“Voy dispuesta a que la realidad me sorprenda”: Leila Guerriero

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La escritora y periodista argentina conversa con La Nueva Prensa sobre su obra, su oficio, y su último libro, La otra guerra, la historia del cementerio argentino en las islas Malvinas.

Artículo públicado en La Nueva Prensa el 31 de octubre de 2021.

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Colombia, 3 octubre de 2021.- Sideral. La escritura de Leila Guerriero es sideral: luminosa, feroz, intensa y desprovista de lugares comunes. Guerriero (1967) nació en Junín, Argentina, y es periodista. Su prosa tiene una fuerza poética —justa, telúrica; liviana, abismal—, que subyuga al lector.

Conocida como una de las mejores plumas de no ficción de Latinoamérica, Leila destrona los clichés del periodismo tradicional. El suyo es el narrativo, de largo aliento. «Preguntar como quien no sabe, esperar como quien tiene tiempo y estar allí como quien no está», explica en uno de sus libros.  

Es también editora y tallerista. Sus crónicas y perfiles son publicados en diversos medios. Sus columnas —en El País, de España— no tienen fecha de vencimiento. Son, quizá, un simulacro para entender las emociones, la existencia humana y sus contradicciones. En cada frase escrita hay tersura, delicadeza: “No hay más ruido que el torrente calmo, ni más tiempo que el cielo”, escribe. O: “El dolor es un dios que a menudo nos convoca”. O: “Nadie nos advierte, pero el infierno vive en nosotros bajo la forma de la indiferencia”.

Es autora de los libros del sello editorial Anagrama Una historia sencilla (2013), Zona de obras (2014), Plano Americano (2018), Opus Gelber: Retrato de un pianista (2019) y La otra guerra (2021). Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide, 2019) es una recopilación de sus columnas. Este año, acaban de ser reeditados Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, publicado originalmente en 2005) y Frutos extraños (Alfaguara).

Los alumnos de periodismo estudian su obra. Porque su poética magnetiza. Ella esculpe, piedra a piedra, cada línea escrita. Teje, pespuntea, crea, afila con precisión cada frase. De Leila también impresiona su concentración de asceta: no tiene redes sociales y, cuando escribe, se encierra y se desconecta de todo. Pero antes ha investigado, hecho preguntas, observado. Sobre todo, eso: observado.

Su escritura —mansa, pero a la vez volcánica y monstruosa— tiene un efecto envolvente y melódico. Si dice: “Afuera el viento era un siseo oscuro, una boca rota que se tragaba todos los sonidos: los besos, las risas. Un quejido de acero, una mandíbula” (Los suicidas del fin del mundo), uno siente la furia del viento, revolviendo el polvo, dañando los cables del teléfono o empujando las puertas de las casas.

En Frutos extraños, antología de sus crónicas y perfiles, hay historias alucinantes: la de una mujer que mató a tres de sus amigas poniéndoles cianuro en tazas de té; la de los antropólogos forenses que trabajan identificando restos de desaparecidos en Argentina (con esta crónica ganó el premio de la Fundación Nuevo Periodismo, en 2010); la de un hombre que mide 2.30 cm, fue jugador de la NBA, y cuenta sus glorias, fracasos, pobreza y enfermedad; la de una chica que mata, a cuchillazos, a su bebé apenas nace, entre tantas otras. 

Desde Buenos Aires, Leila atiende una llamada telefónica de La Nueva Prensa.

Diana López Zuleta: En Los suicidas del fin del mundo cuentas que en la Argentina se hablaba de los suicidios que ocurrían en Japón, pero nada se decía de este pueblo patagónico (Las Heras), donde había una ola de suicidios de adolescentes. ¿Sigue todavía la reticencia a hablar del tema? ¿Por qué crees que es un tabú?

Leila Guerriero: Sí, creo que sigue la reticencia en todas partes, no solamente en la Argentina, y me parece que el tabú tiene que ver con el hecho de que es una decisión (considerada) como la más extrema de las decisiones. Albert Camus decía que el único problema filosófico realmente importante era el suicidio. Nunca hay una explicación lineal a la pregunta de por qué alguien se suicida, sigue dejando en la gente que queda un montón de preguntas, de culpas, de cosas no dichas. No soy una experta de ninguna clase como para decir por qué, pero creo que es un tema lo suficientemente erizante, complejo e inexplicable como para que haya muchas reticencias a abordarlo desde los medios de comunicación y desde la gente común que ha pasado por una cosa así. Es algo que se oculta, se disfraza, no se menciona demasiado, es una mezcla de culpa, de estigmas también, como varias cosas que tienen que ver con la salud mental, ¿no?

