Publicamos en exclusiva en Colombia el prólogo del más reciente libro del nobel de economía del año 2001, “Capitalismo progresista. La respuesta a la era del malestar”, del sello editorial Taurus, el cual plantea reformas radicales del poder político y económico para que la riqueza no siga concentrada en pocas manos.
Primero, los mercados por sí solos no logran la prosperidad compartida y duradera. Los mercados desempeñan un papel inestimable en cualquier economía que funcione bien y, pese a todo, no suelen generar resultados justos y eficientes: producen demasiado de algunas cosas (contaminación) y demasiado poco de otras (investigación básica). Y como bien demostró la crisis financiera de 2008, los mercados no son por sí mismos estables. Más de ochenta años atrás, John Maynard Keynes explicó la razón por la que en las economías de mercado ha subsistido a menudo el desempleo, y nos ensenó cómo el gobierno podía mantener el pleno empleo, o casi, en la economía.
Si hay grandes discrepancias entre los beneficios sociales de una actividad —el beneficio para la sociedad— y los réditos privados de la misma —los beneficios para un individuo o empresa—, los mercados solos no harán su trabajo. El cambio climático representa el ejemplo por excelencia: los costes sociales globales de las emisiones de carbono son enormes —las emisiones excesivas de gases de efecto invernadero son una amenaza para la vida del planeta— y exceden con mucho a los costes atribuibles a una empresa o incluso un país. Ya sea a través de reglamentaciones o poniendo precio a las emisiones de carbono, estas deben frenarse.
Los mercados tampoco funcionan bien cuando la información disponible es imperfecta y faltan algunos de los principales indicadores (por ejemplo, para asegurarse contra riesgos importantes, como el del desempleo), o cuando la libre competencia se ve limitada de algún modo. Pero estas “imperfecciones” lo impregnan todo y son, por cierto, especialmente relevantes en ciertas áreas, como la de las finanzas. Ello implica, a la vez, que los mercados no producirán suficientes de los denominados “bienes públicos”, como la protección contra incendios o la defensa nacional: bienes que usa toda la población y que son difíciles de cobrar por otra vía que no sean los impuestos. Para lograr un mejor funcionamiento de la economía y la sociedad, con ciudadanos que se sientan más prósperos y seguros, el gobierno debe gastar dinero —para mejorar, por ejemplo, los subsidios de desempleo y financiar la investigación básica— y establecer regulaciones con el fin de evitar que la gente se perjudique entre sí.
Por ende, las economías capitalistas siempre han supuesto una mezcla de mercados privados y sector público. La pregunta no es si optar por uno u otro, sino cómo combinar los dos con las mayores ventajas. Aplicada al tema de este libro, vemos que hay una necesidad de acción gubernamental para lograr una economía eficiente y estable, con crecimiento rápido, y asegurar que los frutos de este estén repartidos equitativamente.
Segundo, debemos reconocer que la riqueza de una nación descansa en dos pilares. Las naciones se enriquecen —y alcanzan una mayor calidad de vida— haciéndose más productivas, y la fuente más importante de aumentos en la productividad es fruto de los aumentos en el conocimiento. Los progresos tecnológicos dependen de fundaciones científicas financiadas con fondos gubernamentales para la investigación básica. Y las naciones se enriquecen como consecuencia de una buena organización general de la sociedad, que permita al pueblo interactuar, comerciar e invertir con seguridad. El diseño de una buena organización social es el producto de varias décadas de razonamiento y deliberación, observaciones empíricas de lo que ha funcionado y lo que no. Ello ha conducido a conclusiones sobre la importancia de las democracias donde imperan el derecho, el debido proceso legal, los sistemas de pesos y contrapesos y una miríada de instituciones implicadas en descubrir, evaluar y decir la verdad.
Tercero, no hay que confundir la riqueza de una nación con la riqueza de determinados individuos en ese país. Algunas personas y compañías tienen éxito con nuevos productos que los consumidores anhelan, y esta es la buena forma de hacerse rico. Otros tienen éxito valiéndose de su poder dentro del mercado para explotar a los consumidores o a sus trabajadores.
Esto no es más que una redistribución de los ingresos; no aumenta la riqueza total de una nación. El término técnico para ello en economía es “renta”: la búsqueda de renta se asocia al intento de conseguir una porción mayor de la tarta económica de la nación, en oposición a la creación de riqueza, que trata de aumentar las dimensiones de dicha tarta.
Los legisladores deberían centrarse siempre en cualquier mercado con rentas excesivas, pues son un indicador de que la economía podría funcionar más eficientemente: en realidad, la explotación inherente a estas termina debilitando la economía. Una batalla exitosa contra la búsqueda de renta redunda en redirigir los recursos hacia la creación de riqueza.
Cuarto, una sociedad menos dividida, una economía con mayor equidad, funciona mejor. Particularmente nefastas son las desigualdades basadas en la raza, el género y los factores étnicos. Esto es un giro notable en el enfoque antes dominante en la economía, que sostenía que había una compensación: que solo podía haber mayor igualdad sacrificando el crecimiento y la eficiencia.
Los beneficios de reducir la desigualdad son especialmente grandes cuando esta llega a los extremos que ha alcanzado en Estados Unidos y cuando se genera de la forma en que lo hace, por ejemplo, explotando el poder de mercado o la discriminación. Por lo tanto, el objetivo de una mayor igualdad en los ingresos no implica un coste asociado.
