Esta historia busca darle paz a un espíritu errante: Ricardo Silva R.

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La venganza del impotente es lograr sobrevivir. No siempre en la sustancia material, en un cuerpo tal vez atormentado, sino también a través de los susurros y los rastros, y de su propio fantasma que pesa, como encadenado, llevando la carga de lo que fue, de lo que le quitaron, de lo que quiso ser.

En ‘Río Muerto’ (Alfaguara), Ricardo Silva Romero presta su voz a aquellos espectros que no alcanzamos a escuchar. En su novela más reciente, el escritor bogotano construye una historia tan colombiana que transcurre en Belén del Chamí, un pueblo que, aunque imaginario, también es violentado, trastornado por la guerra y borrado de los mapas geográficos y mentales en un país de memoria corta. Es, a la vez, un relato digno de una tragedia griega, donde una viuda caída ansía y busca el honor de la muerte en las manos de su enemigo, para acompañar a su esposo en el Tártaro, o un nuevo mito bíblico donde el mártir muere sin fe.

El relato se instala en una especie de Comala moderno, un inframundo obra de la guerra, un pueblo como muchos en Colombia donde la violencia, moneda de cambio, hace que los vivos y los muertos se crucen en las esquinas. Silva Romero, con una prosa visceral, asume el relato de otro y lo convierte en una novela donde es un fantasma quien toma la voz de ese que no la tuvo, enunciándose como el pregón de muchos y de todos, de quienes ya no están y de quienes sobreviven, de aquellos que han sido silenciados y de esos otros que aún nos hablan hasta movernos las entrañas.

Seguramente a usted le cuentan historias con bastante frecuencia. Entre tantas, ¿por qué escogió esta en particular para escribir su libro?

Yo tenía, como siguiente libro de la lista que hago en un ‘post-it’, una novela de ciclismo que siempre había querido escribir y que es de cierto modo una novela de humor. Pero uno de los protagonistas de ‘Río Muerto’ me contó su drama en un viaje larguísimo que nos tocó hacer de Sopó a Bogotá, en un trancón de pesadilla, ni más ni menos, y después me pidió que la contara quitándole los nombres y las señas particulares. Como usted dice, esa petición, por más urgente que sea, no tiene por qué ser suficiente para convencer a un escritor de que haga el compromiso enorme que suele ser una novela. Pero es que esta historia era particularmente buena y particularmente relevante, y este protagonista era particularmente conmovedor y particularmente admirable. Y además, aunque esto solo lo entiendo ahora que usted me lo pregunta, no solo estaba yo en el duelo de la muerte de mi papá –y aquí sigo–, sino que, como el mudo que protagoniza la novela, era un hombre de 42 años que tenía claro que no podía ni quería morirse para cuidar a sus dos hijos y a su esposa: yo, de ser el mudo del libro, también me negaría a irme.

¿Cómo estructura su narrativa para determinar hasta dónde llega la realidad y dónde comienza la ficción?

Yo sospecho que la ficción es, precisamente, el método para conseguir que una historia –verdadera o imaginada– tenga vida propia: forma y fondo y espíritu que posee al lector. Sin los giros y los trucos y los hallazgos de la ficción, cualquier testimonio, por más duro que sea, se va quedando atrás, se va volviendo innecesario. Sin la experiencia, sin los hechos, un drama no es un cuerpo sino una máquina. Yo conté la historia que me contaron para darle paz a un espíritu errante, pero mi método fue la ficción no solo porque se me pidió reservar identidades y borrar huellas que alertaran a amigos y a enemigos, sino porque no creo que haya una manera más efectiva de decir la verdad.

Para el colombiano de hoy, ¿qué es la muerte como vivencia y como concepto?

Creo yo, de tanto escribir e investigar sobre el asunto desde tantos puntos de vista, que, a pesar de los reportes de la ciencia, para la enorme mayoría de los hombres y de las mujeres la muerte es todavía un temor aliviado por una esperanza, un misterio doloroso que alguna vez tendrá solución. Pero, como usted me habla, con toda la razón, sobre Colombia, porque esto es sobre ‘Río Muerto’, se me ocurre que aquí sigue siendo un privilegio morir de viejo y sigue encontrándosele sentido –yo creo que lo tiene– a negociar con lo invisible para llegar a salvo al final. Dicho de otra manera: el clímax de la vida, si la vida se entiende como se entiende el drama, aún hoy es la muerte, pues es en la muerte donde se encuentra la respuesta y el sentido de lo que nos pasó. Y quien vive una vida buena y larga, a pesar de Colombia, probablemente llegue a la muerte como a un fin de semana.

¿Cómo nace la idea de la mudez no como carencia, sino como metáfora de otra forma de voz?