D.L.Z: De hecho, en el libro me sorprende que muchas de las víctimas no dejaron entrever nada anormal o algún indicio de que se fueran a suicidar.

L.G: A veces sí hay indicios, pero esos indicios se miran en retrospectiva. Mucha gente se pregunta: cómo no me di cuenta cuando dijo tal cosa o cuando pasó tal otra, y ahí está la carga de la culpa también. A veces no hay mucha señal, o esa señal no es leída a tiempo, y aun si fuera leída a tiempo quizás no podría hacerse mucho.

D.L.Z: Hay otra cosa que me impactó de Los suicidas del fin del mundo, y que podría decir que es casi un personaje, el viento, y las tantas formas de narrarlo. Se siente la bravura del viento en el libro.

L.G: El viento entra mucho porque, en principio, era un elemento de la realidad muy fuerte. Antes de ir, a mí me habían advertido mucho: “Cuidado con el viento, cuidado con el viento”, y yo, ignorante, decía: “Cuán terrible puede ser un poco de viento” y, cuando llegué ahí, me di cuenta de que era muy condicionante para la vida de la gente, esta cosa de no poder tener las ventanas abiertas, de que las cosas se volaban y uno no podía salir caminando. En invierno era un frío tremendo, en primavera era un viento de locos, el clima siempre era muy hostil, y sí, se transformó en un personaje un poco siniestro con esta cosa personificada, pateaba la puerta para poder entrar, el viento era eso que nunca nadie iba a poder parar, de alguna forma una metáfora de lo que estaba pasando socialmente en el lugar, no solo con los suicidios, sino también con los embarazos no deseados, con la violencia intrafamiliar, con el alcoholismo, con la prostitución. El viento es esa fuerza invisible, una fuerza de la naturaleza que está trabajado en el texto como si fuera un personaje, como decís vos, pero que no tiene nada que ver con un personaje de Disney, porque muchas veces en las pelis de Disney se personifican objetos. Esto era una fuerza bastante siniestra.

No hay un momento ideal para sentarse a escribir

D.L.Z: Hay una frase que dices en el libro: «Los datos dicen, pero nunca explican». En la pandemia aumentaron los problemas de salud mental.

L.G: Sí, ha habido varios informes en los últimos tiempos. Por un lado, era evidente que iba a tener un impacto todo esto que pasó en la gente y, por el otro lado, es algo a lo que no se le presta atención casi nunca. Desde un principio fue como: “Hay que pasar esto y hay que hacer esto, y el que no lo aguante, lo siento mucho”. Y ahora estamos viendo varios estudios, uno se realizó en Canadá, hace poco una ONG internacional también hizo un estudio en el cual se veía un enorme aumento de casos de trastornos de ansiedad y depresión. Así que claro, obviamente pegó mucho, y hay gente que tenía situaciones previas y hay gente que no, que de pronto se vio golpeada por esta situación de confinamiento, de riesgo, de estar todo el tiempo pensando en la muerte, y en la muerte posible de tus queridos. Es una situación muy compleja y no se ha dado mucho apoyo a la población en ese sentido, pareciera como algo suntuario de lo que se pudiera prescindir.

D.L.Z: A propósito, ¿cómo has vivido la pandemia?

L.G: Por momentos, complicado —como a todos— porque la situación de ansiedad y angustia que produce una situación así no es la ideal, si bien no hay un momento ideal para sentarse a escribir. La ansiedad, la angustia, la incertidumbre total no son los mejores compañeros de una tarea creativa. Era una situación —o lo sigue siendo— sumamente invasiva, uno está todo el tiempo pendiente que si la vacuna, que si la no vacuna, que si la que me puse… Antes la ansiedad era otra: ¿va a terminar, no va a terminar, habrá vacuna? Es como vivir en estado de presente absoluto, aunque dicen que genial vivir en estado de presente absoluto, para mí es enloquecedor. Fue una mezcla de muchas cosas. Nunca tuve temor por mí, de que me pasara algo, pero con mucha preocupación por los amigos, por los familiares, por la situación general de la gente, era una situación económica mucho más precaria, muy preocupada a nivel social también, de diversas maneras, a veces de una manera un poco más angustiosa y otras veces de una manera muy angustiante.

D.L.Z: En Teoría de la gravedad uno ve a una escritora que tiende mucho a la nostalgia. ¿La escritura te ayuda, le da sentido a tu nostalgia o te ayuda a entenderla?

