Asesinatos de líderes sociales y excombatientes de las antiguas Farc firmantes del Acuerdo de Paz, masacres, desplazamientos masivos, fortalecimiento de grupos armados ilegales y agresiones contra las comunidades oscurecen el papel de las Fuerzas Armadas en su tarea de proteger a los más vulnerables. Se advierten riesgos, pero los hechos se consuman. ¿Qué pasa?
“Así estemos llenos de Fuerza Pública en los territorios, de nada sirve porque no hay en quién confiar”, afirma un líder indígena del pueblo Awá a través de un mensaje de correo electrónico en respuesta a una pregunta que le hizo este portal sobre la difícil situación de orden público que padecen los pobladores rurales y urbanos de Tumaco, una de las regiones más golpeadas por la violencia.
En su texto, este indígena, a quien se le omite el nombre por razones de seguridad, explica por qué se ha perdido esa confianza en el puerto nariñense: “Hoy no tenemos en quién confiar porque los buenos trabajan para los malos, nuestros territorios están llenos de Ejército, Policía y Fuerzas Especiales, pero es como si nada. Los grupos ilegales se mueven como quieren y a la hora que quieren”.
Este tipo de relatos, que se suceden en diversas regiones del país, reflejan el incumplimiento del Acuerdo de Paz pactado entre el Estado colombiano y la extinta guerrilla de las Farc en materia de garantías de seguridad y no repetición de la violencia. Es una de las asignaturas pendientes del presidente Iván Duque (2018-2022) y de su equipo de trabajo en los dos primeros dos años de gobierno.
El problema es que entre más se demoren, más evidentes serán las malas notas en la implementación de un conjunto de acciones que contribuyan a superar las condiciones sociales y económicas que le daban sustento a la guerra. El costo de ese bajo rendimiento lo continuarán pagando las comunidades más vulnerables del país.
En el texto definitivo del Acuerdo, firmado el 24 de noviembre de 2016 en Bogotá, se dejó claro que, con ese pacto, se pretendía contribuir “a la satisfacción de derechos fundamentales”, entre ellos el que ni las personas ni las comunidades sufrieran “la repetición de la tragedia del conflicto armado interno que con el presente Acuerdo se propone superar definitivamente”.
No obstante, la continuidad de la guerra con otras organizaciones armadas ilegales, el retorno a las armas de un sector de las extintas Farc y la incapacidad del Estado para copar de manera integral, con eficiencia, territorios abandonados por la desmovilizada guerrilla, diluyen el acceso a ese derecho fundamental de la no repetición y continúan debilitando la confianza en las autoridades militares, policiales y de investigación judicial.
Desde el Ministerio de Defensa responden que sí actúan en contra de las organizaciones generadoras de violencia, pero los hechos muestran un deterioro progresivo del orden público en varias regiones del país. Basta mirar lo ocurrido en el pasado mes julio: cinco masacres, tres de ellas en Norte de Santander y dos en Córdoba. Además, sendos ataques a dos resguardos del pueblo Awá, en Nariño. Estas tres regiones tienen un elemento en común: una fuerte militarización.
Uno de los aspectos más graves de la situación de guerra que vive el país es que los riesgos que corren las comunidades y sus líderes están siendo advertidos con antelación por el Sistema de Alertas Tempranas (SAT) de la Defensoría del Pueblo a través de informes de riesgo y alertas tempranas. En muchas ocasiones, los hechos previstos se han consumado, lo que permite deducir que no se tomaron las medidas necesarias para evitarlos.
Responde Mindefensa
Desde el Ministerio de Defensa contestan que esos “lamentables hechos de vulneración a los derechos de los líderes sociales” ocurren en lugares donde confluyen grupos armados ilegales y actividades ilegales ligadas al narcotráfico y a la extracción ilícita de minerales.
