¿Será que restructuración de la Policía es inminente?

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Periódico el Espectador, 30 de agosto de 2013, fotos publicadas en galería de fotos.

22 Sep 2013 – 11:37 am, El Espectador.com

En lo que va corrido del año han sido destituidos 98 uniformados

Confianza de los bogotanos en la Policía es la más baja en 10 años

Así lo revela la Encuesta Decenal de Cultura Ciudadana que señala que está en un 33%.

Por: Juan Camilo Maldonado T.

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Un patrullero pasea frente a la fachada del amanecedero donde murieron seis personas hace una semana. / Andrés Torres – El Espectador

El 7 de febrero de 2012 los policías Carlos Danilo Posada y Carlos Augusto Díaz, luego de evacuar a un grupo de indigentes que dormían bajo un puente cerca del río Salitre, en el occidente de Bogotá, rociaron gasolina y prendieron fuego al cambuche donde aún se encontraba Wílmer Bernal, un adolescente de 15 años que se había resistido a las órdenes de los uniformados. El muchacho murió días más tarde, con quemaduras de tercer grado en buena parte de su cuerpo. Meses después, los dos agentes serían condenados a cuatro años de prisión, por cuenta de lo que entonces la Fiscalía llamó un “vil y execrable” procedimiento.

Año y medio después un nuevo caso de “estupidez homicida”, como lo catalogó el columnista Francisco Gutiérrez Sanín, ha ocupado buena parte de las franjas de todos los medios de comunicación. Gracias a un video captado por una cámara de la Policía Metropolitana, los colombianos pudieron ser testigos de primer orden de cómo un alférez de la Policía, en presencia de un teniente y una patrullera, rociaba gas pimienta debajo de la puerta cerrada de un bar ilegal en el sur de Bogotá, provocando la angustiosa estampida de 200 personas y la muerte de seis de ellos (cinco eran mujeres).

El doloroso caso reveló múltiples fracasos. El de la Alcaldía Mayor y su Secretaría de Gobierno, incapaces de regular y poner en cintura los miles de establecimientos nocturnos ilegales que existen en Bogotá. El de la alcaldía local, que una y otra vez permitió la reapertura de un amanecedero que incumplía horarios de funcionamiento y normas mínimas de seguridad. El de su dueña, que sin ningún remordimiento admitió sus faltas recurrentes. Y la de todos aquellos que esa noche, con su presencia en el Night Club, justificaban su existencia.

Pero de todos los fracasos el más grande de todos pareciera ser el de la Policía Metropolitana de Bogotá. No sólo porque el irregular operativo pudo haber causado la estampida donde murieron golpeados, aplastados y asfixiados Lady Muñoz, Gladys Torres, Ana Rada, Andrea Pinzón, Andrés Camilo Rincón y Nelly Rincón, sino porque la dimensión de la tragedia produjo en muchos la sensación de que los procedimientos de la autoridad civil tocaron fondo.

El escándalo del Night Club se produce en un momento paradójico. Tres años después de la puesta en marcha del Plan Cuadrantes, la ciudad alcanzó en 2013 mínimos históricos en sus tasas de homicidio (16,7 por cada 100.000 habitantes) y hasta hace poco la política de seguridad del Distrito recibía elogios nacionales e internacionales, hasta el punto que el alcalde Gustavo Petro viajó en marzo a la sede de la Organización de las Naciones Unidas a compartir las estrategias empleadas en la ciudad.

Sin embargo, durante este mismo periodo, los bogotanos han sido testigos de numerosos escándalos que involucran a la institución. El asesinato del joven grafitero Diego Felipe Becerra, presuntamente a manos del agente Wílmer Alarcón, acusado de alterar la escena del homicidio con posible complicidad de altos mandos que hoy están en manos de la justicia; la violenta golpiza propinada a un joven dentro de un Centro de Atención Inmediata (CAI) en mayo pasado, y las denuncias de un grupo de jóvenes en un centro cultural de La Candelaria, que habría terminado en la detención arbitraria de uno de ellos y la utilización sistemática de electrochoques, como denunció la víctima a través de este diario.

Esto sin contar con la colección de casos reseñados durante las manifestaciones de respaldo al paro agrario y los disturbios que se produjeron durante esos días. Y también casos misteriosos como la muerte del patrullero Jairo Díaz, inicialmente declarada accidental y hoy investigada por la Fiscalía, que pondera las declaraciones de un miembro de la banda Los Pascuales, según las cuales el agente murió asesinado por un caso de microtráfico, con complicidad de miembros de la institución.

