Los niños que devolvió la selva

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(La Agencia de Prensa Análisis Urbano publica este trabajo con la autorización de la revista mexicana Proceso)

Por Rafael Croda    

Bogotá, Colombia, miércoles , 21 de junio de 2023.- Durante 40 días, toda la angustia humana pareció volcarse en un trozo selvático del mundo, al sur de Colombia, en el que cuatro niños de la etnia huitoto caminaron hambrientos y sin rumbo la mayor parte de ese tiempo, mientras 208 hombres trataban de encontrarlos.

Fue una búsqueda frenética, casi una persecución, que terminó a las tres de la tarde del pasado viernes 9 de junio, cuando cuatro guardias indígenas murui encontraron a los niños entre la espesa vegetación amazónica, en un punto que nunca antes había pisado el hombre.

Los guardias abrazaron a los niños con devoción, como si hubieran encontrado a sus propios hijos. Los ventearon con humo de tabaco e incienso, y ungieron sus rostros con agua bendita.

Foto referenciada.

“Así les quitamos el malhumor de la selva y los hicimos que volvieran a la luz, al mundo nuestro”, dice a Proceso el guardia indígena Edwin Manchola, uno de los que encontró a los niños 40 días después de que sobrevivieran a un accidente aéreo en el que falleció su mamá, Magdalena Mucutuy, y otros dos adultos que viajaban en la aeronave.

La mitad de los hombres que buscaban a los niños eran comandos de las Fuerzas Militares y estaban armados con fusiles, visores nocturnos y equipos de geolocalización. La otra mitad, eran guardias indígenas que llegaron al sitio con sus rezos, sus bastones de mando, sus machetes y un poderoso arsenal de rituales milenarios que les enseñaron sus abuelos.

Unos y otros, militares y guardias indígenas, que se han mirado con profunda desconfianza durante décadas, por cuenta de la conflictividad en los territorios, comenzaron a luchar juntos contra la verde espesura amazónica, que abrían a corte de machete; contra las lluvias incesantes, el fango que no les permitía avanzar, las enfermedades tropicales y contra un adversario aún peor: los espíritus de la selva. 

“Desde nuestras creencias, ellos, los espíritus, tenían a los niños, y nos tuvimos enfrentar con ceremonias rituales a esas fuerzas muy poderosas”, dice el coordinador nacional de la Guardia Indígena, Luis Acosta, quien participó durante tres semanas en las labores de búsqueda de los cuatro pequeños: Lesly, de 13 años; Soleini, de 9; Tian, de 4, y Cristin, la bebé que cumplió 1 año el pasado 26 de mayo en la selva, en brazos de sus hermanos.

El general Pedro Sánchez, un curtido expiloto de combate con una licenciatura en administración de empresas y tres maestrías en seguridad, defensa y prospección estratégica, y quien dirigió la operación de búsqueda de los menores, está convencido de que el trabajo espiritual de los chamanes indígenas que se internaron en la selva ayudó a encontrar vivos a los niños.

Como devoto católico formado por jesuitas, Sánchez es un hombre de fe. Como jefe del Comando Conjunto de Operaciones Especiales (Ccoes) de las Fuerzas Militares de Colombia, un cuerpo de élite, el general es un estratega meticuloso y cerebral. Como descendiente de la etnia indígena guane, respeta la cosmovisión de los pueblos originarios y sus actos rituales.

“Yo creo que funcionaron bastante y que, si no fuera por los indígenas, no hubiéramos encontrado a los niños ese día (el 9 de junio), sino que los hubiéramos encontrado después, y tal vez no vivos. Indiscutiblemente hubo algo espiritual y mágico en todo esto”, asegura el general a este semanario.

De acuerdo con Sánchez, hubo cinco factores que permitieron sobrevivir a los niños: su deseo de vivir; su condición de indígenas habituados a entornos naturales adversos; su conocimiento de la selva amazónica, en la que nacieron y se han criado; el buen estado de salud y nutricional que tenían en el momento del accidente y, por último, algo intangible que él llama “un milagro”.

El militar no sabe bien a bien si ese milagro fue del Dios de los cristianos, de la madre naturaleza o de los espíritus invocados por los mayores (chamanes) Luis Rubio y Eliécer Muñoz, quienes fueron los generales de la lucha inmaterial que se libró en la selva.

“Sea el Dios que fuera, es un milagro que hayan sobrevivido a tantos peligros –dice el comandante del Ccoes–: ahí hay jaguares, tigrillos, serpientes venenosas, animales ponzoñosos, ríos muy caudalosos… entonces hay que dar el crédito a los rituales de los mayores (Rubio y Eliécer) y a las oraciones que también hicimos nosotros y que hizo el mundo”.