Las apreciaciones de esta cartera de gobierno fueron enviadas en respuesta a un cuestionario planteado por este portal. En sus afirmaciones se destaca que “la Fuerza Pública hace presencia y adelanta acciones en el territorio colombiano para garantizar la seguridad de todos los colombianos”, y resalta que se han “adelantado acciones para garantizar las condiciones de seguridad en el territorio y prevenir la ocurrencia de afectaciones a la población civil”.
Entre esas acciones resalta el aumento del valor de las recompensas por “los cabecillas de organizaciones criminales señalados de amenazar y atacar a líderes sociales y defensores de derechos humanos, lo cual contribuye a garantizar su protección efectiva”.
Cifras aportadas por ese despacho indican que del “cartel de los más buscados por homicidios de líderes sociales y defensores de derechos humanos, integrado por 31 delincuentes, a la fecha se ha logrado la captura de 14 y la neutralización (muerte) de 3 personas”.
Con respecto a las alertas que emite el SAT de la Defensoría del Pueblo, el Ministerio de Defensa responde que su objetivo “es prevenir hechos de violencia y mitigar los factores generadores del riesgo que afectan a la población, por lo cual acogemos las alertas tempranas como un mecanismo que promueve la coordinación de las entidades del orden nacional y territorial para atender estos escenarios de riesgo”.
Y aporta datos para respaldar su afirmación: desde el 18 de diciembre de diciembre de 2017, cuando se expidió el Decreto 2124, que reglamentó “el sistema de prevención y alerta para la reacción rápida” ante la presencia de grupos armados ilegales y hechos criminales, la cartera de Defensa ha atendido 176 alertas en 240 municipios, incluyendo tres de carácter nacional referidas a líderes sociales, riesgo electoral y emergencia por COVID-19.
A la par de la atención de ese cúmulo de alertas tempranas, se vienen desarrollando dos grandes estrategias de seguridad en el país: el Plan Bicentenario Héroes de la Libertad, impulsado desde el Comando General de las Fuerzas Militares; y el Plan Estratégico Institucional 2019-2022 Colombia Bicentenaria Seguridad con Legalidad, bajo la responsabilidad de la Policía Nacional. (Ver respuestas completas)
Entre ambas estrategias se desarrollan 16 operaciones de gran envergadura que buscan hacerle frente a diversos factores de criminalidad en el país que atentan contra la seguridad ciudadana. ¿Pero sí son efectivas?
Bajo miradas críticas
El Decreto 2124 de 2017, expedido bajo el Acuerdo de Paz buscaba darle más herramientas al SAT de la Defensoría del Pueblo para que sus alertas tempranas e informes de riesgo tuvieran una mejor reacción interinstitucional y, de esa manera, proteger a las comunidades vulnerables.
Una de las estrategias consignadas en esa norma para cumplir con los objetivos de una alerta rápida es la de “realizar actividades de seguimiento tendientes a examinar el efecto de las medidas adoptadas y la evolución del riesgo advertido”. Para ello, el SAT comenzó a emitir informes de consumación que contienen hechos advertidos y cuya ocurrencia se concretó sin que se tomaran medidas efectivas para evitarlos.
Desde el 18 de diciembre de 2017 a la fecha, esa entidad del Ministerio Público ha emitido 675 informes de consumación. Si, como dice el Ministerio de Defensa, ha atendido 176 alertas tempranas, el cruce de datos indica que por cada alerta temprana se consuman 3,8 hechos advertidos, entre ellos homicidios selectivos, masacres, desplazamientos forzados, confinamientos y reclutamientos forzados de niños, niñas y jóvenes. ¿Por qué no se evitan?
“Las alertas tempranas no son exageradas y los informes de consumación así lo indican”, precisa un analista del conflicto armado que pidió la reserva de su nombre y la entidad para la cual trabaja. Su comentario despeja una duda que se han planteado diversos sectores que cuestionan las labores de los analistas del SAT.
