Entrevista al nobel japonés Kenzaburo Oé

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“Me di cuenta de que no podría escribir nunca más sin referirme a mi hijo, y lo convertí en el centro de mi obra”.

Tomado de las 20rillas
Por: | septiembre 27, 2013

Cuando, en 1963, nació su hijo discapacitado, Kenzaburo Oé se fue a Hiroshima a empaparse de dolor humano. Todavía hoy, sus ojos miran muy lejos cuando piensa en aquello. “Hikari sufrió una operación a vida o muerte –nos cuenta ahora, ante una taza de te humeante, en el sofá de su casa de Tokio-, pues había que extirparle un bulto de color rojo brillante, tan grande como una segunda cabeza, adherido a la parte posterior de su cráneo”. El resultado de la intervención fue una discapacidad mental irreversible. La reacción de Oé fue entonces viajar a Hiroshima para explorar el sufrimiento. Un irrefrenable impulso interno le empujó a conocer los efectos de la bomba atómica de 1945, y a entrevistar a los supervivientes del infierno. De ahí surgieron sus “Notas sobre Hiroshima”. “Fue el viaje más extenuante y depresivo de mi vida. Pero, al cabo de  una semana de estar allí, encontré la llave para salir del profundo pozo neurótico y decadente en el que había caído: la profunda humanidad de sus gentes. Quedé impresionado por su coraje, su manera de vivir y de pensar. Aunque parezca raro, fui yo el que salí de allí animado por ellos, y no al revés. Vinculé mi dolor personal al de aquellos hombres y mujeres, decidí resistir y luchar como ellos. Me sentí impelido a examinar mi completa condición humana, reexaminé mis ideas y asumí un sentido moral de la existencia. Desde aquel día, miro el mundo con los ojos de las gentes de Hiroshima. Tras esa visita inicial, he regresado en múltiples ocasiones. A menudo he sido golpeado por las noticias de que alguno de mis nuevos amigos había muerto, a consecuencia de las secuelas de la explosión. Muchos de ellos no querían publicidad, ni que se les recordara continuamente su condición de víctimas, necesitaban poder construir una nueva vida sin la presencia constante de aquel horror. Pero Hiroshima, para mí, no se acabó con aquel libro, es una presencia que me acompaña constantemente, y que hay que ser a la vez ciego y mudo para silenciar. He asistido a muchos funerales, entre ellos el de la viuda del poeta Sankichi Toge, quien escribió versos excelentes sobre la miseria de la bomba atómica y sobre la dignidad de la gente que decidió resistir a los contratiempos. Su viuda se suicidó tras el shock que le produjeron los actos vandálicos contra un monumento con la inscripción de un poema de su marido. Toge escribió:

‘Devuélvanme a mi padre, devuélvanme a mi madre /

Devuélvanme a mi abuelo y a mi abuela; /

Devuélvanme a mis hijos y a mis hijas. /

Devuélvanme a mí mismo. /

Devuélvanme a la raza humana. /

Mientras esta vida dure, esta vida,

Devuélvanme la paz /

Que nunca se acabe’”.

“Mientras permanezca el recuerdo de la tragedia de personas como estas, ¿cómo podría Hiroshima desparecer de nuestros corazones?”.

Estamos sentados en el comedor de la casa del premio Nobel de literatura de 1994, Kenzaburo Oé. Megalópolis de Tokio, barrio residencial de Setagaya. La tranquilidad zen de esta sala tiene poco que ver con lo que vimos por la ventanilla del taxi que nos trajo aquí: enormes rascacielos grises muy pegados a veloces autopistas de tres y cuatro pisos. Hombres con traje y corbata -todos con el mismo traje- que andaban muy rápidamente hacia el trabajo. Luces de pequeños comercios abiertos 24 horas que venden a la vez carne, reproductores MP3 y ropa interior. El taxista se hizo un lío con la dirección de Oé, porque en Tokio las calles no tienen números. Para orientarse, la gente se guía por los dibujitos de los planos que aparecen en las tarjetas de visita, que indican los establecimientos al lado de la vivienda que se busca (‘floristería’, ‘hotel’…). Pero en Setagaya sólo hay casitas, y el plano no ayudaba mucho. Al final, el conductor nos dejó en una esquina: “Debe de ser por aquí”, y desapareció con una sonrisa. Deambulamos un rato por calles sin nombre y jardines con árboles muy bien podados, pero ensombrecidos por una tupida y caótica red de tendido eléctrico que afea toda la zona. Y, al doblar una esquina, divisamos al fondo a un hombre que agitaba sus brazos como aspas. “¡Aquí, aquí!”. Era Kenzaburo Oé.

