Relatos apocalípticos: los caminos de la imaginación pandémica

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Desde la bula papal de Gregorio IX en 1232 que los asoció por primera vez con Satanás, los gatos fueron exterminados en gran parte de Europa mediante hierro y fuego. Las reiteradas plagas no hicieron más que acelerar su persecución. La muerte era una nueva vecina. Ante el desconcierto y el pavor, muchos creyeron que estos animales eran los causantes de la pandemia.

En 1665, aun nadie entendía qué causaba la enfermedad o cómo se propagaba. Se culpaba al aire y a los vapores pútridos. Hasta los chicos fumaban y en las ciudades se encendían a toda hora grandes fogatas a las que se le arrojaban resinas aromáticas para ahuyentar la amenaza invisible.

Una vez que la peste golpeaba las puertas de una nación las masacres de animales volvían a empezar. Según cuenta Daniel Defoe, durante la Gran Plaga de Londres de 1665 fueran sacrificados 200.000 gatos domésticos. “Es casi increíble la cantidad prodigiosa de estos animales que fueron exterminados, si es que se puede confiar en los cálculos”, escribió el periodista inglés en Diario del año de la peste (1722). El efecto fue el opuesto al buscado: sin su máximo depredador, las poblaciones de ratas aumentaron y la peste se extendió aún más.

Cada época impone una cárcel al pensamiento. A estas restricciones se lo suele conocer como Zeitgeist o el “espíritu de una época”, el medio ambiente mental con límites más allá de los cuales es casi imposible pensar. Salvo excepciones: a quienes logran traspasar estas fronteras intangibles se los llama genios. O dementes. Durante la Edad Media, la religión, la superstición y los relatos populares eran los marcos cognitivos a través de los cuales millones de anónimos hombres y mujeres -olvidados por la historia- veían e imaginaban el mundo.

El temor que despertaban las pestes era un miedo atávico, alimentado una y otra vez por la creencia en su origen sobrenatural como castigo divino. La relación causal entre enfermedad y pecado se ve en textos literarios griegos -La Ilíada de Homero y Edipo Rey de Sófocles-, así como en la Biblia.
En el siglo XXI, a la pandemia provocada por el coronavirus SARS-CoV-2 la vemos no solo a través de las pantallas de las redes sociales y canales de noticias. La pensamos a través del tamiz de la ficción, la fecunda literatura distópica y apocalíptica que desde hace tiempo nos viene entrenando para estos días.

Literatura de consuelo y desesperación

La paranoia pandémica está entretejida en nuestra memoria histórica. La Peste antonina (165-180), la plaga de Justiniano (541-542), la Muerte Negra del siglo XIV, la Gran Plaga de Londres (1665), la epidemia de fiebre amarilla de Buenos Aires (1871), la gripe española (1918): siempre ha habido narraciones sobre enfermedades fuera de control porque siempre ha habido pandemias.
Desde El Decamerón (1352) de Giovanni Boccaccio hasta The Stand (1978) de Stephen King y películas como Outbreak (1995), Contagion (2011) y World War Z (2013), las historias sobre enfermedades y pandemias han ofrecido a lo largo de la historia un espacio de catarsis, formas de procesar emociones fuertes y una plataforma para realizar comentarios políticos sobre cómo los seres humanos responden ante una crisis.

Como especie narrativa que somos, tendemos a contarnos historias sobre lo que más nos asusta. En este caso, un evento capaz de alterar completamente la vida humana y la civilización tal como la conocemos.

Como sugiere el especialista en estudios religiosos Stephen O’Leary en su ensayo Arguing the Apocalypse, estas narraciones siempre han fascinado y aterrado al mismo tiempo pues ofrecen un espacio imaginativo único para digerir nuestros miedos, tanto personales como colectivos, y para explorar los deseos inconscientes sobre el futuro. Los relatos de catástrofes no funcionan como manuales de instrucciones. Más bien son un recurrente intento de dar sentido a aquello que al parecer no lo tiene: el pánico, desesperación y el horror de la muerte.

“Las fantasías distópicas, así como las proyecciones apocalípticas, a menudo acompañan grandes cambios culturales y tecnológicos”, señala la filósofa Riven Barton. “Le dan una voz ficticia a lo que es demasiado aterrador o desorientador para que el colectivo lo exprese externamente.” Ambientada en una Gran Bretaña de entre los años 2070 y 2100, la novela The Last Man (1826) de Mary Shelley se inspiró en un brote de cólera y explora los límites de la ciencia médica y las respuestas institucionales a la plaga. “Si en Frankenstein Shelley imaginaba la creación de un hombre mediante la unión de partes del cuerpo -señala la periodista Jill Lepore-, en The Last Man imaginó el desmembramiento de la civilización”.

