Más del 90 % de los municipios en Colombia han sufrido la desaparición forzada en los últimos 60 años. Relatos de cómo las víctimas se han organizado para superar el dolor que este crimen deja.
Recetor es un pequeño pueblo de Casanare, cerca de los límites con Boyacá, con apenas cuatro calles, perdido en medio de las montañas de la cordillera Oriental que desciende hacia los Llanos. Recetor sufrió mucho tiempo por la guerra y vivió su momento más crítico de enero a marzo de 2003: en esos tres meses, según cuenta el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), el grupo paramilitar de las Autodefensas Campesinas del Casanare, también conocidas como los Buitragueños, desapareció al menos a 60 personas, lo que representaba casi el 3 % del total de la población de todo el municipio. Tenía 2.357 habitantes, según el DANE.
Esta es una de centenares de historias de pueblos en Colombia, afectados por las consecuencias psicosociales de la desaparición forzada. El Comité Internacional de la Cruz Roja reportó en marzo de 2020 que documentó 93 casos de desaparición forzada en 2019.
La convivencia de estos pueblos se afecta gravemente por factores que acompañan la desaparición forzada como el desplazamiento, el estigma sobre las víctimas y la descomposición familiar. De acuerdo con el psicólogo Wilson López, líder del grupo de investigación Lazos Sociales y Culturas de Paz de la Universidad Javeriana, la sistematicidad y magnitud de este crimen hace que los efectos psicológicos “vayan más allá del individuo y afecten otros niveles como la familia, la comunidad completa o la sociedad en general”.
Cerca de 400 km al noroccidente de Recetor se encuentra Barrancabermeja, a orillas del río Magdalena. Allí, el 28 de febrero de 1999, paramilitares se llevaron a Édgar Sierra, de 17 años, para desaparecerlo. En medio de la desesperación por la incertidumbre, su madre, Manuela Sidray, dejó todo lo que tenía y se fue a buscar a su hijo. “Renuncié a mi trabajo porque me llamaron y me dijeron: ‘Si usted quiere que le devolvamos a su hijo tiene que irse para otra parte’. Tuvimos que irnos de la casa en la que ya tenía 20 años de vivir ahí… Viendo el trasteo, cada cosa que sacaba, era horrible. No trabajé más y me dediqué a buscar a mi hijo por todo lado”, cuenta Manuela.
Según el informe del CNMH, el estigma no solo busca marcar a las víctimas individualmente, sino que apunta a las comunidades en diferentes formas, como castigo a toda una población o un colectivo social. Pueblos a orillas del río Magdalena y otros ríos del país fueron señalados de colaborar con el enemigo y amenazados para que no rescataran los cuerpos que flotaban en sus aguas y, así, concretar la desaparición de sus víctimas.
El médico e investigador Saúl Franco, comisionado de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición, ha investigado el impacto social de la desaparición forzada y sus consecuencias sobre la salud mental y física de las víctimas. “Todas estas situaciones que crea la desaparición no paran de revictimizar a estas personas que ya cargan un dolor muy grande. Además de perder a su ser querido, tienen que cargar el peso de varios estigmas. Su insistencia en la búsqueda y su lucha para evitar la impunidad es vista muchas veces como algo patológico, los tachan de ‘loquitos’ o simplemente no les creen”, explica Franco.
El comisionado señala que, incluso, puede darse el caso de personas de la comunidad que subestimen el sufrimiento de las víctimas acusando a los desaparecidos de ser personas que no volvieron a sus hogares porque se enlistaron voluntariamente en grupos ilegales. Este es el caso de un familiar de una persona que se llevaron los paramilitares de Barrancabermeja y del cual no se volvió a saber nada. “La gente no sabe lo doloroso que puede ser que inventen esas cosas. De él dijeron que no había vuelto porque se volvió ‘paraco’, cuando la justicia ya nos ha reconocido como víctimas”, explica el habitante de esta ciudad, cuya identidad no se publica para evitar la revictimización de su ser querido.
Apenas a unos kilómetros de Barrancabermeja, en varios pueblos a orillas del Magdalena, decenas de mujeres, algunas que también buscan a sus familiares desaparecidos, han adoptado los cuerpos de víctimas enterradas en los cementerios como personas no identificadas. Les rezan, los lloran, a algunos incluso les asignan poderes milagrosos.
El psicólogo Miguel Gutiérrez, profesor de la Universidad del Rosario, explica que, aunque en algún momento el Estado tendrá que exhumar estos cuerpos y procurar entregárselos a sus verdaderos familiares, estas acciones surgieron espontáneamente como un gesto de retornarle valor y dignidad a lo que eran considerados por muchos como un desecho. “Son reacciones fascinantes de solidaridad y aportan mucho al país. Muchas mujeres que han adoptado los cuerpos no son víctimas, no han vivido la desaparición de un familiar, en una muestra de que alguien que no ha sufrido directamente por la guerra puede conmoverse y eso es una enseñanza enorme para esta sociedad tan indiferente”, señala Gutiérrez.
Otro caso que muestra la reacción de comunidades está a orillas del río Cauca. Al norte del municipio de Cartago, en el departamento del Valle del Cauca, en pueblos de los departamentos de Risaralda y Caldas, gran parte de la comunidad ha arriesgado sus vidas y se ha visto afectada en su salud emocional, al registrar y rescatar cientos de cadáveres de víctimas de desaparición forzada.
Por más de 15 años, María Isabel Espinosa ha descrito en un cuaderno los cuerpos de más de 200 personas que han pasado flotando por el río Cauca, muy cerca de su casa en Cartago. Sus notas registran el sexo, los tatuajes, la ropa, visibles señas de tortura y otros detalles que ha podido ver desde la orilla de este río, que se convirtió desde mediados de la década de los ochenta en una enorme fosa acuática a donde han ido a parar miles de desaparecidos. Todo el dolor que ha compartido con las madres ha dejado marcas en la salud emocional de María Isabel, que ha encontrado en su fe un alivio para vivir con el horror que ha tenido que presenciar. “Cada vez que pienso en esto, me quiebro. Mis hijos me dicen que pare, que no siga, pero no puedo seguir mi vida sabiendo todo lo que están viviendo las madres por sus hijos”, dice.
El psicólogo Gutiérrez señala que existe un enorme camino que debe recorrer el país para atender los impactos psicosociales de la desaparición forzada. Según el comisionado Saúl Franco, este debe ser un compromiso que asuma el Estado para garantizar el fin de los ciclos de violencia, la no repetición. Los expertos señalan que también es importante que las universidades se sumen para mejorar la formación de los psicólogos y llevar programas de formación a las regiones más afectadas por estos crímenes.
Las historias de las comunidades que se han organizado para apoyarse son un enorme ejemplo de cómo un sector de la sociedad ha generado una enorme resiliencia en medio de la violencia que no cesa, de las desapariciones que continúan y de una indiferencia que sigue siendo grande.
Tomada de El Espectador