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Kenzaburo Oé junto a su esposa e hijo c. 1935 en Tokio.

Tras dejar los zapatos en la entrada de su casa, franqueamos la puerta del comedor, y alguien nos gritó, en español: “¡¿Cóooo-mo es-tán, amigos?!”. Era Hikari, el hijo de Kenzaburo Oé, ese personaje llamado Eeyore en las novelas de su padre. “Ha aprendido unas cuantas frases en un programa nocturno de idiomas que dan por la televisión japonesa”, nos reveló Oé, quien ahora, mientras su mujer nos sirve café, bocadillos y tarta de queso, recuerda que, aquel año de 1963, al volver de Hiroshima, “me di cuenta de que no podría escribir nunca más sin referirme a mi hijo, y lo convertí en el centro de mi obra”. De hecho, “¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!”, recién publicado por Seix Barral, es la historia de la difícil relación entre padre e hijo, que incluye agresiones y momentos de gran fatiga junto con escenas luminosas donde el amor paternofilial brilla con gran potencia.

Oé nos responde mientras Hikari, en la mesa de al lado, escucha música. Nuestra presencia es una interrupción de su muy regulada cotidianeidad: “Me levanto a las siete de la mañana, nunca desayuno. Durante cuatro o cinco horas trabajo. Luego, después de comer, vuelvo a trabajar de una a cinco. Y después me voy a la piscina a nadar. Cuando vuelvo, ceno con mi mujer y mi hijo y me acuesto. Escribo siempre aquí, en el comedor, mientras Hikari ve la tele o escucha discos. No me importuna. Mi mundo no se deja perturbar por otros paralelos”.

El jardín está repleto de comederos y casitas para pájaros, que vienen todos los días a saciar su apetito. El premio Nobel se queda mirando uno con el plumaje en blanco y negro: “Es un shiju-kara… Sentimos mucho afecto hacia los pájaros, los cuidamos como si fueran de la familia, porque fue gracias a ellos que mi hijo habló. Creíamos que tal vez jamás hablaría, pero yo le ponía discos con los cantos de las diferentes especies de aves y una voz humana que las nombraba, para que aprendiera a identificarlas… y al final, un día, al oír el gorjeo de uno en el jardín, lo llamó por su nombre. Durante un tiempo, sólo respondía a los pájaros, no a las personas”.

“¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!” es el primer libro de no ficción de Oé que se publica en España. “Es lo más importante que he escrito y refleja el proceso, primero, de aceptación de mi hijo y, después, de cómo llegamos a ser felices juntos. Todos los hechos son reales, pero se narran de manera novelística, con estilo literario”. Además de Hikari, el otro eje de la obra son los versos del poeta romántico inglés William Blake: “Dibujo dos mundos, el de los poemas de Blake y el de mi familia, que se van solapando, y a través de un juego de espejos llegan a unirse formando una sola realidad, porque no es tan fácil decir dónde está la frontera entre lo que vivimos y lo que leemos”.

De hecho, tenemos la sensación, sentados en el sofá del comedor que hemos visto descrito tantas veces en “Despertad…”, de haber entrado en el libro y estar entrevistando a sus personajes. En la minicadena, suena una melodía compuesta por Hikari, que, aunque actúa como un niño la mayor parte del tiempo, se expresa profundamente a través de la música. Tanto que se ha convertido en un compositor de éxito. “Algunos discos suyos se han vendido más que ciertos libros míos –comenta, complacido, el escritor-. Esta es una pieza que compuso para mí en mi 70 cumpleaños, en enero del 2005. Es un tema para animar al padre, para que siga escribiendo y feliz a pesar de sus 70 años. Los dos hemos estado siempre dándonos ánimos mutuamente, uno con la música, otro con la escritura. De hecho, conozco su profundidad interior gracias a su música”.

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Oé coge un libro de su biblioteca y nos recita, en inglés, una parte del poema “Milton” de Blake: “‘¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! ¡Oponed vuestras frentes a los ignorantes mercenarios! Pues tenemos mercenarios en el campamento, en la corte y en la universidad: los cuales, si pudieran, rebajarían lo mental para siempre y prolongarían la guerra corpórea’. Ese es el mensaje que me gustaría transmitir a la juventud. Estoy en contra del concepto de ejército, un grupo de personas que no se mueven según su conciencia sino siguiendo las órdenes de otras personas. Desgraciadamente, en la sociedad japonesa actual, ya no solamente en el ejército, sino también en el trabajo, hay muy pocos que tengan conciencia propia, que sean independientes a nivel mental. Defiendo la existencia del individuo como ente pensante autónomo, que no tiene por qué coincidir con las ideas de la gente que le rodea. Esto aparece en el poema de Blake, y sirve para los jóvenes de España y también para los jóvenes estadounidenses que se enrolan en el ejército sin pensar”.