El costo del escándalo

En medio de tantos y tan sonados episodios no resulta sorprendente que, pese a los buenos indicadores en materia de resultados, los ciudadanos estén perdiendo rápidamente la confianza en la institución y que, incluso, se sientan viviendo en una ciudad más insegura.

La cifra más contundente en esta materia está próxima a ser revelada. Este miércoles la Corporación Visionarios, organización fundada por el exalcalde Antanas Mockus, divulgará su tradicional Encuesta de Cultura Ciudadana. En esta ocasión ésta realizará un análisis decenal de cómo va la ciudad, y es justamente en esta perspectiva que se vislumbra la difícil situación en la que se encuentra la Policía.

Según los resultados de la encuesta, en los últimos cinco años la confianza de los bogotanos en la Policía se redujo en un 9%, alcanzando mínimos sin precedentes. En 2008, el porcentaje de personas encuestadas que confiaban mucho o muchísimo en la Mebog era de 42,5%; cinco años después este porcentaje cayó a 33,6%. La cifra es aún más diciente si se analizan los últimos diez años. Según Henry Murraín, director de proyectos de Corpovisionarios, en 2003, durante la segunda administración Mockus, la confianza en la institución estaba en el 55%, más de 20 puntos porcentuales de la situación actual.

Los indicadores de percepción de seguridad tampoco son los mejores en estos últimos años. De acuerdo con un estudio interno realizado por la administración distrital, a julio de este año sólo 1 de cada 10 bogotanos se sentían seguros en la calle, y la principal razón que esgrime el 36,7% de los encuestados es la falta de policías o malos policías.

Por su parte, el índice de victimización de la Cámara de Comercio de Bogotá, que mide el porcentaje de ciudadanos que han sido víctimas directas o indirectas de un delito, se incrementó en 11 puntos porcentuales entre 2011 y 2012, pasando de 20 a 31%.

Todo lo anterior se da en medio de otra tendencia paradójica: los bogotanos cada vez denuncian menos los delitos de los que son víctimas ante las autoridades, pero están incrementando en cambio sus quejas sobre la Policía. Según datos de la Policía Metropolitana, durante 2012 se radicaron 686 quejas y 25 felicitaciones, mientras que en lo que va corrido del año las quejas ascienden a 844 (34 felicitaciones). Un 60% de estas denuncias se descartan, porque el quejoso no adjuntó material probatorio suficiente.

El teniente coronel William Castro, inspector delegado para la Mebog en la Policía Nacional y encargado de sancionar disciplinariamente a los miembros de la institución, asegura que en 2013 su despacho ha abierto 321 procesos. De ellos, 98 terminaron en destitución del policía involucrado, 106 fueron suspendidos, 117 multados y 39 absueltos. Además, 122 casos fueron archivados de manera definitiva.

Diagnóstico reservado

La tragedia del amanecedero evidenció la serie de graves y profundas dificultades que hoy afronta la ciudad para mantener la seguridad y la convivencia y, a su vez, garantizar que la Policía no se extralimite brutalmente en el ejercicio de sus funciones.

El primero tiene que ver con un enfoque orientado primariamente a los resultados, sin que exista el mismo énfasis en materia de educación y formación integral, especialmente en derechos humanos. “El general Luis Eduardo Martínez (comandante de la Policía) los tiene tan presionados por resultados, que los policías hacen lo que sea por mostrarlos”, asegura Ariel Ávila, investigador de la Corporación Arco Iris y asesor de Gustavo Petro durante su campaña a la Alcaldía.

Segundo, el Night Club dejó ver, una vez más, los desencuentros existentes entre la poder civil y la Policía, hasta el punto que para observadores como Ávila lo que ocurre entre Martínez y Petro es un “diálogo entre alcaldes”, antes que un ejercicio de autoridad del alcalde sobre su comandante.

En el Palacio Liévano, sin embargo, aseguran que el asunto es aún más complejo. “Aquí llega el general Martínez a un comité de seguridad y hay un diálogo fluido. El problema está enquistado en los mandos medios de la Policía. Muchos creen que las mafias son los dueños de los territorios, pero la verdad es que son los tenientes, los subtenientes y los cabos en las estaciones locales los que son dueños de los territorios, muchas veces en alianza con mafias pequeñas, medianas y grandes”, asegura una fuente de la administración que pidió no ser citada.

Esto da paso a un tercer gran problema, aseguran tanto en la Secretaría de Gobierno como en la misma Policía: los alcaldes locales tampoco están ejerciendo poder sobre los comandantes locales. Y todo esto, junto con una cultura de la trampa y la informalidad que parece innata al corazón colombiano, ha vuelto inmanejable los incontables e innombrables casos de corrupción en las localidades.

