Líder social en Chocó, Leyner Palacios, cuenta por qué lo quieren quitar matar

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Hace menos de dos meses, el presidente Iván Duque le dijo en la Casa de Nariño a Leyner Palacios Asprilla, de 43 años, que no abandonara su natal Bojayá, en Chocó, porque él iba a encargarse de que no le pasara nada. El líder social, sobreviviente de la masacre en la que perdieron la vida 119 paisanos cuando las Farc lanzó un cilindro bomba, volvió a su hogar.

Las amenazas en su contra, sin embargo, arreciaron. Entonces se fue a Cali. Allí, el miércoles pasado, su escolta Arley Enrique Chalá Rentería, 34 años, fue asesinado, el día en el que en el país había una gran controversia por la afirmación de la ministra del Interior, Alicia Arango: “Aquí mueren más personas por robo de celulares que por ser defensores de derechos humanos”. El diario El Tiempo habló con él.

¿Cómo es vivir con miedo?

El miedo está en todas partes, uno lo experimenta de noche, de día. Es una angustia que te presiona, como una asfixia que te envuelve.

Allá, en Bojayá, en su tierra, el miedo es distinto al que se siente en las ciudades.

Sí. Hay más miedo cuando en el silencio de la noche se escucha una detonación, más cuando se oye el motor de las lanchas que vienen, más con el sonido de los hombres que saltan del río, más con el sonido de las botas y aún más cuando se van acercando y se piensa: ‘Vienen por uno’.

A pesar de todo, usted ha salido ileso, ¿se puede volver a respirar con normalidad?

Tras una incursión de los actores armados quedan unas heridas dentro imposibles de poner a un lado. Por ejemplo, el ruido de las bandas cuando venían a descuartizar a las personas, eso se queda ahí y no se quita de la cabeza.

¿Ante quién se quejan?

En el abandono no hay a quién ir a quejarse. Usted viera la angustia cuando a una persona la pica una culebra y no hay suero antiofídico, verla morir sin poder hacer nada. Llegan grupos de indígenas a través del río, con paludismo y sin una gota de gasolina para ir a otro lugar a donde esté un enfermero, un laboratorio. La vida de un ser humano se va entre la impotencia y la pobreza.

¿Esta realidad la vio el presidente Duque cuando fue a Bojayá?

Sí. Le contamos de nuestros problemas, como se lo había dicho en enero en la Casa de Nariño en representación de la Comisión Interétnica de la Verdad de la Región Pacífico (CIVP). Hizo unos anuncios, pero todo siguió igual. Allí quedamos sin ver una respuesta real del Estado. Mirando en la noche al río Atrato, sabiendo que en un recodo están los delincuentes, esperando que uno pase, monten un retén y te desaparezcan.

¿Qué piensa usted del presidente Duque?

Tengo que decirlo con lástima y sintiéndolo mucho, pero me defraudó, nuestra situación no mejoró sino que empeoró. Por eso yo tuve que salir de allí.

¿Por qué?

Los actores armados que estábamos denunciando, los que señalábamos seguían operando en el territorio, y nosotros allí y con la promesa incumplida del Gobierno.

¿Qué pensó al escuchar la frase de la ministra del Interior?

Mucha rabia. Por su desprecio al liderazgo, porque busca normalizar la situación de un genocidio. ¿Si esa es la visión de la cabeza de la política en Colombia, entonces qué van a pensar las manos y los pies?

¿Cómo ve la reacción del Gobierno a la ONU?

El Gobierno no debió enojarse con Naciones Unidas. Los reportes dicen la pura verdad. El Gobierno debió tomar esos informes para corregir la realidad, que es más dura a como está escrito allí.

En su tierra, ¿quiénes son los agresores?

Los actores armados que navegan por el río Atrato. Allí en ese caudal hay una presencia de la Fuerza Pública, una muy grande del Eln y otra igual de fuerte del ‘clan del Golfo’, es decir, los paramilitares.

¿Y por qué están allí?

El río Atrato es una autopista fluvial que permite la navegabilidad y la conexión entre el golfo de Urabá y el océano Pacífico, el río une los dos mares. Yo lo llamo la bisagra del departamento del Chocó. Hace el enlace entre el norte y el sur justo en Bojayá, allí se enlaza el Pacífíco y el A tlántico. Es tan hermoso, pero tan inhóspito,con una naturaleza que les sirve a ellos para moverse.