Un contratiempo interrumpe nuestra conversación. Oé recibe una llamada que le informa de que su conferencia del día siguiente en defensa de los valores pacifistas de la Constitución japonesa no va a poder celebrarse en el hotel previsto. “Tendrán que acompañarme… Al tener noticia del contenido de mi charla, la dirección del hotel ha rechazado acogernos. Pero el gerente me convoca a una reunión para ayudarme a encontrar urgentemente otro emplazamiento”. Así que hay que partir hacia allá y, para aprovechar gráficamente el desplazamiento, le pedimos a Oé que lo haga en metro.

-¿En metro? Es algo excepcional, hace diez años que no lo utilizo, pero si ese es su deseo…

Si en la casa de Oé nos sentíamos inmersos en “¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era”, en el metro hemos saltado a uno de los escenarios de “Salto mortal”, la obra inspirada en el atentado terrorista con gas sarín que, en 1995, aterrorizó a esta ciudad. ¿Se ha superado ya aquel miedo? “La gente ya no piensa en eso -responde Oé, mientras contempla curioso a una mujer cuyo kimono barre el andén-, ahora lo que más preocupa es un  inminente gran terremoto que, al parecer, se va a producir en Tokio. Los expertos calculan que hay un 70% de posibilidades de que, en los próximos treinta años, advenga esa catástrofe, que causaría unos 13.000 muertos”.

Llega el tren, uno de cuyos vagones, de color rosa, es “sólo para mujeres”, ya que, en las aglomeraciones de las horas punta, los toqueteos que algunas sufrían se habían convertido en un problema. La curiosa solución fue habilitar un espacio exclusivo para ellas. Nos sentamos, pues, en un vagón “masculino”, con decenas de hombres vestidos de nuevo con el mismo traje oscuro. Algunos beben complejos vitamínicos y otros muchos duermen. Los trabajadores japoneses sólo tienen una semana al año de vacaciones, y su jornada laboral es muy larga. Todo ello, sin contar que los desplazamientos al lugar de trabajo oscilan entre una y tres horas.

“Un atentado terrorista que recuerdo muchísimo –continúa Oé- es el 11-M de Madrid porque, muy pocos días después, aterricé en España para presentar un libro. Yo tenía una imagen de los españoles como personas muy alegres, fiesteras, con un corazón apasionado, muchas risas… En fin, un país lleno de sol, luz y bullicio. Y, de repente, me encontré con una gran concentración de gente que desfilaba en silencio, triste, con unas expresiones oscuras que me recordaban al Quijote de los  últimos capítulos, donde ya está decaído y desencantado. Vi también el poder del pueblo para manejar un país de manera democrática y votar una alternativa de izquierdas. Eso es envidiable, porque en Japón los partidos de izquierda están muy debilitados, cuentan con muy poquitos escaños, y encima con tendencia a la baja…”

El terrorismo, la guerra, las relaciones personales destructivas… La violencia está siempre presente en las novelas de Oé. “Espero que no sea posible malinterpretar eso –responde-. No canto a la violencia, la reflejo con mis artificios de escritor de la manera más realista, gráfica y visual, de un modo objetivo, como si se tratara de un documental, para que luego el lector se pregunte a qué puede conducirnos eso”. ¿Y la sexualidad? “En mi país, está muy reprimida, no se expresa de manera libre, hay un gran pudor. Yo hablo de una sexualidad feliz, donde el joven se libera para expresarse al cien por cien a través de ella. Ese tema está más presente en mis primeros libros, porque ahora, de mayor, el sexo no es lo que me quita el sueño, ¿verdad?”.