También ayudaron, desde luego, la logística militar desplegada en ese terreno inhóspito, donde el campo de visibilidad es de unos cuántos metros; los helicópteros con parlantes que sobrevolaron la zona llamando a los niños a permanecer quietos en un lugar, para encontrarlos, y el riguroso entrenamiento de los comandos, curtidos como están tras décadas de combates contra los grupos armados ilegales que actúan en el conflicto interno colombiano. 

Entre chamanes, guardias indígenas, comandos de élite y tecnología militar, lo que ocurrió en ese terreno agreste es una expresión de sincretismo cultural que logró arrebatarle a la selva a los cuatro niños huitotos que, a medida que pasaban los días, parecían destinados a morir allí.

Luis Acosta, el coordinador nacional de la Guardia Indígena (una confederación de grupos que actúan –sin más armas que sus bastones de mando– como protectores de la comunidad y de la naturaleza en los resguardos indígenas colombianos) cree que los niños huitotos lograron unir “la tecnología de la ciencia y la tecnología espiritual, y eso da un mensaje muy fuerte al mundo”.

En Colombia, hay 1.9 millones de indígenas que representan el 4.4% de la población del país. La mitad de las familias indígenas viven en pobreza multidimensional, cerca del doble del promedio nacional. Y el 20% de ese grupo étnico ha sido víctima del conflicto armado interno que vive este país desde hace seis décadas.

Como en el resto de América Latina, incluso en países como México, Perú y Bolivia, que tienen una gran población descendiente de los pueblos originarios, los indígenas colombianos son observados con prejuicios raciales y clasistas por amplios segmentos.

Los duendes de la selva

La tarde del pasado 8 de junio, el mayor Rubio (mayor es como llaman los pueblos amazónicos a sus curanderos, chamanes y a sus hombres más sabios) convocó a los guardias indígenas que permanecían en un campamento del Ccoes, en el corazón de la selva, y les dijo que esa noche harían una toma de yagé (ayahuasca).

Esa planta ceremonial, que es considerada en culturas prehispánicas como la puerta de ingreso a un estado de misticismo en el que es posible comunicarse con las almas de los muertos y con los espíritus, era, para el mayor Rubio como “la última instancia para encontrar la gran verdad” y hallar a los niños.

Además del yagé, que fue traído de más al sur, del departamento del Putumayo, Rubio compartió mambe (hoja de coca tostada y mezclada con cenizas de yarumo) y ambil (pasta negra hecha de tabaco cocido) con los 16 guardias indígenas que permanecían en el campamento. De los 93 que habían llegado en mayo, la mayoría había regresado a sus comunidades. Otros estaban hospitalizados por enfermedades como dengue o malaria, que contrajeron en la verde espesura amazónica.

De los 208 comandos y guardias indígenas que buscaban a los niños a finales de mayo pasado, el jueves 8 de junio solo quedaban en terreno 106.

 Muchos guardias indígenas habían abandonado la zona convencidos de que la batalla contra los espíritus y los duendes traviesos de la selva –conocidos como chaneques en Huatusco, Veracruz, y en otras partes de México— se estaba perdiendo.

Luis Acosta, el coordinador nacional de la Guardia Indígena, cuenta que, por las noches, se escuchaban con claridad pasos de personas que caminaban alrededor de los campamentos. Varias veces se levantaban en alerta, los militares empuñando sus fusiles, los indígenas sus bastones o machetes, y nunca vieron nada.

“Nos volvíamos a acostar –dice Acosta—y los pasos se volvían a escuchar y a sentir.  Y también sentíamos que alguien olía nuestros pies, todos sentíamos eso y lo comentábamos. Los militares comenzaron a hacer caso de algunas de nuestras recomendaciones, como pedir todos los días permiso a la madre selva para internarse en ella en busca de los niños”.

Además, señala que “pasaron cosas muy extrañas, como un día que nos perdimos porque los GPS (sistemas de posicionamiento global) se volvieron locos, y volvieron a funcionar cuando brindamos con unos remedios (plantas medicinales) y cuando hicimos una oración en nuestra lengua”.

De acuerdo con Acosta, “la tecnología moderna fallaba, pero la tecnología espiritual no fallaba”.

La noche del conjuro

El mayor Rubio y varios indígenas tenía programado abandonar el campamento el sábado 10 de junio para ir a reponerse a sus comunidades de fuertes gripes, de las caminatas extenuantes, de las pocas horas de sueño y de la debilidad acumulada durante semanas de bregar contra la selva y sus vigorosas energías invisibles.

La mayoría de los indígenas, entre ellos Manuel Ranoque, el padre de Tian y Cristin, los dos niños menores, quien participaba en las labores de búsqueda, sabían que el ritual con yagé la noche del jueves 8 de junio podría ser el último.

