Por La Reporter
Vivo en Medellín, cerca del Éxito de Robledo, y como todos los vecinos que vivimos cerca, resuelvo mis necesidades de consumo yendo a este almacén. A la salida, al costado izquierdo, hay un acopio de taxis y en la pequeña rampa que se desciende para llegar a los vehículos, casi al final, siempre estaba «El Mono». También le decían «El Flaco». Para ser honesta, desalmadamente honesta, nunca supe su nombre. Era un chico delgado, de tez blanca, 1,70 de estatura -tal vez- y el rostro con un poco de acné. Normal para un chico que no llegaba a los 16.
En los cuatro o cinco días a la semana que voy al Éxito, a comprar cualquier bobada, siempre me encontré al Mono. A la salida. A la espera. Y siempre me recibió con la misma frase.
—Madre, ¿taxi?
—Que no, Mono. ¿Cuántas veces te he dicho que vivo aquí no más? Además, voy con la perrita, ¿no ves?
—Ay sí, madrecita, es que ya es la costumbre. Madre, ¿quiere que le ayude con los paquetes hasta la casa?
—No, parcerito. Hágale que todo bien. Es sólo una bolsa. Hágale, tranquilo, que yo la llevo.
Y así, en jerga popular, el Mono y yo nos despedíamos. Un diálogo simple, vacío. A veces interrumpido. Me dejaba a la mitad si veía salir del Éxito un potencial cliente, me recortaba el paso, se me atravesaba por el frente y extendía su brazo para intentar frenar al otro sujeto: «Apá, ¿taxi?». Pero de esta forma establecimos un vínculo. Creo que hasta me cuidaba la perra mientras yo terminaba las compras. Lo descubrí muchas veces cuando salía del almacén haciéndole mimos mientras ella estaba amarrada esperándome. El Mono era amable.
Ayer fui al Éxito por otra bobada -galletas para acompañar el café- y se me hizo raro que ya llevaba dos días sin verlo. Estaba comiéndome un pastel en un puesto de comidas afuera del éxito, hablando con un taxista del acopio y la chica que vende los pasteles, entonces pregunté por él.
—Lo mataron. Lo degollaron y lo dejaron tirado allí debajo del puente.
—…
—Sí, ome. Lo mataron. Y el pelao era hasta buena gente, ome. Yo hablaba mucho con él. Me respetaba como a un papá. Le dije que por qué no estudiaba y él me dijo que pa’ qué. Me contó que cuando era pequeño la mamá se iba a trabajar y lo dejaba con el padrastro. El man ese lo mandaba al colegio y de lonchera le echaba dos huevos crudos.
—…
—Sí, yo también me quedé así. Uno no sabe qué decir. Acá vino la mamá chillando y a uno le daban ganas de decirle: «¿Ya pa’qué? ¿No preferiste a tu marido que al niño? ¿Pa’ qué llorás ahora, ome?». Qué rabia.
En la noche, en las horas en que pocas personas tienen la valentía de salir a deambular por Medellín, cuando las calles y los morros están más oscuros y ocultan ojos acechantes, atraparon al Mono. Lo llevaron bajo un puente que está recién construido en la ciudad, junto al Éxito de Robledo. Lo arrastraron a un matorral pequeño que queda al lado de uno de esos gimnasios comunitarios y al aire libre que construyó el anterior alcalde como política de recuperación del espacio público. Lo arrodillaron. Lo sujetaron. Y una mano, joven también –estoy segura, las he visto-, templó su pescuezo mientras otra mano, de sangre muy helada, lo rebanó.
¿Cómo sonará la piel cuando se desgarra? Imagino que ese ruido perduró en la cabeza del Mono mientras se deshacía en el suelo. Tal vez quiso frenar la corriente de sangre pero esta, como río desmandado, atravesó sus dedos. Imagino también que se quedaron ahí viéndolo morir. Esperando que el líquido rojo coagulara. Asegurándose de que el Mono no se volviera a levantar. Perro come perro, dicen. Jóvenes matando jóvenes.