“Se demuestran que hay mecanismos eficientes de identificación de riesgo y, además, que los riesgos son ciertos”, insiste la fuente consultada y agrega que esos mecanismos de constatación de riesgos revelan que los hechos advertidos se consuman. “No hay, por tanto, exageración en las alertas”.
Ahora, ¿por qué se consuman riesgos advertidos? A su juicio, habría dos factores: “O falta de voluntad o falta de capacidad”. Y amplía su respuesta preguntándose por el papel de las autoridades departamentales y municipales en la atención de las recomendaciones que contienen las alertas tempranas. “¿Cuál es su rol? Se debería precisar mejor, porque las medidas de protección exigen respuestas sociales y económicas en lo local y regional, y no hay un diseño institucional que permita ser eficientes”.
Con relación a la Fuerza Pública, el analista cuestiona sus estrategias, que mantienen un enfoque tradicional de descabezamiento de estructuras y criminales, pero no avanza en fortalecer la seguridad comunitaria y territorial. “No logran su desmantelamiento y, por tanto, no se transforman las condiciones de riesgo para las comunidades y sus líderes”, precisa.
A esa mirada crítica se suma Diana Sánchez, directora de Minga, organización que desde hace 29 años trabaja en la defensa de los derechos humanos de comunidades vulnerables. A su juicio, la responsabilidad recae en el actual gobierno nacional “por darle un giro muy fuerte a la política de seguridad que venía caminando en el marco de los procesos de paz”.
Al hacer un recuento de años anteriores, Sánchez destaca que entre 2016 y 2017 se alcanzó a sentir un alivio importante en los territorios debido a los ceses al fuego como resultado del Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las Farc y los avances de los diálogos con el Eln.
Además, “las Fuerzas Militares tenían una actitud distinta y estaban entendiendo que debíamos pasar la página y superar esos niveles de violencia; el tema paramilitar también estaba más controlado”, dice esta defensora de derechos humanos.
Pero con el cambio de gobierno el 7 de agosto de 2018, cuando llegó a la Casa de Nariño Iván Duque con el respaldo del Centro Democrático, un partido adverso al Acuerdo de Paz, la situación giró radicalmente. Para Sánchez, ese viraje tiene dos razones claras.
“La primera es la actitud y enfoque de este gobierno nacional, proclive a la conflictividad”, afirma. “Es una clase política que se nutre de la conflictividad armada, que se nutre del despojo o bebe de la inestabilidad en los territorios”.
Y la segunda razón tiene que ver con quiénes están al frente de las Fuerzas Militares y con lo que ocurre entre las tropas: “Escándalos de corrupción y un tratamiento amoral frente a las comunidades han sido muy evidentes; además de ejecuciones extrajudiciales, perfilamientos, seguimientos ilegales y violación de mujeres en el campo”.
Un tema que preocupa a Sánchez y a otros defensores de derechos humanos es la actitud que asume la cúpula militar contra las comunidades y las organizaciones sociales, que posiblemente refuerce el interés de permitir el control violento que ejercen algunos grupos armados ilegales en varios territorios de la geografía nacional. (Leer más en: ¿‘Gaitanistas’ avanzan en Chocó sin freno de la Fuerza Pública?)
“Utilizan ese mecanismo sucio para controlar a las comunidades y a las organizaciones sociales, que siempre han asociado a la subversión. Como no lo puede hacer porque los costos políticos a nivel nacional e internacional serían muy altos, permiten que esos grupos armados lo hagan, asesinando y desplazando líderes sociales”, afirma la directora de Minga.
Finalmente sugiere que un ministerio como el de Defensa, que tiene para ese año un presupuesto de 35,8 billones de pesos (correspondiente al 13,1 por ciento del total, que llega a 271,7 billones de pesos), pareciera que “hay una actitud deliberada para que la conflictividad siga, porque ellos deben estar nutriéndose y fortaleciéndose en medio de esa confrontación”.
¿Cambió la confrontación?