Tanto el personero distrital, Ricardo Cañón, como Murraín, en Corpovisionarios, aseguran que la responsabilidad no puede recaer totalmente sobre la Mebog, que es un cuerpo de 22 mil uniformados que realizan a diario cientos de operativos. “Un error no puede opacar la gestión de la mayoría de policías que a diario hacen una buena gestión”, dice Cañón. Ambos aseguran que todos los bogotanos deberían hacer una reflexión sobre su capacidad de “pensar en el otro” y, por más escolar que suene, cumplir con los deberes mientras se exigen derechos. 

jmaldonado@elespectador.com

@donmaldo

Por: Juan Camilo Maldonado T.

19 Sep 2013 – 11:02 pm,  El Espectador.com

Gatillo fácil

Por: Francisco Gutiérrez Sanín

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El evento que condujo, el domingo pasado, a la muerte de seis personas en un amanecedero en Bogotá tiene que convertirse, tal y como lo dijo un editorial de este diario, en un motivo para repensar la relación de la Policía con un amplio sector de la población colombiana.

Solamente así sabremos que estas muertes no se habrán producido en vano.

La irrupción policial en el amanecedero tiene tres componentes que vale la pena repasar. Primero, una completa e inverosímil irresponsabilidad. Yo no sé a quién se le pudo haber ocurrido echar gas pimienta dentro de un local sórdido y sin salidas de emergencia, lleno de gente debilitada y aturdida por el consumo del alcohol. Pero la idea en sí tiene la marca de la idiotez homicida. Que ésta sea culposa, y no intencional, no ayuda a resucitar a los seis ciudadanos que perdieron la vida. Con el agravante de que al parecer se violaron distintas normas de procedimiento y se saltaron por la torera distintas autoridades civiles. Segundo, un claro sesgo clasista. El tema de los lugares para continuar la rumba a horas prohibidas en Bogotá es de vieja data, y la prensa, la radio y hasta la televisión —no hablemos ya de internet— se refieren periódicamente a él. Naturalmente, a los after party de la Zona Rosa no entrarán jamás los policiales como si estuvieran en medio de un operativo militar, o como si su tarea fuera dar de baja a un malhechor en una mala película del lejano Oeste. Es en el tomadero de la Primero de Mayo en el que despliegan este comportamiento. Tercero, francamente, la marca de una terrible ambigüedad. Esta irrupción histérica, ¿tuvo en realidad como objetivo el inocente intento de detener una riña reportada —de la cual ninguno de los sobrevivientes jamás se enteró—, o fue más bien una forma de retaliación contra un ilegal que en algún momento no transfirió las rentas que garantizaban que su negocio se mantuviera abierto?

En muchas columnas he insistido en que los miembros de la Fuerza Pública que cumplen con su deber y arriesgan cotidianamente su vida tienen todo el derecho a reclamar el respeto y la admiración de sus conciudadanos. Me horroricé cuando, en medio de las protestas campesinas, unos maleantes simplemente fusilaron, sin previo aviso, a un policía. Pero hay que recordar que, en medio de esas mismas protestas, murieron muchos manifestantes por uso desmedido de fuerza y simple brutalidad: unas muertes de las que ya nadie habla y que, con una alta probabilidad, quedarán completamente impunes. Y que, de manera más bien sorprendente —pues ser policía no es trabajo para la élite económica—, la relación de esa agencia con habitantes de los barrios populares, y sobre todo con sus jóvenes, está marcada a menudo por la agresividad gratuita, la sospecha y el acoso. Los colombianos nos hemos ido acostumbrando a que cualquier protesta, manifestación y ahora rumba ponga sus muertos.

Si alguien tiene una trayectoria interesante dentro de la Policía, ese es el general Palomino. Es una persona que a lo largo de su carrera ha protagonizado actos significativos de decencia e integridad, y que se ha esforzado por mantener un discurso moderado. Por ejemplo, durante las protestas en el Catatumbo —que, cómo no, pusieron también su camionado de muertos— Palomino fue una de las pocas voces desde arriba cuya primera reacción no fue echar fuego, sino aceite, a la gasolina. Precisamente por ello no puede, no debería, actuar como si tuviera simplemente que administrar lo que ya existe. Hay un profundo malestar en las relaciones entre un sector significativo de la Policía y los colombianos, y no hay nadie más indicado para trabajar sobre esto que Palomino. La tarea inmediata, que debería ser obtenida por una combinación de presión ciudadana y cambio interno, es luchar contra el gatillo fácil.

