Melilla (España), 19 oct (EFE).- Es difícil de asimilar, pero Ahmed sonríe. Vive en una chabola con tres colchones, construida entre cañas junto al cauce seco y lleno de basura que pasa al lado del centro para inmigrantes de la ciudad española de Melilla, en el norte de África. Lleva un año allí y aún no sabe ni cuándo ni cómo saldrá de ella. Es la situación de centenares de inmigrantes atrapados en una ciudad prisión.
Una radio a pilas suena. Música «mainstream» para acompañar a este argelino de 23 años mientras cocina en una mesa redonda entre la chabola y la carretera. Con una cuchara y un poco de agua, intenta limpiar una sartén roída. Pero sonríe.
Ahmed no duerme en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) porque, según dice, no le dejan entrar en una instalación con capacidad para 782 personas que alberga a casi 1.400.
Acabó en la calle huyendo de la plaza de toros, centro improvisado de migrantes que llegó a acoger a 700 en la primera ola de la pandemia y ahora hospeda a unos 300. Allí, dice, te robaban el celular por las noches.
Su historia no es una excepción. Melilla, fronteriza con Marruecos, lleva muchos años funcionando como espacio de retención de inmigrantes, en espera de ser expulsados, volver a sus países cansados de vivir en una «cárcel con un patio grande» o, con suerte, ser trasladados a la península.
Meses y meses sin hacer nada, vagando por las calles y ansiando trabajar para conseguir el cambio de vida que buscaban al entrar en Melilla, bien por la frontera, saltando la valla o nadando, como hizo Ahmed, durante cinco horas por la costa mediterránea.
DOBLE FRONTERA
El sistema, explica el presidente de la ONG Prodein, José Palazón, se basa en una doble frontera, aplicable también a Ceuta, la otra ciudad española ubicada en el norte de Marruecos. La primera, la que linda por tierra con Marruecos, una excepción en el Tratado Schengen de la Unión Europea, que está exenta de visado para algunos marroquíes. La segunda, con control policial en puertos y aeropuertos, constituye el auténtico bloqueo.
«Melilla es un centro de retención, casi un centro de concentración. Aquí llega la gente y no sale», resume Palazón, icono de los movimientos sociales en la ciudad que fue testigo de su transformación.
De los campos de chabolas, explica, se pasó al CETI y otros centros de acogida, pero la filosofía de «ciudad cárcel» es la misma, que se ha «exportado» ahora a las islas griegas. «Hace 15 años esto era como Lesbos».
Durante el gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011), afirma Palazón, hubo inmigrantes que estuvieron cinco años bloqueados. Hoy permanecen menos tiempo, pero se queja de que sigue habiendo una política de «aquí no se mueve nadie», con personas sin tarjeta sanitaria, niños sin escolarizar y un sinfín de trabas burocráticas.
Una situación que cambió con la COVID-19. Los traslados de inmigrantes a la península están parados, dice Palazón, y las fronteras cerradas impiden su expulsión a otros países.
Pero el cierre fronterizo también hace que lleguen menos por tierra, como muestran los números en Melilla. Hasta el 15 de octubre, Interior estima en 1.276 los migrantes llegados este año a la ciudad por tierra, un 64 % menos que en el mismo periodo de 2019.
«NO VUELVO, CUIDA DE MI HIJA»
Algunos solicitan asilo y se encuentran con muchos problemas, como Michael, nombre ficticio de un egipcio cristiano que se casó con una marroquí y tuvo que huir de Marruecos con su esposa porque la familia de ella no aceptaba el matrimonio. Estuvo meses en el CETI y su mujer dio a luz a una niña.
Ella consiguió llegar a la península porque la trasladaron para una cirugía y se quedó. «No vuelvo a Melilla, cuida de mi hija. Lo siento, mi familia me mataría», le escribió en un mensaje. Al padre y la niña los trasladaron hace tres meses a un hotel y allí viven con otros 48 inmigrantes. Son familias o personas de salud delicada que sacaron del centro para inmigrantes durante la pandemia.
En un banco junto al hotel, con su niña en las rodillas garabateándose el brazo, Michael explica que es abogado y no fue a Melilla buscando trabajo, sino protección. Antes vivía en Sudáfrica, donde tiene dinero que, dice, usaría para montar un negocio en España.
A su país no puede volver porque, asegura, le persiguen por ser católico. Pasó tres años en una cárcel egipcia tras criticar «que el gobierno callaba nuestra voz y no había libertad». Lleva otros tres huyendo, que le pesan «como cien», y ahora se encuentra con puertas cerradas y apelaciones sin fin. España no ha aceptado su primera petición de asilo.
«Melilla no es España, es muy diferente. Aquí no hay derechos humanos», denuncia desesperado y temeroso de que le devuelvan a su país, donde, dice, si se enteraran de que pidió asilo no volvería «a ver la luz del sol».
