Hyastville (EE.UU.), 23 ene – Con recelo, los hombres se acercan poco a poco al carro de la policía. Hace -10 grados centígrados y los agentes entregan gorros, guantes y suéteres.

«La gente no se quiere confiar», cuenta Raúl – nombre ficticio a su petición porque no tiene un estatus legal -, que como los demás espera en el estacionamiento de un pequeño centro comercial al norte de la capital de EE.UU. a que alguien pase a ofrecerle un trabajo: pintar una casa, ayudar con una mudanza, cortar césped…

La amenaza de deportaciones «masivas» del nuevo presidente, Donald Trump, no paraliza a los migrantes indocumentados que no tienen más alternativa que seguir yendo a trabajar para «pagar las facturas» y cumplir con enviar dinero a las familias que dejaron atrás.

«Sigo saliendo por la necesidad; si no te arriesgas, no sales adelante con la renta, los servicios. Los alquileres se han puesto muy caros y el dinero ya no le alcanza a uno», relata Raúl, guatemalteco, que ha vivido 24 de sus 62 años de vida en Estados Unidos.

La ansiedad económica, que marcó el ciclo electoral y ayudó a catapultar a Trump a la Presidencia, también afecta a la población que el mandatario ha señalado como un problema para el país y ha prometido expulsar durante su mandato.

El ahora presidente atrajo a votantes con un mensaje antimigrante y la propuesta de deportar a los más de 11 millones de personas indocumentadas que viven en EE.UU.

Una expulsión a tal escala dejaría al país sin un 5 % de su fuerza laboral y con 96.700 millones de dólares menos en contribuciones fiscales a nivel federal y estatal, según datos del Institute on Taxation and Economic Policy.

La mayoría, un 80 % de estas personas, lleva al menos 10 años en el país y, como Raúl, ya han aprendido a vivir con la incertidumbre de que en cualquier momento las autoridades pueden detenerlos.

«Yo solo me mantengo en esta área, no salgo a muchos lugares», indicó, señalando con un dedo la ruta que hace diariamente desde su casa hasta el centro comercial donde se para a buscar trabajo de jornalero.

«Tengo mucha desconfianza y no tengo esa amplitud de moverme o ir a otros estados por ejemplo», afirma.

Raúl migró para darle una mejor vida a sus padres, que fallecieron hace dos años y de los que no pudo despedirse. Ahora, con lo que gana, ayuda también a sus hermanos.

Si lo llegaran a deportar, acotó, sería un «doble sufrimiento, porque allá no hay trabajo y aquí, aunque sea difícil, puedo conseguir algo y apoyarlos».

«Ya no tengo miedo»

Después de 33 años en EE.UU. y de que lo deportaran una vez a principios de los 90, Carlos Tejada dijo no tener más miedo a las autoridades de migración. En el estado Maryland se casó, formó una familia y se divorció y sus hijos «ya están mayores».

«A las buenas no me quiero ir (…) pero si me agarra un agente de migración, hasta la mano le voy a dar; no quiero andar escondido», relata.

Todos estos años ha trabajado en construcción porque «aunque es peligroso y duro, es donde más se gana» y con lo que ha ido enviando a su natal Honduras, poco a poco ha podido construir «una casita» a donde sueña volver.

Los migrantes indocumentados están sobrerrepresentados en industrias como la construcción, donde forman un 13,7 % de todos los trabajadores, la agricultura (12,7 %), y la hostelería (7 %).

Martina Salas, trabajadora de este último sector y también indocumentada, lidia con esta incertidumbre a través de su religión y la resignación: «Tengo ya 55 años y ya me conformo un poco; si me toca, me toca».

«Yo solo tengo temor de Dios, que se haga su voluntad», dice la mujer guatemalteca, mientras mete las manos dentro de su delantal de trabajo. Lleva 24 años en el país y siempre ha trabajado en restaurantes porque le «gusta mucho cocinar».

Hace 8 años, cuando Trump empezó su primer mandato, sí tenía «mucho miedo» porque su hijo -el único en EE.UU., de los 11 que tiene- era pequeño.

«Ahora, si me llegaran a detener, ya lo tengo instruido. Si un día no llego a casa, ya sabe qué hacer».

Alejandra Arredondo

EFE

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