L.G: Yo creo que son dos cosas distintas: yo no uso la escritura como un lugar de catarsis. Si así fuera, el texto no conectaría con los lectores y terminaría siendo simplemente un espacio para comunicar un estado de ánimo personal. En todo caso, uno utiliza determinadas cosas como materia prima para escribir. Por supuesto, a través de la escritura uno aprende algunas cosas, se comprende mejor a lo largo del tiempo, pero no la utilizo para eso, porque sería una manera muy torpe de relacionarme con la escritura en general, como demasiado egocéntrico pensar “voy a utilizar esta columna para entender por qué…”. Me parece que los textos si funcionan, lo hacen por medio de una palanca universal, apoyados en algo que compartimos todos. 

D.L.Z: En Frutos extraños dices: «Escribo como si boxeara». Y en otras columnas haces una analogía entre escribir y correr. ¿Boxear es de alguna manera defenderse?

L.G: No, lo que quiere decir, más bien, es como estar en estado de batalla permanente, no es para defenderse, sino para estar en posición de combate. Por supuesto, el combate significa que te estás defendiendo de algo, pero en un combate no estás solo a la defensiva, porque si es solo defenderte es muy posible que antes o después te tiren al piso. Se refiere más bien a estar en estado alerta, enardecida, con una cierta intención de producir un efecto.

D.L.Z: Cuentas la anécdota de Ricardo Piglia, cuando le preguntaste si hubo un momento en el que él se sintiera realmente escritor, y él te respondió diciéndote que nunca se está seguro del todo, que siempre había que empezar de cero. Ahora yo te devuelvo la pregunta: ¿Hubo algún momento en el que te convencieras de que eras escritora o siempre creíste que lo eras?

L.G: No, por un lado, está la pulsión de la escritura: siempre quise escribir. Recuerdo el momento en que empecé a trabajar en periodismo, sentir —cuando escribí la palabra “periodista” en las fichas de migraciones del aeropuerto— que lo que yo estaba escribiendo en la ficha encajaba perfectamente con lo que yo me sentía que era, pero después, ser alguien que escribe es una construcción. La única respuesta que tengo es la que dijo Piglia, que siempre es un poco como la primera vez, por supuesto que uno con el tiempo adquiere una cierta seguridad, pero me parece que en ese sentido soy defensora de un cierto nivel de amateurismo, como de enfrentarse a eso con una cierta frescura, no sentir que uno está ya aposentado, porque siento que el aposentamiento es un poco el final, como una pérdida del deseo, como “bueno, estoy acá apoltronada, ya llegué”, eso no me pasó jamás, pero sí soy alguien que escribe, eso lo sentí siempre, lo que pasa es que al principio no sabía cómo me iba a ganar la vida con eso.

D.L.Z: ¿Cómo lidias con esa etapa de la escritura en la que estás por comenzar y piensas: “¿Siempre ha salido bien, pero esta vez puede salir pésimo?” ¿Cómo lidias con esa incertidumbre?

L.G: Con una cierta seguridad que uno tiene de que si salió más o menos bien veinte, treinta o cien veces, la siguiente vez, si aplicas el mismo método y sos la misma persona que escribe, va a volver a salir bien. Uno pierde a veces esa certeza cuando está escribiendo un texto, pero yo creo que esa certeza nunca se va del todo, siempre está la convicción de que si uno entrega un texto es porque ha dado todo lo que podía dar, y a mí, al cerrar un texto, me pasa un poco eso. Quizá lo que no tengo es la pretensión de que cada texto esté tocando una altura muy elevada, es imposible que todo el tiempo esté al límite de su fuerza. Para eso existen las antologías también, para recoger esa parte del trabajo que uno cree que tienen esas condiciones, esas cualidades, esa efectividad que reúne todo, y hay textos que uno no rescataría para una antología por el motivo que fuere, pero mi método es avanzar siempre, no dejarme atacar. Esas dudas están a veces, pero no las dejo pasar cierto umbral que vaya más allá de lo razonable. Puede haber una duda, pero en el fondo esa duda se desvanece con el trabajo hecho.

D.L.Z: En Frutos extraños dices: “Yo no creo que el periodismo sea un oficio menor (…) ni que el periodismo sea una prueba piloto para escribir ficción”. Has dicho antes que no te interesa escribir ficción, aunque sea ella de la que más te nutres. Pero creo que todavía hay todo un imaginario en el sentido de que la ficción da más prestigio y que se es un escritor mejor si se es capaz de escribir ficción. ¿Cómo ves eso?

