Durante la Edad Media, especialmente en los países europeos, se implementó un sistema de organización social y política denominado feudalismo, como consecuencia a la debilidad de las monarquías; situación que obligó a los reyes a ceder parte de sus territorios a sus aliados más cercanos, entre los que se contaban condes y marqueses de la época, conocidos como «nobles». Estos personajes, llamados entonces los señores feudales, beneficiados con dichos territorios conocidos como feudos, realizaban la explotación económica de los mismos a través de personas humildes que debían jurar lealtad y entregar parte del producto obtenido, recibiendo a cambio la protección y la posibilidad de obtener la subsistencia para sí y para sus familias. Estos últimos se conocían como los vasallos, y eran los que percibían el menor beneficio, a pesar de realizar el mayor aporte al desarrollo económico de la época.
De igual manera, entre los siglos xi y xv, aproximadamente, se presentó el fenómeno de los denominados «Estados vasallos», término con el que se designó a los países que eran sometidos por otros a la subordinación y, lo que es peor aún, en condiciones de absoluta inequidad, incluso, en muchos casos, eran obligados por el Estado dominante a pagar tributos a cambio de la protección militar que les brindaban. Con la llegada de la modernidad cambió radicalmente la relación entre Estados, los cuales supuestamente establecerían, a partir de entonces, relaciones de igualdad y respeto. Derechos como el respeto a la soberanía, la no injerencia de otros países en los asuntos internos, la prohibición de la amenaza o el uso de la fuerza, la libertad del desarrollo, la resolución pacífica de conflictos, entre otros derechos, en teoría, conformarían la principialística del derecho internacional público como base de la relación entre los Estados.
Muy a pesar de lo anterior, el vasallaje entre Estados sin duda alguna sigue vigente, aunque de manera velada y con características diferentes a las que se presentaban en la Edad Media. Para nadie es un misterio que la cacareada igualdad entre los países y la ilusión de la soberanía nacional no son más que un espejismo, letra muerta en los anaqueles del Derecho Internacional Público, simple formalismo jurídico y una manera más de seducir a la población a través de la demagogia y el populismo. Ejemplos claros se presentaron durante la denominada Guerra Fría, período en el que Estados Unidos y la Unión Soviética sometieron al mundo a una división basada en dos regímenes económicos totalmente opuestos: el capitalismo y el socialismo; por ello, cada uno, a su manera, impuso a sus aliados el sistema económico de su preferencia.
De igual manera en la actualidad, se puede afirmar, sin temor al equívoco, que el sometimiento y la subordinación siguen vigentes en las relaciones entre los países. Al respecto, es dable traer a colación los sucesos que se han presentado en la más reciente Asamblea General de las Naciones Unidas que terminará el próximo 25 de septiembre y en la que ya realizó su intervención el actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Su desafortunada participación más parecía la perorata de un bravucón de esquina que la alocución de un jefe de Estado; se notaba a leguas su añoranza por los tiempos idos de los grandes imperios monárquicos donde el absolutismo, la arbitrariedad, la tiranía y el despotismo hacían carrera en medio de la aceptación de los «serviles» áulicos.
Sin duda alguna, situaciones similares de servilismo y acatamiento a las órdenes del «monarca» Trump se vivieron en el desarrollo de su discurso que, gracias a su dejo autoritario e impositivo, demostró una vez más que los derechos de los países a la soberanía y a la no injerencia de otras naciones en sus asuntos internos, solamente son válidos en el papel y, por lo tanto, la legitimidad no reposa en la norma, sino en el poderío económico y militar del país del Norte. En lo que se ha visto y oído hasta ahora, solamente un pequeño grupo de países, precisamente los que han sufrido en carne propia los desmanes de los gobiernos estadounidenses, se atreven a levantar sus voces en el desierto de la indiferencia internacional, en contra de la política mundial de los norteamericanos.
No cabe duda alguna de que ejemplos como el de Cuba, sometida por más de cincuenta años a un embargo económico inhumano, y por demás ilegal, demuestran la indignidad de los demás países del mundo a considerarse soberanos, más aún, cuando dicho embargo podría considerarse el mayor delito de lesa humanidad cometido en el mundo entero contra toda una nación, ello, gracias a la arbitrariedad de los Estados Unidos, ya que si Cuba, por autoimponerse un régimen económico contrario al capitalismo merece tal sanción, ¿qué podría decirse del país del Norte que impone a sangre y fuego en el mundo entero su doctrina mercantilista y por lo tanto deshumanizante? Amén de lo anterior, habría que resaltar igualmente las invasiones e intervenciones militares de EE. UU. en más de 70 países, donde gracias a su carrera armamentista, ha dejado cientos de miles de víctimas humanas, sin contar las inmensas pérdidas materiales. Todo ello con la complacencia de una gran cantidad de países que voluntariamente se han sometido al vasallaje de la máxima máquina de guerra mundial.
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