También debemos abandonar la confianza errónea en la economía del goteo, según la cual todo el mundo se beneficiará del crecimiento económico. Esta noción subyace a las políticas económicas de subsidio a la oferta de mandatarios republicanos, de Ronald Reagan en adelante. Los datos son claros: los beneficios del crecimiento simplemente no gotean. Baste considerar las desigualdades amplísimas en la población estadounidense y en otros lugares del mundo desarrollado, donde una parte de los ciudadanos vive sumida en la ira y la desesperación después de décadas de estancamiento en sus ingresos, un estancamiento generado por las políticas de subsidio a la oferta, pese a haber aumentado el PIB. Los mercados por sí solos no ayudarán a esta gente, pero sí hay programas gubernamentales que podrían marcar la diferencia.
Quinto, los programas de gobierno para conseguir una prosperidad compartida deberían enfocarse a la vez en la distribución de los ingresos de mercado —lo que a veces se denomina predistribución— y la redistribución, los ingresos de que disfrutan los individuos tras los impuestos y pagos. Los mercados no existen en el vacío, deben ser estructurados, y la forma en que lo hagamos afecta tanto a la distribución de los ingresos de mercado como al crecimiento y la eficiencia.
Así, las leyes que permitan los abusos de poder de monopolio de las corporaciones o permitan a los consejeros delegados de una empresa apropiarse de grandes sumas de los ingresos corporativos conducirán a una mayor desigualdad y un menor crecimiento. Lograr una sociedad más justa requiere de igualdad de oportunidades, pero a la vez esta requiere de mayor igualdad de ingresos y riqueza.
Siempre se transmitirán ciertas ventajas de una generación a otra, de manera que las desigualdades excesivas de ingresos y patrimonio de una generación se convierten en desigualdades importantes en la siguiente. La educación es parte de la solución, pero solo una parte. En Estados Unidos hay mayor desigualdad de oportunidades educativas que en muchos otros países, y proporcionar una buena educación a todos podría reducir la desigualdad general y aumentar el rendimiento económico. Al agravar los efectos de la desigualdad de oportunidades educativas, junto con unos impuestos de sucesiones demasiado bajos, Estados Unidos está creando día a día una plutocracia hereditaria.
Sexto, visto que las reglas del juego y tantos otros aspectos de nuestra economía y sociedad dependen del gobierno, lo que haga este es vital; la política y la economía no pueden ir separadas. Pero la desigualdad económica se traduce inevitablemente en poder político y quienes lo ejercen lo utilizan en beneficio propio. Si no reformamos nuestras políticas, nuestra democracia se convierte en una burla, e iremos evolucionando hacia un mundo caracterizado por la premisa de “un dólar, un voto”, en lugar de “una persona, un voto”. Si hemos de tener, como sociedad, un sistema efectivo de pesos y contrapesos ante los abusos potenciales de los muy ricos, debemos crear una economía con una mayor igualdad en cuanto a riqueza e ingreso.
Séptimo, el sistema económico hacia el cual nos hemos desviado desde principios de los años setenta —el capitalismo al estilo americano— está modelando de maneras poco afortunadas nuestra identidad individual y como nación. Lo que aflora es un conflicto con nuestros valores más elevados: la codicia, el egoísmo, la abyección moral, la disposición a explotar a otros y la deshonestidad que la Gran Recesión puso de manifiesto en el sector financiero se evidencian hoy en todos lados, no solo en Estados Unidos. Las convenciones, lo que consideramos un comportamiento aceptable o no, han ido cambiando de formas que socavan el tejido social, la confianza y hasta el desempeño económico.
Octavo, aunque Trump y los nativistas de todo el mundo busquen culpar a otros —los inmigrantes y los malos acuerdos comerciales— de nuestros apuros, y especialmente los de quienes sufren a causa de la desindustrialización, la culpa la tenemos nosotros: podríamos haber gestionado mejor la globalización y el proceso de cambio tecnológico, de manera que al perder su empleo la mayoría de los individuos obtuviera uno nuevo en otro frente. Para seguir adelante, deberemos hacerlo mejor y lo que busco es describir cómo puede hacerse. Lo más importante, con todo, es que el aislacionismo no es una opción. Vivimos en un mundo muy interconectado y, por tanto, debemos gestionar nuestras relaciones internacionales —tanto económicas como políticas— mejor que en el pasado.
Noveno, existe una agenda económica exhaustiva que podría restaurar el crecimiento y la prosperidad compartida. Es la combinación de rebajar los obstáculos al crecimiento y la igualdad, como los que plantean las corporaciones con excesivo poder de mercado, y de restaurar el equilibro otorgando, por ejemplo, mayor poder de negociación a los trabajadores.
También supone brindar mayor apoyo a la investigación básica y mayor estímulo al sector privado para que se comprometa en la creación de riqueza en lugar de la búsqueda de renta.
La economía es, sin duda, un medio para alcanzar un fin, no un fin en sí mismo. Y la vida de la clase media, que parecía un derecho de nacimiento para los estadounidenses en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, parece estar quedando fuera del alcance de una gran parte de la población. Somos un país mucho más rico ahora que entonces, podemos garantizar que esa vida sea asequible para la vasta mayoría de nuestros conciudadanos. Este libro muestra cómo puede hacerse.
Décimo, esta es una época de cambios fundamentales. El gradualismo —las escasas modificaciones en nuestro sistema político y económico— es inadecuado para la tarea que tenemos entre manos. Lo que se necesita son cambios drásticos del tipo que este libro propone. Pero ninguna de tales innovaciones económicas será posible sin una democracia sólida que refrene el poder político de la riqueza concentrada en pocas manos. Antes que una reforma económica habrá que hacer una reforma política.
Cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial para el diario El Espectador.
Tomado de El Espectador