L.G: Tengo muchos colegas que escriben no ficción y no sienten que necesiten validarse a través de la escritura de una novela o de unos cuentos. Por otra parte, yo siento que es una cuestión de vocación. Si vos sos un autor de no ficción y sentís que para validarte tenés que forzarte y escribir una novela, muy posiblemente no te salga una buena novela si eso no sale de un lugar genuino sino del lugar de la ambición de validarte en el mercado del prestigio. Siento, por otra parte, que también hay otras ideas acerca de la validación. Conozco mucha gente que escribe no ficción y no tiene la vocación de la ficción, ni siente que escribiendo algo así vaya a subir un escalón más en ningún sentido; tampoco es que desprecien la ficción, sino que simplemente no tienen esa vocación. Me parece que se trata de eso en el fondo: tener la vocación o no tenerla. Hay gente que tiene la vocación de las dos cosas, y algunas tenemos, por el momento, la vocación de la no ficción; me parece que no es algo que se pueda impostar.

D.L.Z: Me llamó mucho la atención también esa frase que te dijo uno de los del equipo de antropología forense: que no hay nada malo sin bueno, ni bueno sin malo. Llevando esto al periodismo, ¿crees que los periodistas algunas veces están atados a una narrativa en la que su trabajo tiende siempre hacia un lado? Es decir, al tender a un lado, podría impedir ver al otro.

L.G: Me cuesta mucho generalizar y decir “los periodistas”. En todos lados hay buenos ejemplos y malos ejemplos; lo que sí sé es que el periodismo bueno —o por lo menos el periodismo que a mí más me gusta— es aquel que se permite mostrar contradicciones en un texto. Estamos muy habituados a contar a las víctimas como puras, además de que son personas que le han pasado cosas horribles, tuvieran que ser sujetos probos, angelicales, y esto no siempre es así, entonces, sí hay quizá una tendencia a querer encajar esos extremos, víctimas o victimarios en algunos moldes, o cuestiones coyunturales y políticas en algunos moldes. A mí siempre me interesa mirar la realidad de una manera más compleja, no me interesa como lectora los textos tan reduccionistas. Los mejores textos periodísticos están repletos de capas de sentido, textos complejos que muestran facetas distintas, incómodas, incluso, que te ponen incómodo al leerlos. A veces uno dice: ¿dónde me paro? ¿Este sujeto es un siniestro que hizo esta cosa espantosa, pero también es un pobre que fue víctima de la circunstancia social y cultural? Me gusta mucho esa interpelación y aspiro a tratar de escribir con ese grado de complejidad. Pero no me atrevería a hacer un juicio general de “los periodistas, muchas veces”, porque eso es hacer, precisamente, lo contrario a lo que te estoy diciendo, es un reduccionismo.

D.L.Z: Se nota claramente que tu interés no es solo escuchar al personaje sino observarlo, y muestras cómo las escenas también cuentan. Si te dice que va a la iglesia los domingos, tú lo acompañas, por poner un ejemplo. ¿Te ha pasado que algún personaje que consideraras interesante ya de cerca no lo encuentras tan interesante?

L.G: No, en parte tiene que ver con que, aunque lo haya estudiado, no voy con una hipótesis clarísima de qué es lo que quiero encontrar, tengo algunas ideas porque uno lee trabajos, o lo que corresponda en cada caso: entrevistas, trabajos académicos, pero no voy con una idea establecida, ni positiva ni negativa. Si voy a ver una persona que es admirable, no voy a confirmar el prejuicio de que es un genio, y si es lo contrario, no voy a confirmar el prejuicio de que es una persona ruin. Tengo mis ideas, mi mirada y todo, pero también voy dispuesta a que la realidad me sorprenda un poco. Si bien hay gente que es muy talentosa y muy brillante en su trabajo, después, a la hora del discurso, es muy reiterativo, o rígido, o armado. Eso también quiere decir algo de esa persona: está representando o quiere representar. Entonces, lo que tienes que leer es eso, lo que esa persona está mostrando, por qué lo está mostrando, es más complejo que sentarse ante una persona y decir “me está desilusionando”. No existe la idea de la desilusión, hay que saber ver detrás de eso, no transformarlo en algo personal.

D.L.Z: O también puede haber un personaje público impuesto, ¿no?

