Cubierto con una mascarilla y quemado por el inclemente sol andino, Dealdri José lleva más de 30 días caminando desde Perú y se dispone a cruzar con su mujer embarazada y dos hijos menores un pronunciado desfiladero sobre el río Carchi, frontera natural entre Ecuador y Colombia.
«De los venezolanos dicen que somos guerreros y tenemos que buscar la manera de pasar al otro lado», advierte al observar el río crecido, en el se han dejado la vida decenas de compatriotas, antes migrando de Venezuela, ahora anhelando retornar.
A lo largo del sendero que conduce hasta alguno de los troncos o pasos naturales empleados por los coyoteros para guiar a los que buscan el paso ilegal, las pertenencias dejadas atrás son fieles testigos de aquellas historias que podrán contarse tras el reencuentro con la familia, o que quedarán en el más puro olvido.
Así, un colchón tirado para descansar antes de superar el enésimo escollo, varias mantas anudadas, una barra de labios o una coqueta sandalia de mujer jalonan el sinuoso camino entre la maleza convertidos en vestigios innecesarios de un viaje demasiado pesado, no solo por los bultos, sino por la carga emocional del migrante venezolano, paradigma del errante en plena pandemia de COVID-19.
CRUZANDO CON LA FAMILIA A CUESTAS
«¿Qué vamos a hacer?», se pregunta retóricamente José interpelado sobre el porqué de tamaña decisión, y responde sin más preámbulos: «No nos dejan pasar por la frontera y tenemos que pasar por estos lados que inventa la gente para poder llegar a Venezuela de nuevo».
Su mujer, que no llega a la treintena, asegura a cara descubierta que todo el viaje «es demasiado duro» y que «ha sido difícil llegar hasta aquí y pasar eso con niños, imagínese», pero las opciones son pocas y no piensan volver atrás.
Decenas de migrantes venezolanos llegan a diario al puente internacional de Rumichaca, divisoria ecuatoriano-colombiana, para intentar cruzar una frontera que está blindada.
La esperanza de un futuro mejor que hace dos o tres años los empujaba hacia el sur, se ha diluido en los últimos dos meses por el hambre, el temor y la humillación avivadas por una crisis sanitaria que poco a poco hunde el continente en la miseria.
Hoy, la ruta sólo conduce hacia el norte, porque «mejor vivir la miseria de uno con su familia», es el mantra que repiten los que atraviesan estos pasos ilegales, conocidos como trochas hacia el penúltimo país antes del suyo.
VIAJE INTERRUMPIDO
«Hay trocheros colombianos, venezolanos, que van con cuchillos. La Policía lo sabe, pero no hace nada para que paren», lamenta una vecina que vive en la zona limítrofe y cada día observa cómo los caminantes se juegan su destino.
«A las siete de la mañana pasó una chica. Dijo que la habían violado y golpeado», relata sobre un suceso ocurrido la semana pasada, presumiblemente a una venezolana.
De acuerdo a la lugareña, que prefiere no revelar su identidad, la joven fue atendida en Migración y siguió camino para cruzar de manera ilegal a Colombia.
«Se pasa por el Brinco y cuando sacamos la cabeza, a la chica le ha dado un infarto, porque llevaba 15 días caminando, sin comer, anémica, embarazada, abortada y violada», zanja la mujer sobre el funesto viaje.
ENTRE 15 Y 30 DÓLARES POR LLEGAR A COLOMBIA
Con las barreras bajadas en todo el continente por el coronavirus, muchos migrantes se ven abocados a tirarse al río Carchi o cruzarlo por alguna de las 36 trochas repartidas en la provincia homónima, empleadas por el contrabando y la migración ilegal, por un precio entre 15 y 30 dólares por cabeza.
El teniente coronel Gino Cruz Jaramillo, comandante de un Batallón de Infantería motorizado con jurisdicción en los 180 kilómetros cuadrados del perímetro fronterizo, explica que esos pasos están «permanentemente» controlados por personal militar.
Aclara que los coyoteros «colocan palos para que (los migrantes) puedan pasar por esos pasos ilegales», aledaños al puente de Rumichaca, y que vehículos del Ejército realizan constantes allanamientos del terreno para destruirlos.
Pero entre los aldeanos y las asociaciones civiles de venezolanos es un secreto a voces que las mafias actúan en algunos casos con la connivencia de los uniformados a ambos lados de la frontera.
ATRINCHERADOS EN QUITO
Neida Castillo, 37 años y originaria de Mérida, en el noroeste de Venezuela, salió hace más de dos semanas de Lima con su marido y se encuentra varada junto a un centenar de compatriotas a las puertas del Consulado de su país en Quito, aguardando una repatriación aérea que no llega.
«La salida de Perú fue por una trocha porque no nos dejaban salir. Hay que atravesar desierto caminando, a veces le dan a uno cola (autostop)», refirió junto a una menor que jugaba rodeada de bártulos en plena calle y pese a las restricciones por el COVID-19.
En su caso, el grupo no tuvo que pagar por cruzar de forma ilegal, pero asegura que los coyoteros cobran a los venezolanos 15 dólares para conducirlos de suelo peruano al ecuatoriano.
La movilidad por las trochas ha dejado de ser tabú para convertirse en la única salida que vislumbran los migrantes.
El cónsul de Venezuela en Quito, Pedro Sassone, aseguró a Efe que los atrincherados en la sede diplomática llegaron a solicitar que los trasladaran hasta Rumichaca.
«La frontera con Colombia está cerrada, ellos estaban dispuestos a pasar por la trocha y yo les expliqué que nosotros no podemos propiciar la ilegalidad», concluyó el diplomático sobre esa petición tan inusual como desesperada.
EFE