Pese a que las alertas tempranas del SAT de la Defensoría del Pueblo siguen alertando a las autoridades sobre el impacto que tienen en las comunidades más vulnerables las acciones armadas de grupos criminales, las entrelíneas de esa guerra actual no son las mismas de décadas atrás, lo que estaría generando dificultades a la hora de atender esas advertencias, a pesar de las cifras que reporta el Ministerio de Defensa.
Así lo considera Juan Carlos Garzón, coordinador del Área de Dinámicas del Conflicto de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), un centro de investigación que lleva por lo menos 20 años aportando insumos en seguridad y defensa para el debate nacional e internacional.
A juicio de este analista, esos cambios se deben, en esencia, a la manera de operar de los grupos armados ilegales, muy distinta a lo que el país presenció en la década del noventa y en la primera década del dos mil: “Hoy tenemos facciones armadas que, en su mayoría, evaden la acción de la Fuerza Pública, no mantienen combates y no se mueven en contingentes grandes”.
Y tal como esos grupos operan de manera distinta, las acciones de la Fuerza Pública también tienen un impacto distinto, agrega Garzón, quien se respalda en cifras del Ministerio de Defensa: las desmovilizaciones del Eln disminuyeron un 22 por ciento en los primeros seis meses del año; las capturas disminuyeron 57 por ciento; y los muertos en operaciones 33 por ciento.
“Hoy hay menos resultados operativos de la Fuerza Púbica y la hipótesis que tenemos es porque hay una confrontación armada distinta, con unas características distintas, que necesitan respuestas distintas”, sugiere este analista. Pero las respuestas son las mismas: “Seguimos en la misma lógica de hacer operaciones para golpear a grupos armados que terminan, incluso, desestabilizando lo que pasa en la región”.
Lo que observa Garzón en su monitoreo de lo que ocurre en las regiones es una brecha entre los desafíos que plantea este nuevo nivel de confrontación armada y cómo lo están enfrentando las autoridades. Y todo ello apunta a las capacidades que se tienen, muy distintas a las de finales de la década del noventa, cuando comenzó a implementarse el Plan Colombia, financiado, en mayor medida, por Estados Unidos.
“En términos de recursos, no son equiparables”, plantea el analista de la FIP. “¿Por qué lo digo? Porque parte de lo que cambió, y es algo poco analizado, es que la apuesta de Estados Unidos y de la cooperación es colombianizar la seguridad, en términos de que Colombia, que ahora es considerado un país de renta media, pague lo que tiene que pagar por la seguridad”.
¿En qué se traduce eso? Garzón responde: “Por ejemplo, hoy tienes restricciones en horas de vuelo; hoy no tienes una Fuerza Pública con capacidad para grandes despliegues, sino que tienes una cobija corta. Si atiendes una parte, no puedes atender varias regiones al mismo tiempo”. Y concluye: “Es una Fuerza Pública que tiene muchas capacidades en términos de personal y aprendizaje, pero en variables operacionales clave, como movilidad, termina teniendo muchas restricciones”.
Además de esas limitaciones, Garzón agrega un hecho que las comunidades padecen: en varias regiones del país el Estado no es el actor predominante y ha perdido su capacidad de intervención. “Si hay tensiones intracomunitarias, si hay conflictos y si hay problemas, el Estado no es el principal actor que regula las relaciones en esos territorios”, precisa.
A continuación, VerdadAbierta.com expone los contrastes que viven los pobladores de algunas regiones de los departamentos de Córdoba, Nariño y Norte de Santander, marcados por grandes operaciones militares y policiales, la presencia de grupos armados ilegales y la tragedia que genera la desatención de las alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo, registrada en sendos informes de consumación.
Sur de Córdoba, sin control
En menos de 24 horas se presentaron dos masacres que acabaron con la vida de seis personas. Los hechos ocurrieron el pasado 28 de julio en zonas rurales de los corregimientos Versalles y Puerto Colombia, en el municipio de San José de Uré, sur de Córdoba. Los ataques, perpetrados por los llamados ‘Caparrapos’ y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), generaron el desplazamiento de por lo menos 400 personas hacia el casco urbano en busca de protección.