¿Allí hay cultivos de narcotráfico?

Cultivos no, que sepamos. Pero sí sabemos que las embarcaciones que van y vienen sí van con droga, y sobre todo con los insumos que necesitan en sus laboratorios para el procesamiento de las drogas ilícitas.

¿Usted cree que por eso lo quieren matar?

En parte sí. Porque nosotros con nuestro trabajo les quitamos a esos ejércitos a la juventud, recuperamos a los muchachos y los ponemos a hacer deporte, a estudiar para demostrar que la vida es buena sin armas y muy bella con decencia.

¿Ese es el trabajo de un líder social en el país?

Sí. Un líder social es el representante más legítimo y directo de la democracia. Es una persona que promueve la participación y el diálogo de la comunidad, busca consensos, reconciliación, es decir, los valores de la paz.

¿Por qué ahora los están matando más?

Por lo mismo. Tras la firma de los acuerdos de paz vimos que esa era una posibilidad real para empezar a construir un país mejor. Y, claro, quienes creen en la guerra nos ven como un estorbo. Desde la firma de la paz han asesinado en Colombia a 650 líderes sociales, todos indefensos, una tragedia, un genocidio.

¿Cómo se forma un líder social?

Se estima que para formar a un líder social se tardan entre 20 y 30 años en talleres, en experiencia, en convertirse en una voz que represente a la comunidad.

Esas vidas las arrebatan en unos segundos…

Sí, en los atentados. Buscan silenciarnos porque nuestro propósito es hacer cumplir uno de los ejes del acuerdo de paz: la de la construcción de la verdad, del esclarecimiento del conflicto armado. Hay personas que no quieren que se sepa la verdad y por eso matan.

¿Qué tan fuerte se siente hoy usted para continuar adelante?

Me siento mal, me siento confundido, realmente impotente. Sigo porque hay que evitar este derramamiento de sangre, pero este no para y eso hace que me sienta muy impotente.

¿Cómo interpreta el asesinato de Chalá Rentería, su escolta?

Es un atentado a mi liderazgo, a mi labor de reconciliación y de paz. Por eso le dispararon 19 veces. El mensaje es brutal.

¿Quién era él?

Lo conocí hace un año, cuando llegó de escolta, y en este tiempo vi un muchacho comprometido con cuidarme, protegerme y muy leal.

¿Cómo está su familia?

Destrozada. Imagínese el dolor de su madre, de su esposa, de sus tres niños, de la gente que lo quería.

¿Y la suya?

Es un drama. A veces pienso que no debí hacerle esto a Ana Mercedes Rentería, mi compañera, y a mis tres hijos. Pero también pienso: ‘Si yo no lo doy todo para que ellos tengan un futuro mejor, entonces qué clase de persona soy’. El amor es sacrificio y dar lo mejor de uno para que la familia viva en un lugar en paz.

¿Cómo duerme?

Uno duerme poco y las noches se hacen muy largas. Quisiera que no amaneciera porque se sabe que toca salir a la calle y eso es exponerse, el agresor está al acecho. Antes del amanecer pienso: ‘Hoy es el día, hoy me van a matar’.

¿La guerra se olvida?

Yo he corrido entre los disparos. Como nos tocó en la masacre del 2002. El 1.º de mayo me refugié en la casa de las hermanas agustinas misioneras, pero el 2 salí a suplicarle a los paramilitares que no nos dispararan más, siguieron disparando y levanté los niños y corrí entre las calles anegadas, y escuché la explosión del cilindro, ese sonido no se olvida.

¿Cómo es la paz?

Tantas cosas. Yo nací en Pogue, corregimiento de Bojayá, que queda a dos horas del casco urbano de Bellavista, es un caserío de 140 viviendas, con 640 habitantes de población afro, en medio de la confluencia de dos ríos, el Pogue y el Bojayá, una especie de isla, con lomas quebradizas, riachuelos, y con una playa al lado, donde los niños juegan con pelotas de chuspa de arroz. Volver a ver eso es la paz.

Tomado de El Tiempo

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