En su hotel también solicitaron protección una madre marroquí y sus tres hijos que cruzaron la frontera huyendo de un padre maltratador. Tel mayor tiene trece años y después de 15 meses en Melilla, habla un español casi perfecto.
Quiere ir al colegio, que le «encanta» y «es divertido», pero se limita a «pintar, colorear y jugar al parchís» con los juegos que le lleva el «tito José» (Palazón). «Nos aburrimos mucho», confiesa.
Estaba viendo la tele en Marruecos, recuerda, cuando oyó «un ruido» en la casa. Su padre le había roto la cadera a su abuela. «Le pegaba», dice con una madurez que descoloca. Fue él quien le sugirió a su madre «vámonos a Melilla». Ahora esperan asilo para viajar a la península y juntarse con sus tías.
EL HASTÍO Y LA GUERRA «PSICOLÓGICA»
La desesperación lleva a algunos como Burham a plantearse pedir que les devuelvan a su país, Yemen, sumido en una guerra desde hace cinco años. «Esto es una guerra psicológica», dice junto al CETI, del que denuncia colas de dos horas para comer y suciedad en los baños de unos edificios pensados para la mitad de los que están.
«Cuando entré en el CETI mi pelo era negro, ahora es blanco». Es arquitecto y recuerda con nostalgia que llevaba «grandes proyectos» en Arabia Saudí antes de la guerra.
Huyó buscando un futuro para su mujer y sus dos niñas, pero se encontró con «el infierno». «Nos tratan como a animales. Nos dicen: ‘si no quieres quedarte aquí, puedes volver a tu país», y ahora sueña con hacerlo porque prefiere «morir en Yemen que vivir aquí».
Muchos marroquíes ya lo hicieron, cansados del encierro al que se vieron sometidos con el cierre de fronteras, y más de 700 han vuelto voluntariamente. Quedan unos 300 que no quieren retornar.La mayoría son de esa nacionalidad, pero hay otros como Emmanuel, de Camerún, que llegó nadando a Melilla con dos compatriotas hace mes y medio.
Un año y cuatro meses de viaje. Camerún, Nigeria, Níger, Argelia, Marruecos, Melilla. Casi 5.000 kilómetros de los que no le gusta hablar pero que, poco a poco, va contando algún detalle. Noches de dormir en la carretera, días de mendigar y buscar comida en la basura.
Les robaron dos veces, en Níger y en Marruecos, e intentaron saltar la valla de Melilla cuatro, pero la policía marroquí les sorprendió. En dos ocasiones les trasladaron a Beni Melal, una población 625 kilómetros al suroeste de la ciudad española. Y volvieron a caminar de vuelta.
La valla fronteriza es cada vez más alta y ya llega a los 10 metros en algún tramo. Marruecos controla con firmeza la frontera, de manera que muchos se van directamente al oeste para tomar una patera rumbo a Canarias u optan, como Emmanuel, por nadar.
Conseguido lo aparentemente más difícil, ahora está «aliviado» y «contento» de tener al menos duchas y una cama en la que dormir. «En un año y cuatro meses no he tenido nada de eso», dice repitiendo esa cifra difícil de olvidar, y espera poder ir a la península para trabajar donde sea. «Cualquier cosa, la haré».
EL «RISKY» DE LOS MENAS
La «ciudad búnker», dice Ana Peñarroya, de la ONG No Name Kitchen, afecta por igual a los menores que llegan solos (MENAS -menores extranjeros no acompañados). Alrededor de 530 están en centros de acogida, pero calcula que hay un centenar viviendo en las calles.
«Lo que les lleva a ir a la calle es poder hacer ‘risky'». Es la palabra inglesa que usan para denominar a las intentonas que, cada noche, hacen de colarse en un barco rumbo a la península.
Tres días a la semana, Ana va a la playa para encontrarse ellos. Les da «kits» de higiene y se duchan allí mismo, sucios de horas deambulando por el puerto, perseguidos por la Policía, para intentar meterse en los bajos de algún camión. «Es casi como un juego».
«Se duchan y luego llaman a sus padres», que normalmente no saben que están en las calles, aunque son los familiares los que a menudo les empujan a emigrar. La prosperidad de la familia «depende de ellos», dice Ana para resumir la presión a la que se ven sometidos estos menores.
La seguridad en el puerto, como la de la valla, es cada vez mayor, y ahora intentan entrar a nado. El «risky» es aún más arriesgado y Ana recuerda que hace un mes murió un niño en el mar, golpeado por una barca.
En espera del ansiado viaje, viven en cuevas junto a la costa y encienden fogatas para calentarse, tratando de salir de una ciudad de 85.000 habitantes convertida, también para ellos, en una jaula.
María Traspaderne
EFE