Lo preocupante es que ese tipo de hechos estaban advertidos por el SAT a través de tres alertas tempranas, emitidas para ese municipio el 23 de febrero y el 10 de septiembre de 2018, y el 18 de diciembre de 2019. “Todas estas acciones evidencian que el Estado no ha logrado aún conjurar el escenario de riesgo propiciado por la dejación de armas de las FARC-EP”, se resalta en una de las alertas.
Líderes campesinos se preguntan por qué si los riesgos estaban advertidos, ocurren masacres, homicidios y desplazamientos forzados, teniendo en cuenta la fuerte presencia militar y policial asentada en la región en desarrollo de las operaciones para contrarrestar las acciones criminales. (Leer más en: ¿Por qué Ejército y Policía no reaccionan con contundencia en el Sur de Córdoba?)
VerdadAbierta.com tuvo acceso a varios de los informes de consumación, emitidos entre agosto de 2019 y julio del presente año, y lo que se observa en ellos es la incapacidad del Estado para proteger a la comunidades más vulnerables, entre ellas a los indígenas del pueblo Emberá Katío, quienes están padeciendo persecuciones, confinamientos, reclutamientos forzados, explotación sexual y prostitución forzada de nativas menores de edad por parte de los ‘Gaitanistas’.
Lo preocupante es que la situación podría agravarse porque, como se lee en uno de esos documentos, “el Estado no ha logrado conjurar el escenario de riesgo advertido”. Además, según el SAT, algunos agentes estatales estarían incurriendo en presuntas violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario.
Contra los Awá
Los indígenas del pueblo Awá en el departamento de Nariño han pagado un alto costo en sangre este año. En tan sólo cinco meses han sido asesinados diez indígenas, entre ellos Rodrigo Salazar, gobernador suplente del resguardo Piguambí Palangala; otros siete, de ellos tres menores, resultaron heridos tras ataques a sus casas; además, se registraron tres amenazas contra sus líderes y ocurrieron dos desplazamientos masivos. (Leer más en: El pueblo Awá llora la muerte de su líder, Rodrigo Salazar)
Tan sólo en el mes de julio se presentaron dos intentos de masacre en el municipio de Barbacoas: el primero fue perpetrado en el resguardo Cuasbíl La Faldada, que dejó cuatro personas heridas: y el segundo ocurrió en El Gran Sábalo, donde murieron dos indígenas y otros dos quedaron heridos.
De acuerdo con la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic), el pueblo Awá se encuentra asentado en los municipios nariñenses de Cumbal, Santa Cruz de Guachavez, Mallama, Ricaurte, Barbacoas, Roberto Payán, Tumaco e Ipiales, pero las comunidades más afectadas por la confrontación armada se sitúan en la vía que de Pasto conduce al puerto sobre el Pacífico. ¿Por qué esa persecución? Una autoridad indígena, que habló bajo el anonimato, responde: “Por hacer prevalecer nuestra autonomía en los resguardos”.
Las graves afectaciones ocasionadas por grupos armados, tanto legales como ilegales, han quedado consignadas en por lo menos seis alertas tempranas emitidas entre enero de 2018 y enero de 2020. En ese periodo se han advertido posibles violaciones de derechos humanos e infracciones del Derecho Internacional Humanitario en los municipios de Roberto Payán, Tumaco, Barbacoas y Ricaurte, donde tienen asiento los Awá.
Ese estado de zozobra es generado por disidencias del Frente 29 de las antiguas Farc; otra disidencia conocida como ‘Oliver Sinisterra’; asimismo opera una estructura criminal llamada ‘Los Contadores’; también actúan las ‘Guerrillas Unidas del Pacífico’; la guerrilla del Eln; y sectores de la Fuerza Pública, reportan las comunidades.