Invasores de cuerpos y de mentes

Las historias que nos contamos influyen en la manera en que vemos el mundo. Lo encuadran, nos ayudan a pensarlo y a hacerlo posible. Canalizan nuestros miedos nucleares, biológicos, religiosos, tecnológicos. Y en el proceso, nos preparan para las catástrofes que eventualmente nos golpean y tambalea nuestra civilización.

El antropólogo Christos Lynteris acuñó el concepto de “imaginario pandémico” para comprender la forma en que las fantasías sobre la extinción humana impulsadas por la posibilidad de una pandemia modifican nuestra comprensión de la humanidad y su lugar en el mundo.

Mientras que otras amenazas inquietan con la posibilidad de golpear desde fuera del cuerpo humano -una guerra nuclear, el aumento de las temperaturas, el impacto de un asteroide, inundaciones, un tsunami-, la enfermedad inflige su violencia desde adentro. Bacterias y virus se infiltran en silencio en nuestros organismos para replicarse en su interior y desde allí infectar a otros. Invaden nuestros cuerpos pero, como lo demuestra la literatura apocalíptica, las distopías y la ciencia ficción, también contaminan nuestras mentes.

A comienzos del siglo XX, las epidemias ya no se consideraban castigos divinos o eventos sobrenaturales. Bacteriólogos como Louis Pasteur o Robert Koch habían demostrado que eran causadas por gérmenes que infectaban a los humanos. Aún así el temor no se extinguió. La puerta al mundo invisible de los microorganismos recién se había abierto.

El escritor estadounidense Jack London canalizó aquel pánico en su novela The Scarlet Plague (1912). Situada en un planeta devastado y salvaje, la historia transcurre en 2073, sesenta años después de la propagación de la Muerte Roja, una epidemia incontrolable que despobló y casi destruyó el mundo en 2013. Uno de los pocos sobrevivientes es James Howard Smith que le cuenta a sus nietos incrédulos cómo la pandemia avanzó con asombrosa rapidez por el mundo.

Sin saberlo, London presagiaba la pandemia de la mal llamada gripe española que entre 1918 y 1919 causó la muerte de 20 millones de personas. Según este autor socialista, solo la hermandad humana permite que la sociedad sobreviva.

“Las ficciones apocalípticas -dice el escritor Frank Bures, autor de Geografía de la locura- se alimentan del sentimiento de que somos parte de algo sobre lo que no tenemos control, del cual no tenemos más remedio que seguir siendo parte”.

En la novela Earth Abides (1949), por ejemplo, de George R. Stewart cuenta la historia de Isherwood Williams, un estudiante de ecología que regresa a San Francisco de un viaje en solitario a las montañas y encuentra a la humanidad aniquilada por una enfermedad transmitida por el aire, causada por un virus. “Los hombres van y vienen -escribe el autor-, pero la Tierra permanece”.

Advertencias de autodestrucción

Con el avance científico en el siglo XX, los relatos apocalípticos se secularizaron. Los escenarios futuros se despojaron del pavor inspirado por la religión y pusieron en foco la posibilidad de la autodestrucción humana: el armagedón nuclear, el cambio climático, el avance de la inteligencia artificial, es decir, el mito frankensteniano de la ciencia fuera de control.
Lejos del optimismo que tiñó las obras de Jules Verne, la tecnología a partir de la segunda mitad del siglo XX se convirtió en una permanente amenaza para toda la vida en el planeta. “El Apocalipsis es la más poderosa metáfora rectora que tenemos”, indica el crítico Lawrence Buell en su libro The environmental imagination. “Los relatos apocalípticos fuerzan a la civilización a reconocer el potencial destructivo de nuestra tecnología”.

El crecimiento explosivo de las historias distópicas y del fin del mundo no es accidental. Exponen las preocupaciones de la sociedad, hacen visibles una tendencia actual, una norma social o un sistema político. Extrapolan a través de la imaginación tendencias y eventos actuales a un futuro cercano, a medio camino entre la predicción y la sátira. Tocan una fibra sensible al exponer las realidades sociopolíticas de su época, presentando los peores escenarios como una advertencia.

Para escritoras como Margaret Atwood, sus obras –como The Handmaid’s Tale (1985), Oryx and Crake (2003) y Maddadam (2013)– no hablan del futuro sino del presente. “Es un comentario triste sobre nuestra era”, dice. “Nos parece mucho más fácil creer en las distopías que en las utopías”.

Estas obras de lo que la escritora canadiense llama ficción especulativa buscan generar un despertar: hacen que una sociedad sea más consciente de lo que sucede a su alrededor. Para sus lectores, son una advertencia sombría de los peligros del totalitarismo, la vigilancia y la censura.