Francisco Gutiérrez Sanín | Elespectador.com
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Foto: Guillermo Torres

03 agosto 2013, Revista SEMANA.

Cómo y con quién reformar la Policía

Por León Valencia

OPINIÓNSi el asunto es contribuir a la democratización del país, el lugar de la Policía es el Ministerio del Interior. Es así de simple.

Todo clama por una reforma a la Policía: la corrupción, el posconflicto que se viene, la intensificación de la indignación ciudadana y de la protesta social, la asombrosa transformación del crimen organizado, la necesidad imperiosa de salir de esta democracia precaria.  

Así parece entenderlo el presidente Santos, así lo han dicho el anterior director Óscar Naranjo y su reemplazo el general José Roberto León Riaño, así lo han expresado todos los analistas que comentaron la idea de retirar la Policía del Ministerio de la Defensa y crear un Ministerio de la Seguridad. Todos hablan de la imperiosa necesidad del cambio, pero la propuesta inicial es pobre y errática.  

 

Muy acertado el general Naranjo en su columna de El Tiempo cuando habla de la inconveniencia de utilizar la expresión “manzanas podridas” para señalar el fenómeno de corrupción en la Policía. No hay hechos aislados. Siempre estas manzanas contaminan a las otras. Y termina con una frase lapidaria: “Derrotar la corrupción es el punto de partida de las grandes transformaciones que el país reclama”.

 

El general León Riaño utilizó por su parte la figura “depurar la Policía” y habló de conformar un grupo especial de contrainteligencia encargado de detectar a los uniformados que tienen nexos con la delincuencia y el narcotráfico. 

 

La connivencia de un importante sector de la Policía Nacional con fuerzas ilegales, es, quizás, el fenómeno más escandaloso y abrumador, pero no son menos importantes las limitaciones que tiene la Policía para atender las demandas de un país en posconflicto. 

 

No está preparada para sustituir algunas de las funciones que cumple la guerrilla en los 242 municipios donde tiene algún tipo de presencia. Un hecho clave. Porque sí, y solo sí,  el Estado logra entender cómo la subversión armada regula conflictos y controla territorios es posible construir una institucionalidad y forjar una ciudadanía que garanticen una paz estable y duradera.

 

Tampoco tiene ni la actitud ni la preparación para establecer una relación complementaria y armónica con los alcaldes de 24 ciudades críticas en tasas de homicidio y en delitos de alto impacto, donde hay una gran presencia del crimen organizado que ahora está mutando hacia redes sin jefes visibles,  con enormes capacidades para controlar mercados y rentas y con habilidades especiales para medrar en estructuras sociales y políticas.   

 

Poco se habla del rol democrático de la Policía. Pero no es posible hablar de una democracia avanzada si los cuerpos policiales no saben atender las protestas legítimas de la ciudadanía y acuden a la represión como fórmula para conjurar la indignación de la población, si no son capaces de proteger las instituciones de la grave cooptación de las mafias y si no están hechos para perseguir los innumerables y graves delitos electorales que campean en nuestro país. Ahí está el quid para despojar a la institución de sus rasgos autoritarios y para desmilitarizarla de verdad.

 

Si el asunto es contribuir a la democratización de la sociedad, sustituir tareas y funciones que cumplen ahora los ilegales en el territorio, construir ciudadanía, trabajar en armonía con los alcaldes, proteger derechos, servir de cancerberos de las instituciones y, claro está, perseguir el crimen,  el lugar de la Policía es el Ministerio del Interior. Es así de simple. Crear un nuevo ministerio con la seguridad como emblema es ahondar muchos de los problemas que hoy tiene el cuerpo policial.

 

En este orden de ideas lo que procede es una doble reforma: la del Ministerio del Interior y la de la Policía Nacional. Y para liderar esta tarea el más indicado no es el general Óscar Naranjo con toda la admiración y el respeto que le tengo. Naranjo está aún impregnado de las lógicas que han animado a la Policía en las últimas décadas al lado del Ministerio de la Defensa, necesitamos nuevas miradas. También él necesita tomar distancia para asumir su destino político.

 

Es obligatorio acudir al ministro del Interior y conformar una comisión con un representante de los alcaldes, alguien representativo de las organizaciones sociales y del sindicalismo, el director de la Policía por supuesto, quizás un obispo de trayectoria en temas de convivencia y algunos expertos en cuestiones de seguridad en clave de posconflicto, no en clave de guerra.

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