En uno de los informes de consumación se concluye que “las conductas vulneratorias expuestas, configuran graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario, si bien este tipo de conductas vienen siendo advertidas mediante las Alertas Tempranas enunciadas […] así como en oficios de consumación previos, no se evidencian acciones concretas y extraordinarias que mitiguen el riesgo advertido, qué, por el contrario, se incrementa”.
Un líder indígena consultado se lamenta de la situación de desprotección que padecen: “La vida, los derechos humanos, a nadie le interesa, mucho menos al gobierno nacional, a la Policía o al Ejército. En los territorio se puede ver la complicidad, a veces uno cree que más bien cuidan a los grupos ilegales”.
“Desafortunadamente -continúa- estamos solos, nos seguirán matando a 50 metros de las estaciones, de los retenes policiales, y desplazando, pero a nadie le importa, la corrupción ya ganó, nuestros derechos como líderes y comunidad están vulnerados. Así estemos llenos de Fuerza Pública en los territorios, de nada sirve porque no hay en quién confiar, nuestras autoridades ya no tiene autoridad ni control en los territorios, pero a los malos no le hacen nada”.
Peligros fronterizos
La situación en la línea que divide a Colombia con la República Bolivariana de Venezuela en el departamento de Norte de Santander, que abarca 421 kilómetros, es dramática para sus pobladores y las afectaciones de la cruenta confrontación armada entre las estructuras criminales que operan allí están llegando a las goteras de la ciudad de Cúcuta, su capital.
De hecho, el pasado 5 de agosto, el SAT de la Defensoría del Pueblo emitió la Alerta Temprana Nº 035-20 para los municipios de Cúcuta, Puerto Santander y Villa del Rosario. En uno de los apartes de este documento quedó resumido lo que ocurre en la región: “Los tres municipios de frontera han enfrentado procesos de reacomodo de los grupos armados que en los actuales momentos se encuentran en un punto de muy alta tensión, lo que ha significado la profundización de un contexto de riesgo en especial para la actividad de defensa de los derechos humanos”.
En esa frontera “caliente” operan por lo menos cuatro estructuras armadas ilegales: la guerrilla del Eln; una antigua disidencia de la guerrilla del Epl, llamados ‘Los Pelusos’ por parte de las autoridades; ‘Los Rastrojos’; y las disidencias del Frente 33 de las antiguas Farc. A ellas se suman varias bandas delincuenciales que pululan en uno y otro lado. (Leer más en: Las guerras del Eln por dominar la frontera venezolana en Norte de Santander)
Suman hombres en armas las distintas operaciones que adelantan tanto el Ejército como la Policía con el objetivo de contrarrestar la criminalidad en la región. Narcotráfico, minería ilegal, contrabando, tráfico de personas y una agobiante extorsión afectan la vida cotidiana de los nortesantandereanos.
Esta nueva alerta se suma a las otras ocho que se han emitido entre enero de 2018 y marzo de este año. Los municipios sobre los cuales el SAT ha prendido las alertas son Convención, El Carmen, Teorama, Hacarí, San Calixto, Tibú, El Tarra, Ábrego y La Playa de Belén, que comprenden la región del Catatumbo, y Cúcuta, Puerto Santander y Villa del Rosario.
Lo preocupante es que, desde septiembre de 2019, el SAT ha emitido 15 informes de consumación para este departamento, referidos a la comisión de delitos advertidos con anticipación, lo que estaría evidenciando fallas en la atención de las autoridades a las alertas tempranas.
¿Cómo pueden ocurrir masacres, desplazamientos forzados y homicidios selectivos en una región fuertemente militarizada? Wilfredo Cañizares, director de la Fundación Progresar, organización que va a cumplir 30 años defendiendo los derechos humanos y la frontera en Norte de Santander, llama la atención sobre las masacres recientes, entre ellas la ocurrida el pasado 4 de julio en el asentamiento humano Pacolandia, donde fueron retenidos, asesinados y desmembrados cuatro jóvenes.