L.G: Siempre, sobre todo en la gente que tiene una obra muy pública. Lo que pasa es que como yo voy a ver a la gente varias veces, tres, ocho, diez —depende de cada caso—, siempre eso se resquebraja, no se puede sostener durante todo el tiempo, de a poquitos va bajando ese nivel de representación, aunque también es verdad que uno no puede llegar del todo al fondo del otro, ni siquiera conviviendo veinte años con una persona, entonces, por más que uno permanezca entrevistando a una persona unos meses, también hay puntos oscuros, puntos ciegos a los que nunca vas a llegar.

D.L.Z: Como en el perfil del amigo chino, que cuentas “lo entrevisté una docena de veces y nunca sabré nada de él”, pero—paradójicamente— él sabía más cosas de ti.

L.G: Era mi vecino y como clienta lo vi cuatrocientas millones de veces y seguía siendo un enigma, y creo que el texto —más allá de que fue un intento de comprender— denota la enorme incomprensión de toda una cultura, no solo de Ale, sino de toda la cultura de la migración, y sobre todo en aquellos años en los que fue originalmente publicada la nota, principios de los 2000, cuando no era tan común, no había tantos supermercados chinos, no había tanta migración china. Entonces, Ale me decía: “Me fui de China para conocer el mundo”, y yo lo veía todo el tiempo en el supermercado, y yo decía: “Qué mundo está conociendo este hombre”, y creo que nunca lo pude resolver, pero exponer eso, exponer la situación que nunca pude entender, a mí me parece que es algo bueno. Ahí donde otro diría: “No entendí”, yo voy y lo digo, y no me parece que esté mal.

Los mejores textos periodísticos están repletos de capas de sentido, textos complejos que muestran facetas distintas, incómodas

D.L.Z: Sobre tu libro La otra guerra, impresiona cómo a estos familiares nunca le hubieran notificado la muerte de sus hijos. Algunos, cuentas, conservaban la esperanza de que estuvieran por ahí, perdidos. ¿Qué tan grande es el trauma social de la guerra de las Malvinas?

L.G: La guerra de las Malvinas es una guerra muy poco registrada en el imaginario social. A nosotros desde chiquitos nos hablan de que las Malvinas son argentinas, el reclamo histórico por la soberanía, pero en sí la guerra —que coincidió con el final de la dictadura— es una guerra que quedó sumida en un montón de silencio por diversas cuestiones, y yo creo que es un impacto tremendo para miles de personas que la sufrieron muy de cerca, familiares, no solo de caídos sino de soldados que volvieron con un montón de problemas y traumas. No estoy diciendo que todos, hay gente que se preparó para eso, eran oficiales de carrera; de hecho, para el libro hablé con una de esas personas, y el señor tiene una vida, un trabajo, se desempeña muy bien funcionalmente, etc. y solo él sabrá si tiene traumas terribles en relación con eso, pero creo que para los familiares, tanto de los caídos como de los soldados que volvieron y quedaron muy mal física o psicológicamente, es un tremendo antes y después, un tremendo problema, precisamente, porque creo que es una guerra muy oculta, porque no está en la conversación pública, porque no se habla de los caídos, de los amputados, de las personas que sufren estrés postraumático, problemas psíquicos. Todo el mundo sabe que hubo una guerra, pero es como una guerra lejana, en el tiempo y en el espacio, como si hubiera pasado en otro país, no hay un registro cabal de todo eso. Entonces, esto agiganta la sensación de abandono, soledad y olvido que sienten los familiares y las personas que estuvieron en la guerra, como: “Fuimos a pelear allá y ahora somos como nada”.

D.L.Z: De hecho, lo comparaba con los desaparecidos en Colombia, porque hay una parte del libro, una cita en la que una de las madres decía que, aparte de perder a un hijo en la guerra, tenían que organizarse para reclamarle al Estado. Es ese drama social y emocional que dejan las guerras, ¿no?

L.G: Sí, muchas situaciones, las guerras y las no guerras, porque acá hubo terrorismo de Estado, eso no es una guerra, es un Estado aniquilando gente y es un poco indignante que en nuestros países los casos en los que se consigue justicia, reconocimiento, memoria, etcétera, en muchas ocasiones son cuestiones que impulsan los familiares, no es el Estado tomando la posta y diciendo “señores, aquí pasó esto, vamos a hacer tal cosa”. Eso se produce casi siempre después de que hay una enorme presión, un enorme trabajo doloroso, largo, lento, silencioso, de un grupo de familiares y de personas afectadas por estas cosas. La reacción del Estado es casi siempre posterior a eso, cuando debería ser al revés.

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