Los horrores del Ejército en Dabeiba

FECHA:

Esta es la historia de uno de los pueblos más azotados por los crímenes de agentes del Estado. Revista Semana estuvo allí y reconstruyó un doloroso y desconocido capítulo de la guerra que incluye el exterminio de una familia, asesinatos de niños y alianzas con los más sádicos paramilitares.

Desde que aprendió a hablar, y durante buena parte de su niñez, Daniel Lezcano le hizo las mismas preguntas a su mamá. “¿Dónde está mi papá?”. Nohelia Rengifo nunca mintió, así esa fuera la forma más fácil de alivianar el peso de esa ausencia. “Su papá desapareció”, le decía. A medida que crecía, la inquietud se volvía más compleja. “¿Dónde está enterrado mi papá, para ir a visitarlo?”. Nohelia no contestaba nada. “¿O es que a mi papá no lo enterraron?”. A los 10 años, el niño dejó de preguntar, asumió en silencio el dolor de la incertidumbre. Ahora, Nohelia se estremece al pensar que durante los últimos 18 años lo tuvieron tan cerca, a unas cinco cuadras de su casa. Se impresiona al imaginar que cuando visitaban a sus otros muertos queridos incluso pudieron haber pisado la tierra bajo la que lo escondieron los soldados en el cementerio Las Mercedes, en Dabeiba, Antioquia.

Los restos de Edison Lezcano aparecieron en uno de los puntos que han sido identificados como parte de la fosa común que es ese camposanto, donde la Justicia Especial para la Paz calcula que podría haber alrededor de 50 civiles asesinados por el Ejército y presentados como guerrilleros muertos en combate. Allí mismo donde, en los últimos dos meses, desde que comenzaron las exhumaciones, han extraído restos de 54 posibles víctimas, entre las que hay un niño que ronda los 10 años, adultos sepultados con botas y hasta un cuerpo desmembrado. Edison es el primer identificado a través de pruebas de ADN, en una larga labor forense que apenas comienza.

“Dabeiba es un tapete de muertos”, dice un abogado que conoce como pocos lo que pasó allí, y que representó a varias de las víctimas de la región. Su relato advierte que la tragedia de este pueblo es mucho mayor de la que quisieron ocultar en el cementerio. “La quebrada La Llorona es la fosa más grande”. Allí, agrega, paramilitares, guerrilleros y soldados habrían arrojado centenares de víctimas. La dimensión de la desaparición forzada en Dabeiba es aberrante, y se vuelve evidente al ver la fila larga de personas que durante esta semana fueron al palacio municipal a entregar muestras genéticas a la JEP, para tratar de encontrar a sus seres queridos, desaparecidos por todos los actores del conflicto.

El episodio de los falsos positivos en Dabeiba es especialmente tenebroso. A diferencia de otros lugares, donde esa práctica duró unos cuantos años, allí se prolongó durante al menos 25. Y en todo este tiempo, esas historias han permanecido ocultas para el país. SEMANA estuvo allí, por las veredas más golpeadas por la guerra, y buscó en distintos juzgados antioqueños, para documentar lo que padeció en el que tal vez sea uno de los pueblos más afectados por los crímenes de los agentes del Estado en Colombia.

EL EXTERMINIO DE UNA FAMILIA
A Lucía Córdoba se le revolvieron las entrañas cuando vio un arrume de soldados muertos, apilados sobre la carretera, muy cerca de su finca en la vereda Chichiridó, donde las Farc y el Ejército sostuvieron un enfrentamiento brutal. Trece uniformados murieron el 22 de mayo de 1992. Durante la siguiente semana, las tropas del Ejército emprendieron una arremetida agresiva para cobrar revancha por sus hombres caídos. Pero lo que hicieron finalmente fue masacrar a los campesinos cuya única culpa fue vivir en plena zona de disputa.

Tres días después, un vecino tocó en la casa de Lucía, donde vivía con su esposo y sus diez hijos, para avisar que las vacas habían roto la cerca y se habían metido a los cultivos. John Kennedy, de 26 años, y Oscar José, de 19, los dos hermanos mayores, se pararon del comedor y se alistaron para ir a sacar el ganado. Bernabé, el padre, les advirtió que no salieran porque aún se escuchaban tiroteos. Los muchachos insistieron en que los animales les iban a dañar el plátano y la yuca y se fueron con un amigo de 17 años, que había llegado una semana antes para trabajar en la finca. Dijeron que no se demoraban.

