Inda Sabaleta (Colombia), 17 de agosto de 2022.- El jueves pasado Juan Orlando Moreano hubiera cumplido 35 años. En el resguardo indígena awá de Inda Sabaleta, de donde era gobernador suplente, no hay velas -ni siquiera fúnebres-, pues quienes le conocen solo reivindican que perviva su legado de lucha por la supervivencia de un pueblo indígena.
Moreano fue asesinado el pasado 3 de julio, junto a su sobrino Carlos José García y a John Faver Nastacuas, por el grupo criminal “Los contadores”, en una masacre que ha partido el alma a este resguardo indígena situado a pocos kilómetros de Tumaco, en el suroeste de Colombia.
“Yo saldría a denunciar con nombres y apellidos, a decir lo que pasó, si no tuviera familia”, dice uno de los familiares de Moreano. Después de que los asesinaran, viven amenazados; a la esposa de Carlos, incluso, la sacaron de la casa, la amedrentaron, grabaron un video para que todo el mundo lo viera y ha tenido que huir con su hija.
UNA MUERTE ANUNCIADA
Sus amigos y sus compañeros de la guardia indígena, de la que fue coordinador durante seis años, presentían que a Orlando lo iban a matar y lo acompañaban a todos lados. Estaba amenazado desde hace tiempo y lo escoltaba un esquema de seguridad de la Unidad Nacional de Protección que incluía a su sobrino. Sin embargo, ese día “se confiaron”.
Él estaba en una reunión dentro del resguardo con un centenar de personas, incluidos niños y mayores, donde abordaban por enésima vez la situación de seguridad. “Los contadores” habían matado a un indígena de nuevo la noche anterior.
Él no se amedrentaba, “él reclamaba de frente”, recuerdan quienes le conocían, y este grupo que, según la Defensoría del Pueblo, está asociado a carteles mexicanos y se dedica al narcotráfico, a la extorsión y a manejar los cultivos de coca que pintan el paisaje de esta zona, lo tenía en el punto de mira.
Ese domingo, cuando salía de la reunión, en la vía principal a pocos metros después de entrar al resguardo alguien le llamó. Él se giró y una persona a la que llaman “Marihuano”, de ese grupo criminal, le pegó varios tiros y lo dejó tirado en el suelo.
Su sobrino, que se había prometido que el día que fueran a matar a Orlando no se iba a quedar mirando, cogió su bastón de guardia indígena, la única herramienta de defensa de este organismo de protección propio, y golpeó en el brazo a los atacantes, pero un bastón no puede hacer nada contra un arma de fuego y cayó junto a su tío.
La familia denuncia que ni la Fiscalía ni Medicina Legal llegaron hasta una semana después.
Muchas instituciones, como la Defensoría, se han atrevido a entrar un mes después, junto a una misión humanitaria de organismos internacionales, ONG, organizaciones de la ONU y prensa. El resguardo está en una “zona roja” donde nadie quiere entrar, excepto quienes allá tienen sus hogares.
En la matanza también falleció John Faver, el guardaespaldas de otro líder awá que se salvó porque portaba chaleco. Hubo varios heridos que nunca regresaron al resguardo por miedo a correr peor suerte. Todos los testigos ahora tienen un blanco en la espalda.
LA SUPERVIVENCIA DE UN PUEBLO
“Es triste saber que ahora solo van a quedar las fotografías, los videos, pero algo que sí sabemos que tiene que seguir es su legado: el amor por el pueblo, el respeto a nuestros principios, es la única forma que nosotros podemos seguir perviviendo como pueblo awá y seguir fuertes frente a las adversidades”, dice sobre Orlando la consejera de Educación de la Unidad Nacional Indígena del Pueblo Awá (Unipa), Dayana Bisbicus.
Ella fue compañera de Orlando y le brillan los ojos de admiración cuando habla de él. Conoció a los asesinados en una formación que tuvieron de jóvenes, donde aprendieron su identidad, lo que les unió en el camino de trabajar por su pueblo. “Cuanto más arraigo a la cultura y a la identidad haya -dice Bisbicus- mayor fortaleza hay a poder resistir lo que nos hace daño”.
Y ese era un mantra de Orlando, que enfrentó esa tarea a pesar del peso que eso suponía, pese a que tuvo que dejar la universidad porque no podía acudir a clases, y a la esperanza que infundió a los suyos y la confianza de que el cambio estaba cerca.
Planeaba viajar a Bogotá a la investidura de Gustavo Petro el 7 de agosto; “iba a ir directo a saludar a su presidente y a su vicepresidenta”, dice la consejera, que en su honor viajó a la capital. Quería pedirle al nuevo Gobierno “que estos territorios que han sido olvidados históricamente sean tenidos en cuenta”.
UN GENOCIDIO IMPUNE
Porque no es la primera vez que el pueblo awá sufre un golpe así. Desde el acuerdo de paz, la Unipa ha reportado 98 homicidios y cuatro masacres. Alrededor del resguardo dicen los indígenas que operan 28 grupos armados. A cada rato cambian de nombre, a cada rato cambian de zona de control. Y ellos han quedado en medio de los disparos.
“Exigimos el cese total de la violencia en nuestro territorio ancestral”, decía Orlando en un video que ahora la Unipa difunde póstumamente.
Él siguió la misma suerte que tantos otros líderes indígenas en Colombia. Los grupos saben que acabar con la guardia indígena, con gobernadores o con “taitas” o sabedores es acabar con los pueblos, acallarlos, mermarlos, dominarlos.
“Todo se da porque estos compañeros habían venido adelantando un trabajo importante en defensa de la vida del territorio, exigiendo la paz y la armonía no solamente para el resguardo de los cuales ellos hacían parte sino para todo el territorio”, lamenta a Efe el gobernador del resguardo, Álex Guanga.
Levantar la voz les cuesta la vida, pero su respuesta es más resistencia, más unidad, más dignidad. “Aquí somos una familia, nos tumban a uno, nacen cinco más; nos tumban a cinco, nacen veinte”, dice un miembro de la guardia indígena.
“Cuenten con nosotros para la paz, jamás para la guerra o nunca para la guerra”, exclamaba Orlando antes de que le mataran. Murió siendo, como decía, “un constructor de vida”, un “constructor de alegría”.
Irene Escudero
EFE