Bajo Chiquito (Panamá), 30 jun – Cuando José Raúl Mulino tomó posesión el pasado 1 de julio, el flujo migratorio a través de la selva del Darién, la frontera natural entre Panamá y Colombia, se mantenía en uno de sus picos más altos, con la cifra récord de más de 500.000 migrantes solo en 2023, pero un año después se ha reducido a mínimos, proclamando el mandatario que «para todos los efectos prácticos, Darién está cerrado».
El mismo día de la toma de posesión del nuevo Gobierno de Mulino, Panamá firmó un Memorando de Entendimiento (MoU) con Estados Unidos, que se había ido posponiendo durante la administración anterior, sentando las bases para la cooperación migratoria que permitió, con la financiación de Washington con un aporte inicial de 6 millones de dólares, el comienzo de los vuelos de repatriación desde el país centroamericano.
El primer vuelo, con destino a Medellín, partió el 20 de agosto con una treintena de migrantes colombianos. Desde entonces, se repatriaron al menos 2.346 migrantes en 53 vuelos a países como Colombia, Ecuador o la India, aunque los venezolanos, mayoría en el paso por la selva del Darién, no podían ser deportados debido a la falta de acuerdos entre Venezuela y Panamá.
Este número, aunque pequeño respecto al total de migrantes que cruzaban el Darién, sumado a otras medidas como el cierre con alambrada de algunas trochas para canalizar el flujo, desencadenó el miedo a la deportación entre los que entraban a Panamá por la selva, incluso con la separación de familias como fue testigo EFE el pasado septiembre, con un colombiano que fue retenido a pesar de que viajaba con su pareja venezolana.
Luego, la elección en noviembre de Donald Trump como nuevo presidente estadounidense, y su toma de posesión en enero implementando desde el principio duras políticas antimigratorias, como la cancelación del CBP-One para solicitar desde México la entrada regular a Estados Unidos, supuso el golpe final al flujo migratorio.
Las cifras son rotundas. Según datos oficiales recopilados por las autoridades panameñas hasta este mes, en la primera mitad del año cruzaron el Darién hacia Norteamérica 2.927 migrantes, la mayoría de ellos en enero, 2.229, para ir luego descendiendo con 408 en febrero, 194 en marzo, 73 en abril, 13 en mayo y solo 10 en junio.
«Este año, abril, 73 nada más, lo cual es una misión cumplida en nuestra política migratoria que se ha hecho con mucho esfuerzo y para todos los efectos prácticos para nosotros, Darién está cerrado», sentenció Mulino ese mes para dar por zanjada la crisis migratoria.
Esos datos chocan con el flujo de los últimos años, cuando en abril de 2023, en un solo día, llegaron a cruzar el Darién más de 2.000 migrantes, 40.297 en todo el mes, más de 520.000 al final el año; frente a los 248.000 de 2022 o los más de 300.000 de 2024, cuando la tendencia indicaba que se superaría el récord histórico previo.
La zona cero del flujo migratorio en Darién, sin migrantes
Para llegar a la zona cero del flujo migratorio por el Darién, el pequeño poblado indígena de Bajo Chiquito, es necesario ascender durante varias horas en canoa por el río Tuquesa.
En ese trayecto era común encontrarse decenas de canoas abarrotadas de migrantes que, agotados, se dirigían a lo que conocían como «la ONU», el albergue de Lajas Blancas, donde eran recibidos por las autoridades panameñas y varias organizaciones humanitarias, disponiendo allí al fin de un lugar gratuito en el que descansar, recibir atención médica o alimentación, además de conexión a internet para contactar a sus familiares.
Ese albergue fue cerrado oficialmente el pasado mayo y ahora, las únicas canoas que se cruzan son de lugareños, que viven volcados al río, donde pescan, se asean, o lavan la ropa o los utensilios de cocina.
El negocio de transporte de migrantes en canoa, que pagaban 25 dólares por plaza, estaba limitado a los habitantes de Bajo Chiquito, que en la época de mayor auge migratorio llegaban a enviar en un solo día río abajo más de un centenar de embarcaciones con alrededor de 15 pasajeros en cada una, según explica a EFE Omar Cansarí, lanchero de una comunidad vecina, que se ocupaba del traslado de profesionales como miembros de ONG.
Ese negocio ha muerto, dice, y ahora «sale un viajecito cada 6 meses, 7 meses y así. La mayoría nada más estamos sobreviviendo con la agricultura, el otro que pesca, el otro que hace negocio y así», lamenta.
También en Bajo Chiquito todo ha cambiado. El que era el primer poblado al que llegaban los migrantes tras cruzar durante días la selva, ha perdido la efervescencia de antaño, cuando cientos de personas abarrotaban sus calles, con pequeños puestos de comida repletos o largas colas para registrarse con las autoridades panameñas.
Ahora apenas se ve gente, exceptuando los niños, que han vuelto a ocupar sus calles.
Más arriba, ascendiendo por el río hasta la selva, el único rastro de migrantes que ha quedado son piezas de ropa, calzado agujereado, mochilas o plásticos de tiendas de campaña que permanecen en las zonas donde pasaban la noche, o atrapados por la vegetación por la orilla del río. También siguen las marcas azules, con bolsas de plástico o tela, que iban atando en árboles a lo largo del camino como guía para no perderse.
Pero si todavía algún migrante cruza el Darién, como el puñado de ecuatorianos que lo hicieron este mes, permanece abierto el centro migratorio de San Vicente, donde son retenidos hasta que abandonan el país.
Cuando EFE lo visitó hace unas semanas estaba sin migrantes. Rodeado de alambrada y vacías las zonas de juego, los aseos, el comedor, el punto de recarga para teléfonos móviles o las literas.
Solo en las columnas de los dormitorios quedaban escritos algunos mensajes: «Livertá» (sic), «Suéltame», «Panamá Prisión».
Moncho Torres
EFE