Pasó la tarde y los muchachos no llegaron. Sus padres, carcomidos por la angustia, caminaban de un lado a otro de la casa. Esa noche no durmieron. A las 4 de la mañana, el padre salió a buscarlos, pero las balas del helicóptero que sobrevolaba la vereda lo hicieron devolver. Esa zona está sobre el cañón de la Llorona, un nudo de montañas muy empinadas, tupidas de árboles altos que suelen permanecer cubiertos por la niebla. Un punto determinante en el conflicto porque es la entrada al Urabá antioqueño, en el corredor del narcotráfico que conecta con el Caribe, pero que también da paso al Paramillo, una zona plagada de cultivos de coca, y a Chocó, es decir, a la salida de la droga sobre el Pacífico.

Cuando su esposo regresó frustrado, fue Lucía la que salió de casa en busca de respuestas. Bajo un aguacero esperó que algún carro pasara por la carretera, desierta por los combates. Ahí parada, sola, escuchó varios tiros. No necesitó ver nada para saberlo: “Oiga, me los mataron, me los mataron”, pensó. Una vecina la recogió y la acercó al pueblo, donde el comandante de policía le dijo: “Reúnan niños, señoras y señores y salgan a buscarlos. Lleven banderas blancas, y verán que no les hacen nada”.

Al tercer día aparecieron muertos. Otro padre que buscaba a su hijo desaparecido los encontró en una finca vecina a la de Lucía. Allá llegó Bernabé y vio cinco cuerpos. Sus dos hijos estaban entre el bosque, “tan hinchados que ya que no cabían en la ropa”. Un cuerpo encima del otro. Los habían matado poco después de llevárselos, quizá recibieron los disparos que su madre escuchó en la carretera. A diez metros, otros tres cadáveres yacían en un potrero, entre esos el del amigo de sus hijos, a quien habían vestido con un camuflado. Como habían quedado descubiertos, sin árboles que los resguardaran, los gallinazos los habían despedazado. Los familiares montaron los cuerpos en mulas y caballos y los llevaron al pueblo. En Dabeiba, recuerda Lucía, los soldados decían que habían matado “un viajado de guerrilleros”.

Ese mismo día, mientras Lucía lloraba a sus hijos, el Ejército llegó a otra finca vecina y abrió fuego desde afuera de una manera brutal. Adentro de la casa había una familia numerosa sobre la que llovieron las balas. Según las necropsias, la madre recibió cinco tiros. El hijo menor, de cinco años, uno en el tórax. La niña de 11 años, varios en la cabeza, el abdomen, las piernas y los pies. El mayor, de 21, uno en la cabeza. El otro, de 19, varios en el tórax, la cabeza y el dorso. Y el de 17 años, en la cabeza, el dorso, el cráneo y el abdomen. Todos ellos murieron. Los dos hijos menores, mellizos de 23 meses, sobrevivieron de milagro entre tanta muerte. El padre también se salvó. Minutos antes había salido a limpiar a machete la maleza que cubría un camino de la finca.

En su reporte de los hechos, el Ejército dijo que durante el enfrentamiento ocurrido siete días antes, la guerrilla se había resguardado en la finca de esa familia. Y que cuando una patrulla integrada por 36 soldados llegó hasta allí, los guerrilleros dispararon desde la casa. También dijeron haber encontrado armas y elementos de uso militar en la vivienda. El padre y los bebés sobrevivientes abandonaron para siempre el pueblo, y años después, el viudo demandó al Ejército. El proceso llegó hasta el Consejo de Estado, donde se deshicieron las mentiras de los soldados, llenas de contradicciones.

El soldado Vásquez dijo que todos los muertos estaban vestidos de civil y que tenían granadas y cartillas comunistas. El soldado Martínez que tenían camisetas de la policía y fusiles. El soldado Díaz que estaban vestidos de civil pero con botas de caucho y que tenían una escopeta. “No obstante el esfuerzo hecho por los miembros de la patrulla, es evidente que no pudieron recitar adecuadamente la versión preparada para para justificar el atroz crimen”, dice la sentencia que condenó a los militares. Para el alto tribunal, los argumentos eran casi ridículos. “Resulta absurdo desde todo punto de vista que dos de los moradores de la casa hubiesen pretendido atacar a los militares cuando dentro de ella se encontraba su señora madre y seis hermanos, entre ellos varios menores”.