Lo mataron hace tres días y para ser honesta, sí sabía de la muerte. La vi en un boletín de la policía. Vi la cifra. Pero no sabía que el muerto era El Mono. Dicen que los verdugos fueron Los Pesebreros. Otro combo más de Medellín. Otro peldaño de la escalera que organiza el crimen y en la que nunca se llega al entrepaño más alto. No hago la analogía con una cadena porque también dicen que se revienta por el eslabón más débil, y esta ciudad los revienta a diario. Lo miramos ahí, en cifras, como al Mono. Y no vemos nada. No pasa nada.
Toda la mañana lloré por un sujeto del que nunca me preocupé por saber su nombre.
Anoche, en redes sociales, vi un video en el que un ladrón asesinaba a un trabajador de una empresa de gaseosas por robarle un bolso; le disparó, le arrancó el morral y se marchó huyendo por debajo de los torniquetes de la plataforma de espera del Megabus. Después vi cómo un ciudadano asesinaba a un ladrón antes de que este lo robara; el hombre estaba con una mujer esperando para entrar a un apartamento cuando el ladrón se acercó y los encañonó con un revólver, el tipo fingió que iba a sacar su billetera para entregarla pero sacó una pistola y sin dar un segundo de espera descargó siete tiros –los conté- sobre el agresor, que intentó huir bajando unas escaleras pero cayó al impacto de la cuarta o la quinta bala. No sé. Hombre come hombre.
Yo no quería verlo. Las redes sociales me invadieron con estos episodios y los videos ya ruedan solos sin necesidad de dar play. Tampoco sé por qué pero el libre arbitrio que tenemos para escoger si vemos o no estas cosas, hoy está ausente. Los tiros los conté ya por morbo, ya porque sigo sin entender la temperatura de la sangre cuando se dispara al otro así. Sin premeditación. Por pura adrenalina.
Toda la mañana estuve triste por el Mono y por estos hombres que tampoco conocía, pero tuvieron un lugar en mis lágrimas. El llanto fue por ellos. Por nosotros. Por esta sociedad enferma. Por este mal terminal que ya no duele. De todo lo que dicen, también dicen que en el umbral de dolor hay un punto que si supera, se deja de sentir. Supongo que esto fue lo que nos pasó.
A mí, sin embargo, me sigue doliendo. El picor interno es insoportable. Y esta mañana pensé que si recortaba mi existencia por voluntad propia sería porque no aguantaba la amargura. Mis pasos fueron amargos. Fangosos. Los arrastré por el pavimento. Quería poner pausa y digerir, pero la vida siguió. Había trabajo, tenía que hacer una entrevista. Por suerte la fuente canceló y lo agradecí. En mi mente sólo estaba el Mono. Extinto ya.
Uno no se rinde; uno resiste e intenta cambiar cosas, me dijo alguien. Y yo intento pero no alcanza. Es como si no hiciera nada. Alguna vez el periodista Juan José Hoyos me dijo que tenía que escribir todas las historias que cargaba, que me pesaban, porque si no lo hacía iba a terminar marchitándome. Ahora lo entiendo.
Por eso les interrumpo contando esta historia, porque necesitaba decirles que a un joven que yo conocía le degollaron, le cortaron la garganta. Que no sé si era buen o mal tipo, pero conmigo fue amable. Que no sé si los otros muertos eran buenos o malos hombres, pero morir así no era la forma y no fue culpa de ninguno. Que sus muertes hoy son sólo estadística.
Que este es mi sencillo homenaje a la memoria del Mono. Que la guerra en las ciudades es otro cuento. Que la trama a pocos importa. Que nos volvimos como actores naturales de una película que rodamos a diario y regresamos a la casa pensando que nuestra realidad es otra. Y que necesitaba escribirlo porque todo me está pudriendo por dentro, mientras sigo yendo -estúpida- por galletitas para el café.
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