Más allá de proclamar las extinciones en masa, el cambio climático, las pandemias, el agotamiento de los recursos, invasiones alienígenas o el despertar de una nueva fuerza en el planeta –la inteligencia artificial–, lo que más exponen la literatura de catástrofe, los relatos apocalípticos, así como las distopías es un pavor ancestral: la pérdida de las cualidades que nos hacen humanos.

“1984 de George Orwell es la expresión de un estado de ánimo, y es una advertencia”, escribió el psicólogo Erich Fromm. “El estado de ánimo que expresa es de casi desesperación por el futuro del ser humano y la advertencia es que, a menos que cambie el curso de la historia, los hombres de todo el mundo perderán sus cualidades más humanas, se convertirán en autómatas sin alma y ni siquiera se darán cuenta de eso”.

Pesadilla zombie

Como recuerda la australiana Claire Colebrook, autora de Death of the Posthuman: Essays on Extinction, las películas son un interesante barómetro del ambiente cultural. En la década de 1970, las historias de desastres giraban en torno a incidentes puntuales como naufragios (The Poseidon Adventure, 1972), rascacielos en llamas (The Towering Inferno, 1974), tiburones hambrientos (Jaws, 1975), terremotos (Eartquake, 1974).

Desde hace unas décadas, en cambio, se centran en amenazas que atañen a toda la humanidad: asteroides en curso de colisión (Deep Impact,1998 y Armageddon, 1998), cambios climáticos (The Day After Tomorrow, 2004, Geostorm, 2017), agotamiento de recursos (Interstellar, 2014 y Elysium, 2013).

Series distópicas como Black Mirror y Years and Years o películas apocalípticas como The Road (2006) de Cormac Mc-Carthy, The Hunger Games (2012), Mad Max: Fury Road (2015), Bird Box (2018) y A Quiet Place (2018) se han infiltrado en el inconsciente colectivo. Han alimentado la imaginación cultural para lidiar con los impactos psicológicos tanto de la tecnología como de las catástrofes impredecibles.

El mundo humano se ha vuelto desconcertantemente complejo y frágil que el escenario apocalíptico es el más fácil de imaginar. La aceleración que caracteriza a nuestra época -y qué tan bien la describió el filósofo francés Paul Virilio- viene acompañada por una ola de ansiedad. La humanidad es tecnológicamente más poderosa que nunca y, sin embargo, nos sentimos cada vez más frágiles.

Mientras que en La peste (1947) de Albert Camus la enfermedad era una metáfora del fascismo –así como una reflexión sobre cómo la enfermedad saca lo mejor y lo peor de las personas en época de aislamiento–, desde hace ya un par de décadas las películas de zombies expresan la emergencia de un miedo colectivo. Series como The Walking Dead exponen un temor vivo: el de perder el control del cuerpo, de nuestra propia identidad.

La aparición de los virus del ébola y el VIH en los años 70 y 80 mostró cuán lejos los humanos aún estábamos de eliminar todas las enfermedades infecciosas. Pero, como ninguna de estas enfermedades prometía el caos y la muerte generalizados en el mundo desarrollado, la conmoción no fue global. Por entonces, las pandemias parecían ser cosa del pasado.

En el siglo XXI, sin embargo, los antiguos miedos lentamente volvieron a despertar, en especial después de los ataques del 11 de septiembre en 2001. Los misteriosos envíos de sobres de ántrax a medios y a senadores en Estados Unidos le recordó a la cultura occidental un peligro que creía tener controlado. La nueva amenaza del bioterrorismo se insertaba en la conciencia cultural de una época en la que científicos ya habían clonado y alterando genéticamente plantas y animales y en la que las enfermedades de diseño parecían cada vez más probables.

Los brotes de Sars (2002), del virus del Nilo (2010), el Mers (2012) fueron un llamado de atención. La posibilidad era real: “La pregunta no es si tendremos otra pandemia de gripe –dijo en marzo de 2019 el director General de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom–, sino cuándo”.

La actual pandemia de Covid-19 -la segunda del siglo XXI, después de la pandemia de gripe A de 2009-2010 –actualiza el imaginario. La realidad supera a la ficción: las calles desiertas de Londres se confunden con las escenas de películas post-apocalípticas como 28 days later (2002) y I Am Legend (2007).

Como en otros momentos de la historia, la ficción tiene un papel crucial en la forma en que pensamos y reaccionamos ante la incertidumbre. Porque, si bien nos advierten sobre peligros inminentes y posibles, las fábulas de contagio y de destrucción extrema son al mismo tiempo historias de supervivencia. Recuerdan que, en medio del caos y la desolación, la esperanza también florece.

*Texto escrito por Federico Kukso, periodista científico, para © Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur.

Tomado de Le Monde Diplomatique

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