Quizás trataba de imaginarme la angustia de un alma que quiere establecer contacto con el mundo material: encuentro cercano del tercer tipo, claro, porque ser un alma sin cuerpo es como ser un extraterrestre. Quizás estaba pensando en la experiencia de un fantasma común y corriente. Pero ahora, que he releído la novela en el proceso de la edición, y que he tenido a favor tanto la lectura lúcida de mi esposa, Carolina López, como la mirada agudísima de mi editora, Adriana Martínez, que dejó el libro tres veces revisado antes de irse a su nuevo trabajo, me parece claro que así ha sido nuestra voz acá en Colombia: una voz secreta, una voz en puntillas para no despertar ejércitos dormidos.

¿Por qué la muerte dolorosa y violenta más que la muerte dulce y soñada sigue siendo un tema tan poderoso en la literatura?

Es que, ya que hablamos de dramas y de ficciones, es como si alguien le arrancara a una novela sus últimas cien páginas, como si alguien se permitiera negarle a una historia el derecho de cosechar todo lo que sembró desde el principio. Suele ser así en las tragedias, pero pocas veces la vida de un hombre cobra sentido, como relato, cuando es asesinado: todo lo contrario. Una muerte dolorosa y violenta es, en fin, una infamia, una vileza, un despojo del pasado y el futuro que no deja de sorprender, que no termina de caber en la cabeza. ‘Río Muerto’ parte de una muerte violenta porque, ya que en mi familia ha sucedido, he vivido haciéndome las preguntas de cómo se vive después de que le matan a uno una persona y qué será del fantasma de un asesinado.

Los asesinatos usualmente tienen rótulos: se asesina al oponente político, a la bruja, al enemigo en armas, al deudor. ¿Por qué somos el país de las muertes sin rótulo, de los asesinatos ‘porque sí’?

Cuando hablo de asesinatos “porque sí” quiero decir que aquí se ha matado porque se puede, porque no se ha construido el muro, que se construye en tantas sociedades, entre los verdugos y las víctimas. Hay sociedades en las que es impensable matar a alguien para quitarlo del camino de lo que se quiere o de lo que se piensa. Aquí hay asesinatos políticos, hay feminicidios, hay retaliaciones. Y hay asesinatos gratuitos, colombicidios, o sea asesinatos de colombianos cometidos por colombianos, porque no hay justicia que los ponga en evidencia, ni hay cultura que logre convertirlos en un tabú. Yo me temo, además, que mucho tienen que ver con que no fuimos educados sino evangelizados, con que nos transmitimos la idea de una sola verdad de generación en generación, y nos enseñamos a que no se puede ser sin prevalecer, sin aniquilar, y a encontrarle justificación a la brutalidad, a creer en la barbarie en defensa propia: “Tocaba”.

Desde lo bíblico, con un personaje como Salomón, o desde la tragedia griega, como sucede con su viuda Hipólita, ¿por qué en ‘Río Muerto’ Colombia es un país tan dolorosamente literario?

Es que tanto lo bíblico como lo trágico, tanto los relatos del Lejano Oeste como las novelas de ‘la Violencia’, suceden en culturas que no han conseguido convivir ni dar el paso de la venganza a la justicia. Puede ser que lo literario sea el paso anterior a la justicia, la puesta en escena que cumple, al menos, con la tarea de echar a andar las historias que se quieren sepultar o marginar, y esto seguirá siendo “dolorosamente literario” hasta que los tribunales puedan hacer su tarea. Y el Salomón de la Biblia y la Hipólita de la mitología griega seguirán siendo modos de definirnos, de sacarnos de adentro asuntos que no hemos terminado de digerir.

¿Dónde reside la esperanza de este libro, además del reconocimiento de la lucha de los que murieron y la reivindicación de los fantasmas ignorados?

Yo no habría escrito Río Muerto si no fuera una historia esperanzadora, una historia sobre sobreponerse a la violencia y sobre la vocación a romper el círculo vicioso del horror, porque ya había escrito ‘El Espantapájaros’ –el violento lado B de ‘Érase una vez en Colombia’– como un relato cuya reivindicación es el hecho de existir, el hecho de haber conseguido volverse una novela, de haber retratado una ceremonia de sangre típica de acá y una serie de personajes que de otro modo se hubieran perdido quién sabe en qué rincón. He hablado de ese reconocimiento y de esa reivindicación porque no se han dado aquí sino muy pocas veces. No es poco que se den en ‘Río Muerto’. Pero, pensándolo bien, también debería ser esperanzador que a uno le duela, que a uno vuelva a dolerle o le duela por primera vez que algo infernal e impensable suceda en su país, en su mundo, en su especie. Y, por supuesto, tendría que dar esperanza que alguien consiga contar su dolor así sea a través de una ficción, y que alguien consiga llegar a viejo cuerdo y generoso –como el hombre que me contó su historia y me pidió que la contara– a pesar de haber visto y haber padecido tanta crueldad. También eso le sirve a la esperanza.

Texto de Juan Camilo Rincón

Tomado de El Tiempo

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