Matar a una mujer

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*Por: Vanessa Rosales A.
Una serie de hechos. Seis meses. Noventa cadáveres. Un patrón que los hilvana. Similitudes en la diversidad de circunstancias. Son mujeres asesinadas. Con demoledora frecuencia, en sus propias casas. En sus entornos más familiares. Y con desoladora frecuencia – dicta el patrón-, quien las asesina es un varón que muchas veces las conoce, que las cela, que desea poseerlas, que las ha rasguñado, que las ve como objetos, que las daña, que las mata. El modelo acumulado dicta también que puede darse una súbita desaparición – perpetuada casi siempre por un hombre que lanza sobre una niña o una mujer las violencias más macabras. Matar. Desaparecer. Extinguir. Ningunear. Eliminar. Invisibilizar. Desvanecer.

Los patrones hablan sobre reincidencias. Las recurrencias nos señalan algo sobre el comportamiento. El comportamiento está ligado a la percepción. Las formas en que se perciben las cosas nos arrojan a discernir ciertos modos de acción. La lógica de la racionalidad que aprendimos a asociar con lo masculino se conoce también por creer en lo fáctico, lo concreto, lo numérico, lo instrumental. Los hechos y las cifras deberían ser incentivos para dimensionar este tema. Al menos para otorgarle una robusta legitimidad. Y sin embargo, la enunciación de las cifras y los hechos implica casi indefectiblemente la necesidad de muchos varones, una marejada de ellos, de negar la existencia de lo que claman con sus voces las mujeres. Es un aprendizaje en la virilidad. Desde el mundo antiguo se entendió, como explica la académica Mary Beard, que ser varón no era sólo tener derecho a ejercer una voz en la esfera pública sino que además, en esa afirmación varonil, era menester silenciar la voz femenina. Silenciar la voz de las mujeres hace parte de lo que se ha codificado como virilidad.

Un día en las redes confirma la incomodidad y la agitación que causa la palabra feminismo pero no la palabra feminicidio. Ante la primera, una descomunal ansiedad social se dispara, izando distorsiones que sirven para deslegitimar. El repudio automático a la palabra feminismo tiene que ver con la forma en que el miedo es vehículo para desfigurar y robustecer la desinformación. Ante la segunda palabra, brota volcánicamente el impulso de acallar la voz femenina o la experiencia de las mujeres. Es alarmante el patrón. Duele esa necesidad que tiene como arteria la deshumanización.

Tal vez tú, estimado lector, sientas el impulso primario de contradecir lo que aquí se dice. O tal vez ha sido usted uno de aquellos que han sentido la apremiante necesidad de esclarecer que la experiencia femenina es un artificio, una invención. Una hipérbole. Una exageración. Que el término feminicidio es una fábula que requiere, por parte de los varones, aclaración. Sobre eso se construye inmensamente la misoginia también. La misoginia deshumaniza lo femenino. Ve a una mujer, no a un ser humano. Los hombres no se identifican con las mujeres. Las observan, de manera inconsciente muchas veces, como seres secundarios. Lo que ellas dicen debe ser la perfidia del engaño. Lo que claman son artimañas. Hay que rectificar lo que ellas digan porque la autoridad, se lee desde el prejuicio perceptivo, es varonil. Y también, en esos torbellinos, emergen mujeres que pretenden sumarse a la invalidación del tema.

Matan a las mujeres. Y sin embargo, la indolencia es frenética. Abismal. Nuestra historia es también la amplia fabricación de unas estructuras de misoginia. Está tan incrustada en la subjetividad común ese entendimiento sobre las mujeres que incluso logra forjar la ilusión de que la violencia, sistemática y repetitiva, es una forma de normalidad. Su arraigo se confunde con un orden establecido. La misoginia enseña a desoír lo femenino.

Durante largos siglos la iglesia católica profirió enseñanzas que ordenaban en las mujeres comportamientos pudorosos, de modestia, de recato, de contención. Por momentos, la fantasía de los varones del púlpito parecía ser la de preferir la invisibilidad o la inexistencia de las mujeres. Los primeros patronos del cristianismo occidental y sus textos lo demuestran. Sus creencias circulan entre nosotros, como vetas de unas percepciones con profundas y añejas raíces. La lectura estructural permite vislumbrar las percepciones como síntomas de algo más. Algo menos evidente, pero avizoradamente tangible.

La misoginia nos enseña que las mujeres son intrínsecamente culpables de algo. En ellas se inscribe la marca del mal. En el imaginario que fuimos adoctrinados a aceptar, la culpable de la caída edénica es inequívocamente Eva. La fuente de la desobediencia. El origen del mal mismo. La culpable del castigo divino. Nuestros prejuicios perceptivos más automáticos suelen estar incrustados en esa noción sobre lo femenino.

¿Por qué miran el dolor ante el asesinato de las mujeres como exageración? ¿Por qué la necesidad constante de silenciar una clama de herida femenina? ¿Por qué los varones necesitan invalidar el término feminicidio? La palabra es una categoría que sirve para nombrar un tipo de violencia que no puede desentenderse de la misoginia y del machismo. Ambos consisten, de manera primordial, en deshumanizar a las mujeres, en deshumanizar lo femenino.

En la subjetividad de las mujeres el miedo es una experiencia común. Caminar por la calle. Estar en el transporte público, ocupando un espacio visible. El paisaje urbano, un paso por el andén. ¿Siente un hombre ese vértigo de desprotección que experimentan millares de mujeres? Sólo existir, presentarse ante el mundo, hacerlo a ciertas horas, en soledad, incluso en la propia familiaridad, enfrenta a millares de mujeres con un miedo de ser heridas. De ser dañadas. De morir. Esa experiencia compartida es la que ha impulsado a que en las calles, lastimadas, hastiadas, millares de mujeres también rompan y partan, griten adoloridas. ¿Por qué la incapacidad para oírlas? ¿Por qué ese impulso reiterativo por deslegitimar la experiencia femenina? ¿Por qué suscita tanta ansiedad ver mujeres radicalizadas en sus luchas liberadoras y no las violencias que se acumulan y repiten?

Afirmar una cosa no es negar otra. Afirmar -como revelan las cifras y los hechos- que a las mujeres las asesinan por ser mujeres, no niega o borra las tasas de homicidio que afectan a los hombres también. Ese es uno de los argumentos favoritos para deslegitimar. El afán de ningunear una violencia que se repite da cuenta de lo arraigada que está en las percepciones la mirada desde la misoginia. Lo más hiriente de la misoginia es la resistencia a humanizar la experiencia de las mujeres y de lo femenino. Hombres que no ven en las mujeres seres humanos. A veces lo más ético está en guardar silencio y oír, callar, humanizar. Humanizar la experiencia femenina sigue siendo, insólitamente, una tarea irresuelta, por la que luchan muchas mujeres que hablan desde su dolor y desde su ira. Lo correcto está en reconocer que el silencio y la escucha son una forma más humana de actuar.

Tomado de El Espectador

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