La indefensión de las víctimas de las recientes masacres en Colombia, que dejaron 37 muertos, entre ellos varios menores, alerta sobre el creciente poder de los grupos criminales y la incapacidad del Gobierno para proteger a la población en las zonas más apartadas dominadas por el narcotráfico.
«Que se haga justicia, que eso no quede impune», reclamó hoy en Popayán, capital del departamento del Cauca, Lucila Huila, de 53 años, durante el sepelio de sus hijos Heiner y Esneider Collazos Huila, dos de los seis asesinados el pasado viernes en las afueras de la localidad de El Tambo, en el convulso departamento del Cauca (suroeste).
La sensación de indefensión es la misma de las demás familias de los asesinados en siete masacres perpetradas en las dos últimas semanas y que, según el Gobierno y analistas, todo apunta a que fueron cometidas por bandas de narcotraficantes para sembrar el terror en zonas alejadas en las que tienen su negocio criminal.
«Las zonas donde ocurren las masacres, no solamente en Nariño sino también en el Cauca y Arauca, son zonas neurálgicas para actividades criminales relacionadas tanto con el narcotráfico como con la minería (ilegal)», dijo a Efe la profesora e investigadora Irene Cabrera, de la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones internacionales de la Universidad Externado de Colombia.
Cabrera, experta en seguridad y conflicto armado, señaló que algunos lugares de las recientes matanzas, como la localidad de Samaniego, en el departamento de Nariño, donde el 15 de agosto fueron asesinados ocho jóvenes que hacían un asado en una casa de campo, están en zonas codiciadas por narcotraficantes, lo que expone a sus habitantes a la violencia indiscriminada.
«Zonas como Samaniego son un punto neurálgico porque constituyen tanto un corredor en términos de la conexión del Piedemonte y el Pacífico, pero también es un punto muy importante catalogado por Naciones Unidas como un enclave de consolidación de producción de coca», afirmó.
ÁREAS ESTRATÉGICAS
Esa ubicación estratégica hace que en amplias zonas de Nariño y el Cauca, ambas en el suroeste y con costas sobre el océano Pacífico; Arauca y Norte de Santander, en la frontera con Venezuela, o la región antioqueña de Urabá, limítrofe con Panamá y con salida al mar Caribe, proliferen bandas de narcotraficantes en disputas con disidentes de las FARC e incluso con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Organizaciones armadas como los frentes Estiven González y Oliver Sinisterra, o las Guerrillas Unidas del Pacífico, formadas por disidentes de las FARC, han ocupado espacios en esa región del país en abierta disputa con la banda criminal del Clan del Golfo e incluso con el ELN.
«Hay sin duda una multiplicación de grupos armados en Nariño que justamente se están disputando tanto los polos de producción como los corredores de salida y los polos de comercialización», dice sobre las luchas por el poder que se repiten en otras regiones del país, con otros actores armados, pero con los que nada tienen qué ver las víctimas, en la mayoría de los casos.
Cabrera destaca que en Nariño, donde fue perpetrada otra masacre hace tres días, que dejó seis muertos en La Guayacana, en jurisdicción del municipio de Tumaco, es «un punto neurálgico» no solo por ser de los departamentos con más hectáreas cultivadas de coca sino por su salida al Pacífico y cercanía a la frontera con Ecuador.
Según la experta, los grupos armados recurren «a la intimidación para asegurar justamente su control» territorial y mantener a las comunidades con miedo, y asesinan para mostrar su poder.
«La población tiene que someterse a unas reglas de control en términos de no transitar por ciertas zonas en ciertos horarios; hay comunidades que se ven forzadas a seguir cultivando (coca) o incluso hay mineros artesanales que están sometidos a la coacción», explica.
PASIVIDAD DEL ESTADO
Todo eso ocurre ante la mirada impasible del Estado que dejó que otros grupos armados ilegales llegaran antes que la autoridad a áreas que dejó la guerrilla de las FARC tras la firma del acuerdo de paz de noviembre de 2016.
Cabrera explica que la mayoría de estos grupos están conformados por unos 200 hombres, una cifra baja para un país que tuvo guerrillas con más de 15.000 integrantes, lo que «obviamente es un reto pero no necesariamente supera la capacidad del Estado».
«El reto es hacer intervenciones integrales no solamente a partir de objetivos militares y acciones de la Policía, incluso de investigaciones de la Fiscalía, sino también de tomar medidas de protección» de las comunidades, haciendo caso por ejemplo a las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo, afirma.
Sin embargo, el Gobierno parece más preocupado por hacer comparaciones cuestionables desde el punto de vista estadístico entre sus resultados y los del anterior, de Juan Manuel Santos, y por discusiones semánticas para evitar llamar masacres a las masacres, que según el presidente Iván Duque son «homicidios colectivos».
«No hay necesidad de salir a decir que este Gobierno tiene menos muertos que el anterior, eso genera un debate innecesario», dijo a Efe Alfonso Castro, socio gerente de la firma de comunicación y asuntos públicos Kreab Colombia.
Por su parte, Cabrera considera que el Gobierno debería tener «una aproximación mucho más responsable frente a las cifras que está presentando».
«Cuando hablamos de registro de cifras, el Estado no solamente debería hacer referencia a los datos oficiales sino también, por ejemplo, a los que recolectan organizaciones de la sociedad civil sobre el terreno, e incluso organizaciones como Human Rights Watch, que se están dando cuenta no solamente de homicidios selectivos sino también de las masacres», recomendó la experta en seguridad y conflicto armado.
EFE