Acostumbradas a sobrevivir día a día, las trabajadoras sexuales trans de Ciudad de México exigen su reconocimiento para acabar con la violencia que les rodea y evitar así ser parte de una cifra escalofriante: su esperanza de vida promedio es de 35 años.
«¡Es un hombre!», gritan burlones un grupo de chicos desde un vehículo en marcha, mientras pasan por Puente de Alvarado, una importante avenida del centro de la ciudad.
En la misma esquina donde asesinaron a Paola en septiembre de 2016, una muerte que conmocionó a ese colectivo, la activista Kenya Cuevas habla con firmeza en una entrevista con Efe con motivo del Día Internacional de la Memoria Trans, que se celebra este miércoles y que recuerda a las personas asesinadas.
«Desde el momento que haces la transición te enfrentas a una violencia extrema y discriminación, (…) Y el trabajo sexual es la consecuencia de esto. Llegan a este espacio y son mujeres visibles y expuestas», explica Cuevas.
Kenya puntualiza que a los peligros de la calle se suma la criminalización de las autoridades y la desatención institucional.
EXCLUSIÓN, VIOLENCIA, DROGAS
Cuevas es la prueba viviente de todo ello.
Activista y directora de la ONG Casa de las Muñecas Tiresias, fundada en 2018 tras la muerte de Paola, ayuda al colectivo LGBT, especialmente al trans.
Kenya Cuevas fue prostituta, es portadora del VIH y estuvo diez años en prisión.
Su historia de supervivencia y autoaceptación es similar a la de muchas que hoy hacen la calle en Puente de Alvarado y sus alrededores, en las colonias (barrios) de la Tabacalera y de Buenavista.
Nacida en 1973 en una familia desestructurada y agresiva, Cuevas escapó de su casa y de una identidad errónea, a punto de cumplir 9 años.
Aquel día se sentó durante horas cerca de un campamento para niños indigentes en el Parque de la Alameda donde también se ejercía la prostitución.
Un hombre la recogió, la llevó para tomar sus escasas pertenencias y la dejó en un hotel que resultó ser de trabajadoras sexuales trans.
«Oiga, yo quiero ser como ustedes», dijo Kenya a dos de ellas, Viridiana y Chavela, que la llevaron a comprar ropa, maquillaje y una peluca. «Por primera vez supe que era esa mujer que veía en el espejo, fue un momento muy mágico», rememora.
Pero la magia chocó de bruces con la realidad. «Ya te acabaste el dinero, a trabajar», le dijeron.
«En menos de 24 horas ya había hecho mi transición y estaba parada en un punto de trabajo sexual de la Ciudad de México», subraya.
Los años que siguieron fueron desgarradores. Vivió en la calle, cayó en las drogas y terminó hospitalizada en un centro psiquiátrico, donde la diagnosticaron además con el VIH en plena década de los 80.
«Quería salir del hospital para seguirme drogándome. Venía carente de amor». Pasó hasta los 28 años en la calle, intercambiando relaciones sexuales por drogas, y realizando otros trabajos callejeros.
Un día, comprando drogas en la hoy turística Plaza Garibaldi, se vio envuelta en una redada y, acusada por la traficante, terminó presa por venta de drogas.
Estuvo presa 10 años, 8 meses y 7 días. Esta fue su condena. Un difícil periodo en la cárcel donde, destinada al dormitorio para enfermos con VIH, vio morir a puñados de personas.
Salió a los 38 años de madrugada. Sola y sin rumbo. Regresó a las calles de siempre, y empezó a prostituirse de nuevo. Enterró a muchas amigas en medio de la impotencia.
Con el brutal asesinato de Paola, Kenya decidió no seguir callada.
El caso recibió gran atención mediática cuando un grupo de trans lideradas por ella dejó el féretro de Paola en medio de una de las calles principales de la Ciudad de México.
Así nació Kenya la activista, que hoy trabaja para autoridades educativas de la Ciudad de México. Muy a su pesar, lleva escolta y un botón de pánico (un sistema de emergencia) por las amenazas que recibe por su labor.
«ME DA MÁS MIEDO QUEDARME SIN COMER»
Entre moteles, taxistas y alguna que otra patrulla, Brooklyn espera esta noche a sus primeros clientes.
En una noche gana desde «nada» hasta 500 pesos (unos 25 dólares) en promedio, según cuenta a Efe.
Siempre con miedo, a menudo con la muerte pisándole los tacones.
«Son muchas experiencias fuertes desde intentos de violación o intentos de asesinato a robos», afirma este mujer de 30 años de imponentes curvas, que lleva 14 años de trabajadora sexual.
Brooklyn piensa dedicarse a la prostitución hasta que «el cuerpo aguante». Posteriormente, le gustaría ser estilista.
Hoy en día se ve empujada por la «necesidad», aunque también valora, como otras trabajadores sexuales entrevistadas, la independencia y la facilidad del dinero.
«En un empleo formal no puedo ganar lo que gano aquí», asegura en un país donde el salario mínimo diario es de 102,68 pesos (unos 5,2 dólares).
Ha perdido amigas, sufrido la violencia en carnes propias, pero huir de la pobreza se antepone a todo lo demás: «Me da más miedo quedarme sin comer», concluye Brooklyn.
A su lado, dominando con destreza unos taconazos con los colores del arcoíris, Italia también empieza su jornada.
