Aún recuerdo mis épocas infantiles, cuando la ciudad apenas empezaba a incorporarse al «desarrollo» y el urbanismo se abría paso en medio de grandes extensiones de terreno que, hasta hacía muy poco, habían estado dedicadas a la explotación agropecuaria. En la medida que el «progreso» iba deslumbrando a nuestros honrados pero incautos «montañeros», el campo reducía ostensiblemente su población y por ende su importancia, y las urbes empezaban a crecer desmesuradamente de cuenta de la migración de miles de campesinos que llegaban como una avalancha en busca de mejores oportunidades y con la esperanza de mejorar la calidad de vida de ellos y de sus familias.
La falta de previsión, sumada a la rapidez con que se presentó el fenómeno citado generó graves problemáticas, algunas de las cuales se han ido superando con el tiempo, mientras que otras, como la convivencia pacífica, no han logrado una solución efectiva a lo largo de los años. La historia de las ciudades parece estar signada por múltiples formas de violencia que, a pesar de la infinidad de propuestas y mecanismos institucionales que se han implementado con el transcurrir del tiempo, han logrado permanecer, e incluso se han desarrollado de tal manera que en algunos casos se han alcanzado niveles solamente comparables con épocas de barbarie.
Sin embargo, a la par del accionar coercitivo del Estado y desde los inicios de las primeras concentraciones en las grandes urbes, ha existido un fenómeno de control social generado por particulares, y por ende ilegal, que se ha ejercido en el tiempo a través de la fuerza física, las armas de todo tipo y el terror, llegando incluso a la imposición de pautas de comportamiento sobre los habitantes de determinado territorio. Dicho control ha sido práctica recurrente de una gran diversidad de individuos y organizaciones; en los inicios de las primeras comunidades barriales fue realizado por sujetos, que a través de la solapada figura de líderes comunales y cívicos, cautivaban a los cándidos pobladores con el único objetivo de lograr los fines electorales de los partidos tradicionales, ello con la ayuda, en la gran mayoría de los casos, de los sacerdotes de las incipientes parroquias barriales. Sin embargo, cuando la palabra no era suficiente, la fuerza se convertía en un elemento efectivo de disuasión.
Con el transcurrir del tiempo la figura ha mutado permanentemente y hemos visto cómo ha sido empleada por organizaciones políticas tanto de izquierda como de derecha, así como por delincuentes comunes y narcotraficantes, y en algunos casos incluso, con el apoyo de algunos miembros de la fuerza pública quienes se benefician operacional y económicamente del accionar ilegal de los delincuentes de marras. En todos los casos, las organizaciones ilegales citadas han encontrado un ambiente propicio para el desarrollo de su actividad, ante la omisión cómplice del Estado y ante las deplorables condiciones socioeconómicas que afrontan la gran mayoría de los habitantes de la periferia de las ciudades, lo que genera que los jóvenes de estas barriadas sirvan como «carne de cañón» al encontrar en las organizaciones armadas ilegales su única válvula de escape a una realidad que los avasalla y los relega a un segundo plano en la construcción histórica de la sociedad.
Sin embargo, lo más preocupante es que en la gran mayoría de los casos es precisamente la misma sociedad la que ha legitimado la violencia que han desplegado estos grupos armados ilegales y ello por dos razones básicas, la primera, que son precisamente los jóvenes pertenecientes a dichas barriadas quienes ejercen la actividad de control social, es un fenómeno que se transmite de generación en generación independientemente de la macroorganización a la que pertenezcan, en definitiva se despliega la actividad ilegal frente a sus propios familiares y vecinos de toda la vida.
La segunda razón, y quizás la más trascendental, es el hecho ya reseñado de la ausencia estatal y su influencia directa en las indignas condiciones de vida de los habitantes de los barrios periféricos; por ello las comunidades, con sobrada justificación, desconfían del Estado y de las instituciones que lo representan. Los políticos, futuros gobernantes, solamente se «untan» de pueblo en épocas electorales y cuando sucede una tragedia que convenientemente será cubierta hasta la saciedad por los medios de comunicación, haciendo del dolor y la desesperanza de los desarraigados una película de ficción, cuyos protagonistas principales son los gobernantes de turno y las promesas de apoyo estatal, las quimeras de los afectados.
Ante tal panorama, es fácil entender el porqué de la aceptación por parte de las comunidades de estas figuras mesiánicas, que a cambio de una «ínfima colaboración» suplantan el aparato estatal, y es así como establecen normas de conducta, operan como investigadores y jueces, y a través del sistema de «inteligencia» que manejan, definen quién debe ser procesado, castigado, desplazado, desaparecido o eliminado físicamente; en definitiva, ellos deciden la suerte de los habitantes de los sectores donde operan con total libertad. Es por ello que el fenómeno del control social por parte de organizaciones armadas ilegales ha permanecido y permanecerá, hasta tanto exista una intervención integral del Estado que genere oportunidades de inclusión para las comunidades menos favorecidas.
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