“Los Rastrojos tienen un retén montado allí desde febrero de este año, hace seis meses. Es sobre una vía principal, a 35 minutos de Cúcuta y a un kilómetro estaba el puesto de Policía de Banco de Arena. Con eso, hágase una idea de cómo se mueve el tema en la zona”, sugiere Cañizares.
No se trata de una región abandonada, aislada y sin presencia institucional. Según este defensor de los derechos humanos, en esa zona rural están “las mejores tierras de Norte de Santander, es el distrito de riego del río Zulia. La gente cultiva arroz, hay palma africana, limones, cacao, y hay fincas ganaderas. Además, es una zona con alta presencia policial y una presencia del Ejército esporádica”.
Cañizares plantea una supuesta relación de sectores de la Policía Metropolitana de Cúcuta con los ‘Rastrojos para beneficiarse del contrabando que trasiega por la frontera nortesantandereana: “Nosotros hemos denunciado y pedido públicamente que el gobierno nacional intervenga. Los niveles de convivencia y de complicidad de sectores de la Policía Metropolitana de Cúcuta, asentados a lo largo de la frontera, es de una corrupción incalculable”.
Esas denuncias fueron recogidas por la Defensoría del Pueblo y en la reciente Alerta Temprana le solicitó a la Policía Metropolitana de Cúcuta “que lleve a cabo evaluaciones permanentes de desempeño de sus unidades en las zonas advertidas con presencia de contrabando” y le dio un plazo no mayor a 60 días para que le informe a esta entidad del Ministerio Público las medidas que emprenda la institución para contrarrestar posibles actos de corrupción.
Pero no sólo son sospechas de corrupción. Juan Carlos Quintero, directivo de Asociación de Campesinos del Catatumbo, coincide con Diana Sánchez, de Minga, al establecer que la Fuerza Pública dio un cambio drástico después del 7 de agosto de 2018: “Hemos visto un comportamiento de una Fuerza Pública que está recuperando patrones de violencia que creíamos extintos”.
Para respaldar su afirmación, alude a las cinco ejecuciones extrajudiciales de civiles ajenos al conflicto armado cometidas por tropas del Ejército. El caso más destacado es el de Dimar Torres, excombatiente de la antiguas Farc y firmante del Acuerdo de Paz, asesinado el 22 de abril de 2019 en la vereda Carrizal del municipio de Convención, y por cuyo caso varios militares fueron procesados por la justicia.
Otro de los factores que genera graves riesgos es el de la estigmatización generada por altos oficiales del Ejército y la Policía contra las organizaciones sociales. Quintero alude al caso del coronel José Palomino, comandante de la Policía Metropolitana de Cúcuta, quien cuestionó a Cañizares, director de la Fundación Progresar, por alertar sobre un panfleto difundido por grupos criminales, y lo calificó de “jefe de presa de los bandidos”.
Y mientras las comunidades y sus líderes en zonas conflictivas como Córdoba, Nariño y Norte de Santander revelan que el derecho a la no repetición de la violencia está siendo vulnerado por grupos armados ilegales, pero también por algunos miembros de las instituciones obligadas a salvaguardar la vida, el presidente Duque se expresa en sentido contrario.
Muestra de ello es su discurso de conmemoración del ducentésimo primer aniversario de la Batalla de Boyacá y Día del Ejército Nacional de Colombia: “Y hoy, en dos años de nuestro Gobierno, exalto cómo han contribuido todas las Fuerzas Militares y de Policía para que hayamos consolidado una de las tasas de homicidio más bajas en 40 años, la tasa de secuestros más baja en más de cuatro décadas, la mayor reducción del área sembrada de cultivos ilícitos de los últimos seis años, las mayores incautaciones de droga de nuestra historia reciente, y, óigase bien, avanzamos rumbo a indicadores cada vez más sólidos en materia de seguridad ciudadana”. Los contrastes son más que evidentes.
Tomado de Verdad Abierta