Trabajan en la misma calle y se cuidan en la medida que pueden con algunos códigos como no alejarse mucho de la zona o no ir a domicilios.
«Fui atacada por unos chicos que viven en una vecindad cercana. Me picaron aquí, cerca del cuello», dice enseñando un cicatriz debajo de la barbilla, a unos centímetros de la yugular.
Italia tiene una historia peculiar. Es de San Blas Atempa, en el Istmo de Tehuantepec del estado de Oaxaca, y se identifica como muxe, el llamado tercer género de la cultura zapoteca, personas nacidas como varones que adquieren un aspecto de mujer y asumen roles tanto femeninos como masculinos.
Por su cultura, la transición de hombre a mujer no fue un problema, pero sí la pobreza y la desgracia tras perder la vivienda familiar en los sismos de 2017.
«Estoy dándole más duro para ayudar a mis papás», cuenta la joven de 26 años, que cada fin de semana intenta mandar dinero y fantasea con ser costurera de trajes regionales.
Oriunda de Ciudad del Carmen, en el suroriental estado de Campeche, Erika tiene 39 años y no hizo su transición hasta pasados los 30.
En Campeche era administrador de hoteles. Un hombre de éxito que vivía una gran mentira. Pero se mudó hace unos años a la Ciudad de México para vivir su identidad real, e incluso ganó algún concurso de belleza trans.
El trabajo sexual aporta «dinero» e independencia pero también la expone a peligrosas situaciones como asaltos a punta de pistola o robos. «No llevo nada. Porque si traes un arma y la utilizas para defenderte, resulta que tú eres el agresor», lamenta.
A GOLPE DE BISTURÍ
Brooklyn e Italia tienen la nariz bien perfilada y una tira adhesiva pegada en el tabique.
«Me gustaría estar en el pueblo con mi familia y ya toda operada. Cumplir ya todos mis propósitos e irme para allá. Este es mi sueño», dice Italia.
Los retoques estéticos están al orden del día en el colectivo. Y esto, si bien acerca a muchas a su ideal de belleza, también es un camino lleno de peligros.
«Hay veces que caes en manos de no sabes quién. Corremos todo tipo de riesgos», resume Brooklyn.
Para Kenya Cuevas, el sueño de feminizarse tiene una cruda lectura social.
«La obsesión de parecer más mujeres es un reclamo de la sociedad. Cuanto más mujer parezcas, menos te violentan. Entonces acuden a las ‘modelantes’, a las inyecciones de aceite. Y esto ha provocado muchas muertes a temprana edad», denuncia la activista.
35 AÑOS, UNA MUERTE PREMATURA
La esperanza de vida en América Latina y el Caribe es de 75,2 años, según la Cepal. No obstante, para las mujeres trans se reduce a tan solo 35 años.
Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de 2018 estima que la «violencia, pobreza y exclusión» expone especialmente a las personas trans debido a la «desigualdad de género», mientras que otras relaciones de poder «reducen de manera alarmante la esperanza de vida promedio de mujeres trans a 35 años».
Esta corta esperanza de vida queda patente en un Registro de Violencia divulgado en 2015 que reflejó que el 80 % de las mujeres trans asesinadas tenían 35 años de edad o menos.
«Es todo un ciclo fatal. Son expulsadas de las familias. Padecen maltratos y sufren violencia sexual. A muchas no les queda otra salida que ser trabajadoras sexuales. No tienen acceso a educación ni salud», explica a Efe el director de la organización Letra S, Alejandro Brito.
Esta ONG elabora cada año un recuento de los crímenes de odio contra el colectivo LGBT en México.
Aunque el dato es todavía preliminar, en el primer semestre de 2019 suman 28 mujeres trans asesinadas. «De seguir esta tendencia, tendríamos al final del año más casos que los anteriores», apunta.
Uno de los más recientes, la muerte de Itzayana, exhibe la «impunidad» existente.
Apareció muerta y con golpes el 22 de septiembre en su casa y las autoridades consideraron que fue un suicidio pese a que hay testigos de una fuerte pelea, con amenazas de muerte, de su pareja sentimental, que estaba presuntamente en el lugar de los hechos.
Aunque la transfobia permanece en México, en grandes ciudades, y especialmente en la Ciudad de México, se han dado pasos para un mayor reconocimiento del colectivo.
Por ejemplo, en los últimos años se ha facilitado el trámite para cambiar de nombre en el Registro Civil y son habituales las campañas de concienciación.
La muerte de Paola, y la potente acción de sus compañeras bloqueando una calle con su cadáver, no fue en vano.
«Logramos la mirada de muchas personas, academias empresas, gobiernos. (…) En parte gracias a Paola se lograron abrir centros de diversidad en todas las alcaldías» de la capital, celebra Kenya.
Pero el sabor es agridulce, porque Cuevas, que en su casa en Valle de Chalco, en la violenta periferia capitalina, tiene un albergue donde acoge a mujeres trans en situación de vulnerabilidad, reconoce que queda demasiado por hacer.
Por ejemplo, capacitar a las fuerzas de seguridad.
A menudo «son muy groseros y discriminatorios, violentan a las chicas y las arrestan sin ningún motivo. Entonces, sigue este estigma. Para combatir la discriminación y la violación de derechos a estos colectivos la clave es la educación».
EFE