Por Maveza

Desde hace varios meses se ha vuelto recurrente ver y escuchar en los medios de comunicación —así como en las redes sociales—, la actuación de algunos ciudadanos que han tomado por opción ejercer justicia por mano propia. La problemática ya es generalizada y se desarrolla a lo largo y ancho del país, principalmente en las grandes capitales y en ciudades intermedias, donde el fenómeno se ha convertido casi que en el pan de cada día.  Este tipo de actuaciones genera una gran controversia entre quienes la apoyan y quienes se oponen, sin embargo, al parecer son situaciones que lamentablemente son aprobadas por la mayoría de la sociedad civil en Colombia.

Al respecto, es necesario recordar la tragedia que ha vivido nuestro país en el transcurso de la vida republicana, como consecuencia de nuestra enfermiza obsesión de resolver los conflictos mediante el uso generalizado de la violencia. Nuestra historia ha estado signada por la beligerancia, desde el grito de independencia se habla de más de 23 guerras civiles, entre las que se destacan la guerra de los Mil Días y la denominada época de la violencia, esta última podría determinarse como la génesis de los conflictos generados por las guerrillas, el paramilitarismo, el narcotráfico, la delincuencia común y las hoy señaladas bandas criminales. En definitiva, los colombianos hemos vivido inmersos en una espiral de violencia, que al parecer, no quisiéramos concluir.

Por lo anterior es que se vuelve preocupante la práctica generalizada de tomar la justicia por mano propia, como secuencia de dicha práctica se puede usar como ejemplo el paramilitarismo que, según sus fundadores, se gestó como respuesta al accionar de las guerrillas, las que a su vez encuentran su génesis en la exclusión y la discriminación a la que era sometida gran parte de la población rural por parte de la dirigencia política de la época; e igual podría pensarse frente a las demás formas de violencia que han azotado nuestra nación.

Aunado a lo anterior es necesario precisar, igualmente, que desde el punto de vista legal y moral —y se habla de moral ya que nos preciamos de ser una nación de profundos principios morales y religiosos—, la sanción es mayor para quien atente contra la vida y la integridad de un ser humano, que para quien atente contra el patrimonio económico; sin embargo, ello pasa desapercibido para las hordas de «ciudadanos de bien», que alentados por el clamor popular y la omisión cómplice de la fuerza pública, se lanzan como una jauría de lobos contra su «presa»; y como en la época de la Santa Inquisición, sin pruebas y sin debido proceso, han llegado a los extremos de acabar incluso con la vida del malhadado malhechor. Sin embargo —más triste aún—, ya se conoce de personas inocentes que han fallecido a causa de los golpes recibidos en tan reprochable práctica. De otro lado, podría alegarse en favor de los «juzgadores populares» que la delincuencia ha llegado a extremos insoportables y que, ante la falta de actuación de las autoridades competentes, buena es la justicia del pueblo, aún así, como ya se ha manifestado, tomar la justicia por mano propia es lo que nos ha mantenido inmersos en esta bola de nieve de la violencia sin fin.

De igual manera, es dable sostener que dichas actuaciones son producto de una sociedad educada para la competencia y, por ende, todo aquel que por uno u otro motivo cae en desgracia pasa a ser un antagonista menos y por lo tanto ello incrementa la posibilidad de éxito propia. El sistema imperante definitivamente menosprecia la esencia del ser humano, quien no está preparado para lograr el «éxito», o por diferentes motivos se queda a mitad del camino, no encuentra en el entorno social un puntal para superarse, por el contrario, como reza el refrán popular: «al caído caerle».

Es por ello que se hace necesario repensar nuestro rumbo como sociedad, entendiendo que el perdón debe superar a la venganza, y que es necesario generar una ética donde prime el respeto por los derechos humanos, la cual debe propender por la reivindicación y la dignificación del ser humano, independiente de su condición, más aún cuando creemos firmemente en la posibilidad de resocialización de aquellos que, por uno u otro motivo, infringen la ley, la que, dicho sea de paso, es tan pronta para «los de ruana», pero casi estática para «los intocables». Al respecto, hay que afirmar que la realidad de nuestro país habla por sí sola, la justicia formal se mueve de manera indirectamente proporcional al patrimonio del procesado, e igual sucede con la justicia por mano propia, somos laxos frente a los llamados «ladrones de cuello blanco», incluso en algunos casos les hacemos reverencia y los elegimos mediante el voto popular, mientras somos implacables frente a los denominados bandidos de poca monta.

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