LA COMPLICIDAD
A partir de 1996 comenzó el peor periodo de la guerra en Dabeiba, marcada por la llegada de hombres de las autodefensas de Córdoba y Urabá, enviados por los hermanos Castaño para acabar con la hegemonía guerrillera en el pueblo. Las Farc, para defender su espacio, desplegaron también las peores acciones contra el Ejército, que dejaron cientos de muertos. El papel de la Fuerza Pública en este periodo estuvo marcado por la complicidad con los paramilitares, al menos hasta comienzos del nuevo siglo.

Los relatos de los pobladores describen esa alianza. La casa de torturas de las autodefensas quedaba en pleno parque principal, frente a la estación de Policía, según le contaron varios testigos a la Revista Semana. Los paramilitares se movían tranquilos, comandados por el sádico alias Escalera, un oriundo de la región que andaba con un garrote, con el que dejaba inconscientes a sus víctimas, antes de subirlas a una camioneta que todos conocían como ‘Camino al cielo’, porque al que montaban no lo volvían a ver.

En el pueblo dicen que muchos fueron lanzados por los despeñaderos de Dabeiba, un pueblo emplazado en medio de tres cañones, donde las carreteras sinuosas bordean abismos largos, cubiertos de una vegetación tan variada y espesa que cualquiera que sea arrojado por allí se vuelve casi indetectable hasta para las aves de rapiña. O en los ríos y quebradas que abundan por allí, pues toda esa conexión topográfica es propicia para el nacimiento de muchos afluentes que se precipitan entre las montañas.

Esa connivencia quedó expuesta en la sentencia de la masacre de La Balsita. En 2008, un juzgado antioqueño condenó al exteniente Juan Manuel Grajales, quien estaba a cargo de una compañía de contraguerrilla en Dabeiba a finales de los noventa. Según los relatos de los testigos, él recorrió las veredas encapuchado y acompañado de paramilitares, a quienes les señalaba a campesinos que consideraba auxiliadores de la guerrilla. La sentencia relata la cercanía del oficial, y presume que más militares tuvieron esas relaciones con los paras.

Entre el 26 y el 29 de noviembre de 1997, y a partir de los señalamientos del oficial, los hombres de Castaño entraron a las veredas La Balsita, Antasales y Buenavista, asesinaron a 11 personas, y desaparecen a varias más. La población reconocía esa cercanía entre los bandos. “El trato era que los paramilitares cogían la gente y se la entregaban a los soldados para que éstos los legalizaran”, dice un testimonio recogido en el fallo.

Tras los peores años del paramilitarismo, en Dabeiba ocurrió un hito del conflicto. El 18 de octubre de 2000, más de 600 guerrilleros entraron al casco urbano y acorralaron a los 28 policías atrincherados en la estación. Las Farc lanzaron cilindros bomba y el asedio se prolongó durante dos días. Cuando el Ejército contraatacó, los guerrilleros se escondieron en un cerro y derribaron un helicóptero que llevaba 24 soldados. Todos murieron. La guerrilla estuvo a punto de aniquilar a las tropas con quienes se enfrentaron en las montañas del pueblo. Finalmente, el Ejército recuperó el control del municipio, pero el intenso enfrentamiento le costó la vida a 54 soldados, dos policías y más de 20 guerrilleros. Este episodio hizo que la ofensiva militar sobre el pueblo fuera mayor.

EN LOS TIEMPOS DE LOS FALSOS POSITIVOS
Diez soldados del batallón de Infantería Pedro Justo Berrío llegaron a la casa de la familia Guzmán Sepúlveda, en la vereda Cruces de Termales, a las 5:30 de la mañana del 8 de mayo de 2005. Se llevaron a la fuerza a los hermanos Mario y Juvenal y a su cuñado Reinel Escobar, todos entre los 20 y 30 años. También agarraron 10 gallinas, el mercado, ropa y 60 mil pesos. Dos días después, esa unidad militar reportó “la muerte de tres bandidos de las Farc” en medio de un combate.

