Pando (Bolivia), 21 nov – En las profundidades de la Amazonía boliviana, donde la selva resguarda un sinfín de historias y tradiciones, las comunidades indígenas Esse Eja y Tacana enfrentan una crisis que trasciende generaciones. La naturaleza, a la que veneran como ‘Madre’, está siendo envenenada lentamente por un enemigo invisible pero letal: el mercurio.
Este metal, utilizado en la minería de oro, ha contaminado las aguas del río Beni y los peces que son la base de su alimentación, transformando su forma de vida en una lucha por la supervivencia.
Estamos preocupados, la contaminación nos está matando
Frente a una plataforma minera en construcción, Saúl Vargas, líder de la comunidad Tacana de Loreto, señala el epicentro del problema: “La verdad estamos preocupados, la contaminación nos afecta a nosotros como personas, a los animales y a los peces que viven en el agua”.
La voz de Vargas, de 37 años, resuena con desesperación y rabia. Describe los efectos devastadores que el mercurio tiene en su comunidad: dolores de cabeza, vómitos, diarreas y temblores. “Esto viene desde los años ochenta, pero ahora es peor. Como pueden ver, ahí trabajan los mineros”, denuncia.
Las comunidades indígenas no tienen otra opción que seguir pescando en el río contaminado. “Todos los días se van al río. Es nuestra costumbre, vivir de la pesca”, explica Vargas. Sin embargo, esa costumbre, antes símbolo de identidad y sustento, ahora representa un riesgo diario para su salud.
El veneno invisible
Oscar Campanini, director del Centro de Documentación e Información Bolivia (Cedib), confirma la gravedad de la situación. “Hay al menos dieciocho comunidades afectadas alrededor del río Beni. En dos de ellas, donde el consumo de pescado es altísimo, el impacto es mayor”, señala.
El problema no solo se limita a los seres humanos. Las aves que beben de estas aguas y los peces que nadan en ellas están también contaminados. “El medio ambiente queda completamente afectado”, advierte.
Para Borja Peralta, presidente de la comunidad indígena Esse Eja en Enechiquia, la situación es desoladora. “Todos los peces están contaminados, pero no tenemos otra opción”, dice, refiriéndose al mercurio que impregna las aguas del río. La falta de alternativas agrava la crisis alimentaria, forzando a estas comunidades a depender de lo poco que tienen, incluso si está contaminado.
Hambre y desesperación
A esta catástrofe ambiental se suma una crisis logística y social. La conflictividad política en Bolivia impide el abastecimiento de combustible necesario para las embarcaciones de pesca. Esto, unido a la contaminación, ha obligado a las comunidades a cambiar sus hábitos alimenticios.
En algunos casos, se han visto obligados a criar pollos, lo que implica gastos que pocos pueden asumir. Otros, simplemente, han reducido su dieta a arroz y yuca, alejándose de los alimentos que históricamente los han nutrido.
“Esto está rompiendo el orden tradicional de nuestras vidas”, explica Alfredo Zaconeta, investigador del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla). Cambiar una dieta basada en pescado por una dieta basada en productos agrícolas o pollo representa no solo un cambio cultural, sino también un desafío económico. “Comprar carne de pollo en la comunidad más cercana ya es un gasto que muchos no pueden cubrir”, añade.
Leyes que no protegen
Mientras tanto, las políticas públicas parecen ser cómplices de esta tragedia. Según Zaconeta, las normativas que regulan la minería en Bolivia son ambiguas y favorecen a los intereses de las cooperativas mineras, muchas de ellas con vínculos políticos.
“No hay un control adecuado del uso de mercurio”, afirma, subrayando que las importaciones de este metal se han disparado en la última década, pasando de 12.000 kilos en 2014 a 151.000 en 2023. Parte de este mercurio se utiliza para la minería de oro en Bolivia, pero otra parte es contrabandeada a países vecinos como Perú y Brasil.
Bolivia es firmante del Convenio de Minamata, un tratado internacional diseñado para proteger la salud humana y el medio ambiente de las emisiones y liberaciones de mercurio. Sin embargo, en la práctica, poco se ha hecho para cumplirlo. “Pese a los múltiples reportes, no se han conocido acciones de remediación ni compensación para las personas afectadas”, señala Zaconeta.
Resistencia en la adversidad
A pesar de todo, las comunidades indígenas siguen luchando. Saúl Vargas, Borja Peralta y muchos otros continúan alzando la voz, denunciando la falta de justicia y exigiendo soluciones. Sin embargo, sus esfuerzos parecen perderse en el ruido del río Beni, cuya majestuosidad ahora contrasta con la tragedia que oculta en sus aguas.
“Estamos solos”, dice Vargas con una mezcla de resignación y determinación. Pero en su soledad también hay una resistencia silenciosa, una lucha por preservar no solo sus vidas, sino también su cultura y su relación con la naturaleza.
El mercurio no solo contamina el agua; está contaminando la esencia misma de estas comunidades. Cada pescado que consumen es una ruleta rusa, y cada día que pasa, la amenaza crece. Mientras el mundo avanza, estas comunidades quedan atrapadas entre el hambre y el veneno, esperando un cambio que parece cada vez más lejano.
EFE