Berlín, 3 jun – El centenario de la muerte de Franz Kafka, que se cumple hoy, ha suscitado en a lo largo de todo el año toda una serie de publicaciones y actos que reconstruyen la vida y la obra de uno de los escritores más emblemáticos de la lengua alemana y que también vuelve a la pregunta recurrente de a quién pertenece la obra del autor de «El proceso».
En «Kafka», la serie de televisión de la Primera Cadena de la Televisión Alemana (ARD) con libreto del novelista austriaco Daniel Kehlman y asesoría del biógrafo del escritor Rainer Stach, hay una escena en la que Max Brod, amigo y albacea del escritor, deja precipitadamente la entonces Checoslovaquia después de la invasión nazi.
En la frontera su equipaje es registrado y los guardias de fronteras se burlan de unos manuscritos. Brod partía hacia el exilio. La herencia de Kafka también se iba con él hacia el exilio, a Palestina.
A la serie se pueden agregar varias exposiciones, una de fotografía en la Staatsbibliotek de Berlin y otra en el Museo Judío sobre sus hermanas, publicaciones como un ensayo biográfico de Rüdiger Safranski y ciclos de artículos sobre el autor de La Metamorfosis en diversos diarios.
Las patrias soñadas
Franz Kafka había nacido en Praga el 3 de julio de 1883. Su cuerpo está enterrado en uno de los cementerios judíos de la capital checa pero a lo largo de su vida soñó también con otras patrias imaginadas.
Una de ellas fue Palestina, al menos durante el tiempo de su romance con Felice Bauer que lo puso en contacto con el movimiento sionista. Otra de sus patrias imaginadas era Berlín, donde viviría hacia el final de su vida con su último amor Dora Diamant.
Berlín lo atraía como capital de la lengua alemana, en la que escribía, y antes de la Primera Guerra Mundial estuvo cerca de trasladarse, animado por el novelista Robert Musil, y dejar atrás Praga y todo lo que ello significaba, como su trabajo como abogado en una agencia de seguros.
Los personajes de Kafka son gente que también está buscando otra cosa. El secreto de un poder aparentemente omnímodo, como el K. de «El castillo», saber al menos de qué se le acusa, como Joseph K. en «El proceso» o, en medio de un peregrinaje que empieza con el destierro, un lugar donde todo funcione armónicamente, como Karl Rossmann en «América».
Ninguno de ellos encuentra lo que busca. Kafka tampoco encuentra un final que lo deje satisfecho para sus tres grandes novelas que él consideraba en el momento de morir que se habían quedado en fragmentos.
Los manuscritos
La última voluntad de Kafka -le pidió a Brod que quemara sus manuscritos, lo que éste no hizo- ha dado origen a leyendas innumerables. También el destino de los manuscritos de Kafka -que han tenido un largo peregrinaje- ha dado origen a mitos y disputas.
Cuando Brod murió, en 1968, su secretaria Esther Hoffe heredó los manuscritos. En 1988 subastó parte de ellos, entre los que estaba el manuscrito de «El proceso» que fue adquirido por el Archivo de Literatura Alemana de Marbach.
Desde Israel ha habido reclamaciones, pues hay quienes consideran que el manuscrito salió ilegalmente del país.
Las cartas de Kafka a Max Brod y otros documentos están en Jerusalén. El manuscrito de «El Castillo» en Oxford.
Además, el destino de los originales de las cartas a Felice Bauer, que ella vendió a la editorial estadounidense Shocken cuando pasaba apuros económicos, se desconoce después de que fueron subastadas.
El director del archivo de la Biblioteca Nacional de Israel sostuvo, en una entrevistas con el diario judío alemán «Jüdische Allgemeine», que a Kafka no se le puede reducir a una sola nacionalidad.
«Es un hecho que culturalmente representa una mezcla. Tenía origen judío, vivía en Praga, en un país que desde 1919 tenía el checo como idioma nacional, su literatura la escribía en alemán pero la correspondencia de trabajo parte en checo», agregó.
La muerte temprana de Kafka, por una tuberculosis, lo libró de vivir el destino de millones de judíos centroeuropeos lo que no puede decirse de su hermanas Ottilie, Valerie y Gabriele, asesinadas en los campos de concentración nazis y a quienes el Museo Judío de Berlín dedica una exposición.
Rodrigo Zuleta
EFE