz, plátano, maíz, cacao, chontaduro, yuca o fríjol, hoy son campos minados y controlados por los grupos armados.

“Hace como un mes apenas que estamos empezando a movernos, y hace una semana que una señora casi pisa una mina. Le dijimos al Ejército, pero jumm… esto nos dificulta mucho a nosotros el tema de la alimentación, no podemos ir a cortar los plátanos, por eso usted ve que en esta Caravana escasos de plátano, difícil. Usted hubiera ido de casa en casa, no ve ni un racimo de plátano. Esas son las condiciones que estamos sufriendo. Todo eso es por las minas y los grupos armados, porque usted se mete al campo y ve que están chiflando, y de una se presentan tres personas, que qué está haciendo, qué está buscando, quién lo mandó para acá”, cuenta Juan mientras lanza una mirada de profunda tristeza.

Aunque pudieran cultivar, comercializarlo resultaría imposible. Además de la distancia y los costos que implica movilizarse hasta Riosucio, los cobros o “impuestos”, y el control a la alimentación que todavía ejercen los grupos armados, hacen de la agricultura un oficio nada rentable. La única fuente de trabajo que han encontrado estas comunidades ha sido la madera, y aunque es un negocio lleno de intermediarios y por el que tanto el ELN como las AGC cobran, es el único que les ha permitido obtener lo mínimo para el sustento y calmar su hambre.

La madera es otro tema, pues aunque muchos viven de ella, contribuyendo a una deforestación acelerada, no son los únicos ni los mayores responsables de esto. Empresas como Maderas del Atrato, Maderas del Darién o Maderas de Urabá aprovecharon el desplazamiento del año 97 para apropiarse de territorios y acceder a licencias irregulares. Hoy son las que se enriquecen con la tala masiva de uno de los bosques más biodiversos del mundo.

Guerra contra las comunidades

La guerra fue y sigue siendo contra las comunidades. Son las únicas que no reciben réditos por ella. Grupos armados, empresa y Estado, en cambio, parecen beneficiarse del hambre y el desarraigo de estos pueblos indígenas y negros. En 2017 una nueva oleada de desplazamientos se presentó en la región a causa de los combates entre grupos armados. Hay otro desplazamiento forzado, que es silencioso, y es el que se da cuando un líder, con toda su familia, resulta amenazado. Hay que saber que no son pocos los líderes que hoy están amenazados. La avalancha que comenzó en el 97, hoy sigue agitando los ríos en el Bajo Atrato.

–Juan, ¿para usted qué es el territorio?

–Para nosotros –siempre en colectivo– el territorio es nuestra madre tierra. En ella hemos tenido y logrado todo lo que queremos, y por eso la defendemos y la cuidamos.

– ¿Cuáles son las exigencias que hay que hacerle al Gobierno?

–Queremos que nos asegure la tranquilidad en el territorio, que nos deje trabajar bien, los productos. Segundo, una salud digna, y una educación bien así como la traíamos. Queremos esa tranquilidad como la teníamos. Trabajar, construir la vivienda, el tambo tradicional, no así occidental… que tengamos todo, eso es lo que queremos nosotros.

– ¿Y cómo se imagina el futuro de estos niños que están creciendo acá?

–Le voy a hablar del pasado, porque así queremos que sea el futuro. Nuestros niños estaban bien, bien de alimentación, de recreación, se movían sin dificultad, cargábamos a un niño a una pesca, cargábamos a un niño a cortar unos platanitos, el niño venía de la escuela y luego se bañaba en la playa, como es la costumbre del indígena. Actualmente eso se nos perdió todo. Hoy los niños de nosotros están bastante… para decirle, los niños de nosotros están sufriendo, han sufrido, no están como nosotros los teníamos, bien alimentados, sin enfermedad. Queremos ese cambio, queremos que mañana mejore, que todo lo que hemos pasado se mejore, se normalice, que nos dejen como estábamos… tranquilos.

*Los nombres de las fuentes fueron cambiados por su seguridad.

Tomado de Periferia

 

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