Finalmente, llegamos al hotel que ha vetado al premio Nobel. Se trata, curiosamente, del Century Hyatt, el lujoso establecimiento donde se rodó “Lost in translation”, el célebre filme de Sofia Coppola. En la negociación con la gerencia del hotel –a la que no podemos asistir-, ésta se deshace en excusas. Según nos cuenta Oé después, “se sentían culpables. Es inconcebible que me cambien las condiciones con tan poca antelación. Lugares así, conservadores, incluso en una gran ciudad como Tokio, me rechazan. La razón que me han dado es que en este hotel no se permite llevar a cabo mítines políticos. Pero estoy contento porque se han esforzado por encontrarme un lugar alternativo, que, en realidad, es incluso mejor… y diez veces menos caro”. Nos sorprende la extrema cortesía y las efusivas sonrisas con que se ha solucionado el conflicto, pero nuestro intérprete del japonés, Jordi Tordera, nos confirma que es ese el procedimiento habitual. Tordera es un valenciano tan integrado en la cultura local que casi parece hablar otro idioma cuando traslada al español toda la dulzura oriental.

Frente al enorme edificio del Gobierno, cercano al hotel, Oé vuelve a hablarnos de su relación con el dolor. “Desde niño tengo interés en cómo nuestro limitado cuerpo encaja el sufrimiento. De pequeño, yo iba a pescar. Y me fijaba en el pez con el anzuelo clavado, que se movía mucho. Sufre horrores, pero en silencio: no grita. El niño que yo era pensaba: ¡cuánto dolor inexpresado! Ese fue el primer estímulo que me llevó a ser escritor, porque pensé que los niños tampoco podíamos hacernos entender bien. Me hice escritor para reflejar el dolor de un pez. Y hoy me siento, sobre todo, un profesional de la expresión del dolor humano, al que persigo mostrar con la mayor precisión posible”.

Mientras nos dirigimos al concurrido templo budista de Asakusa, el escritor cae en la cuenta de que hoy es el día de la cultura, en que el emperador otorga un premio a una trayectoria cultural ejemplar. “Es un premio muy codiciado, porque te da derecho a una pensión. Yo lo rechacé. Cuando era pequeño, viví cómo se consideraba al emperador una deidad, en el marco de un nacionalismo muy fuerte. Y eso me da miedo, es lo opuesto a la democracia. Para mí, rechazar ese premio era rechazar la potestad del emperador para reconocer mi obra y darme un galardón. ¿Quién es él para decir que soy un buen escritor? A pesar de que renuncié a mi paga, grupos de ultraderecha y de derecha se manifestaron frente a mi casa: ‘¡Usted no es japonés!’, gritaban, ‘¿Para que tiene esas orejas tan grandes si no sabe escuchar!’… Salió mi mujer indignada y, con una voz más fuerte que los megáfonos, les gritó: ‘¡Pichacortas!’. A mi hijo le impactó tanto esa expresión que la memorizó y durante algún tiempo la estuvo repitiendo, incluso en las situaciones más inoportunas”.

Asakusa, un bullicioso ir y venir de turistas y fieles, es “un lugar muy importante para la fe. Yo no soy una persona religiosa, ni siquiera creyente. Pero, de pequeño, escuchaba las historias animistas de mi madre y mi abuelo, que rezaban a las fuerzas de la naturaleza. También he leído el Corán, la Biblia, la ‘Divina Comedia’, a Blake…”. Oé apuesta por la religiosidad privada que simboliza este lugar, frente al ultranacionalismo del templo sintoísta de Yasukuni, “un lugar que visita de vez en cuando nuestro primer ministro, Koizumi, a pesar de que en él están enterrados varios criminales de guerra. Todo hace temer que este hombre se va a aprovechar de su enorme popularidad para transformar el fervor hacia él en un peligroso nacionalismo”.

Al salir del templo, Oé nos lleva a una taberna tradicional “a beber un poquito”. Aunque se nos clavan las miradas de las mesas vecinas, él las elude sentándose de espaldas a ellas, en una mesa del rincón. “Me gusta la cerveza tibia -sonríe-, combinada con los chupitos, echo un chupito en la cerveza y me la bebo. Antes iba mucho a los bares, con gente de las editoriales, pero siempre acababa peleándome porque me decían que mi forma de escribir no era buena, y yo me enfadaba. Los escritores mayores me pinchaban con eso…”.

La botella de sake se va acabando al tiempo que la luz diurna abandona las calles de Tokio. Al salir de la taberna, Oé decide, insólitamente, volver a su casa en metro. ¿Pero no nos dijo que nunca lo toma? “Cuando era joven e iba en transporte público, aprovechaba el trayecto para escribir un diario. Hoy me apetece recordar esos días. Tomaré el metro y escribiré todo lo que me ha pasado durante el día con ustedes”. Mientras la escalerilla mecánica lo hace desaparecer en el subsuelo, mueve su brazo derecho y nos grita: “¡Adiós, amigos!”.

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