La versión de los soldados resultó difícil de creer para las autoridades que investigaron el caso. Los uniformados dijeron que cuando se aproximaban a la zona, un grupo de guerrilleros comenzó a dispararles desde lo alto de un cerro. Y que fue entonces que Mario, Reinel y Juvenal salieron de la casa, ubicada más abajo en la montaña, hacia el cerro, para sumarse al ataque junto a sus compañeros atrincherados allá arriba.

La Procuraduría, que juzgó disciplinariamente a los soldados involucrados, calificó como ilógico que, en pleno fuego cruzado, tres hombres salieran de un sitio de refugio hacia una zona donde se convertían en blanco de los soldados, y provistos solo con armas cortas, que poco servían en un combate a distancia como el descrito. El ente tampoco aceptaba como razonable que los tres supuestos guerrilleros que dormían en la casa, separados del grupo principal en el cerro, fueran hermanos y cuñados. Es sabido que en las estructuras guerrilleras los familiares no suelen actuar juntos.

Los análisis de las necropsias terminaron de desestimar la versión de los militares. En los tres cuerpos, los forenses detectaron heridas con objetos contundentes cometidas en vida, además de señales de arrastre. Luego, una vecina contó que vio a los soldados, horas después de la desaparición, transportando los cadáveres a lomo de mula. Las inconsistencias en los relatos y los análisis forenses desembocaron en la condena de diez soldados por los tres asesinatos.

Relatos de los crímenes y abusos del Ejército se oyen con recurrencia en las montañas de Dabeiba. Algunos, como los anteriores, lograron cierto grado de justicia, aunque permanecieron ocultos para la opinión pública durante décadas. La gran mayoría, sin embargo, quedaron hundidos en la total impunidad, y apenas empiezan a emerger. En el caso de Edison Lezcano, cuyo cuerpo acaba de ser identificado por la JEP, el aparato judicial fue casi indolente. Su familia denunció la desaparición desde el principio. Don Gustavo, su padre, un hombre silencioso y amable, buscó la justicia tanto como era posible en un pueblo dominado por los criminales. Sin embargo, el expediente quedó cerrado muy pronto.

El 22 de abril de 2003, once meses después de la desaparición, la fiscal seccional 50 de Antioquia se inhibió de seguir el proceso con un escueto documento en el que hablaba de los “esfuerzos investigativos desplegados” que no condujeron a nada, y que se apoya en unas “breves consideraciones”, como ahí mismo califican la propia disertación. Tuvieron que pasar 18 años para que varios militares confesaran ante la JEP que habían convertido el cementerio en una fosa común. Y que ahí aparecieran los restos del campesino, con un tiro en la cabeza y al lado de otro cuerpo que llevaba camuflado militar. Cuando Edison fue arrebatado de su finca el 18 de mayo de 2002 tenía 23 años y 15 días atrás había nacido su tercer hijo.

Nohelia Rengifo, una de las dos madres de sus hijos, recuerda que al día siguiente de la desaparición, un conocido la abordó en el parque y le dijo que a Edison lo habían matado, y que lo tenían en la morgue. Ella corrió al cementerio y se chocó con tres soldados en la puerta, que la interrogaron y no le dieron respuesta cuando preguntó por Edison. Durante todos estos 18 años, Nohelia siempre recordó ese episodio, que la hizo sospechar que los soldados podían tener algo que ver con la desaparición.

La familia recibió los restos de Edison el lunes, guardados en un ataúd del tamaño de un niño. Don Gustavo, el padre, los cargó en silencio y a prisa hasta la única funeraria del pueblo. Allí lo velaron durante tres días. El jueves, la familia salió en una procesión mortuoria hasta el mismo cementerio donde estuvo enterrado tantos años. Guardaron los restos en un osario, esta vez marcado con su nombre. Mientras avanzaba el segundo entierro, en el camposanto Las Mecedes -donde hay amplias áreas demarcadas con cintas amarillas, como posibles fosas comunes- continuaban las labores de búsqueda de otros de los cientos de desaparecidos de Dabeiba.

Tomado de Revista Semana

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