El mayor Rubio relató que esa noche tomó yagé, mascó mambe y ambil y fumó tabaco (puro) cultivado en el Putumayo. El estado de resignada santidad que le produjeron esas plantas y los cantos dulces de sus compañeros lo condujeron a un mundo en el que pudo verse cara a cara con “el ser”, “el duende” o “el señor” que tenía atrapados a los niños en la selva amazónica.

“Yo le dije –contó en un programa de la televisión pública el chamán de la sureña Araracuara— que a los muchachos no los molestara, que era a mí, que éramos él y yo (…) y con el yagé vi al señor y él me dijo ‘bueno, se los voy a entregar (a los niños) pero eso tiene consecuencias’, y me estrelló contra un palo”.

“Me paré y les dije (a los guardias indígenas) dónde buscar (a los niños) porque ya arreglé con él las amenazas que me hizo (…), porque yo en mis pensamientos llegaba donde los niños y veía que estaban muy desnutridos”.

El mayor Eliécer Muñoz, un sanador del Putumayo que fue el coadjutor chamánico de Rubio en ese acto ritual, dice que dos noches antes, el martes 6 de junio, habían tratado de hacer una ceremonia con el yagé, “pero la toma no nos funcionó”.

En cambio, la noche del jueves 8 la planta sí les permitió a él y a Rubio lograr “una conexión” y visualizar el “campo espiritual” donde estaban los niños.

“Hoy los encontramos”, exclamó Eliécer cuando la ceremonia concluía, ya en la madrugada del viernes 9 de junio.

El general Pedro Sánchez recuerda que el mayor Rubio, quien lucía como un guerrero enfermo y vapuleado tras una crucial batalla, les dijo a los comandos hacia dónde debía orientarse la búsqueda de ese día.

Una célula mixta, en la que había militares y guardias indígenas de la Araracuara y del Putumayo, tomó camino hacia el oriente del campamento. Eran las siete de la mañana y las condiciones climáticas eran favorable. El sol se abría paso entre el follaje y la selva amazónica para estar en una glacial quietud.

El día 40

Edwin Manchola, guardia indígena que iba en la patrulla, recuerda que él y tres de sus compañeros de la etnia murui del Putumayo, entre ellos el mayor Eliécer, propusieron al grupo dividirse para ampliar el rango de la búsqueda. Ya era el mediodía y ni siquiera habían encontrado algún rastro de los niños.   

Edwin, Miguel Romario Capojó, Nicolás Ordóñez y el mayor Eliécer tomaron hacia la izquierda, en dirección al suroriente. 

Dos horas después, encontraron un morrocoy, una tortuga terrestre de patas amarillas que, según la tradición de los indígenas amazónicos, puede llegar a cumplir deseos si se le presiona con la debida convicción.

“Yo le dije al morrocoy ‘venga pa´acá’ –cuenta Eliécer— y lo cogí y lo puse patas pa’rriba y le dije ‘usted me va a entregar a los niños porque, si no, me le voy a comer el hígado frito y me le voy a tomar la sangre. Lo dejé patas pa´rriba y quedó ahí, botado”.

Unos 400 metros después, cerca de las tres de la tarde, Edwin Manchola se detuvo porque creyó ver que algo se movía entre los matorrales. Observó con cuidado hacia al punto, con una seña pidió a sus compañeros guardar silencio, y en ese momento escuchó algo que le pareció el llanto agudo de un niño pequeñito.

Cristin, la bebé de un año, había llorado, y su aflicción fue escuchada por el guardia indígena.

“Escuché el llanto y me quedé poniéndole cuidado –cuenta Edwin–, y le dije a Nico ´mira, están allá’, y él (Nicolás Ordóñez) se metió entre una mata de espinas y los vio”.

Nicolás vio a Lesly, la mayor, parada junto a un árbol. Tenía a la bebé en brazos y a su hermanita Soleini tomada de la mano. Él les dijo en lengua huitoto: “Somos familia, venimos de parte de su papá, de su abuela, de sus tíos… somos familia de la Araracuara (la región de ellos en el sureño departamento de Amazonas)”. Las niñas lo abrazaron y Lesly le entregó a la bebé.

Tian, el niño de 4 años, estaba unos metros atrás de ellas, acostado en un cobertizo de matas de plátano y hojas de bijao. Tenía la ropa húmeda y se veía débil, demacrado, pero se incorporó lentamente y le dijo a Nicolás: “Mi mamá se murió”.

El guardia indígena eludió el tema y le dijo que la abuela materna, Fátima, lo esperaba, que todo iba a estar bien.

“Tengo hambre –dijo Tian–, quiero fariña (harina de yuca silvestre) con chorizo”.

Los cuatro guardias indígenas sabían que no podían dar alimentos sólidos a los niños y les dieron agua. Luego grabaron un video en el que Nicolás arrulla a la bebé con una canción en lengua indígena que habla del sol y de la luz que llega para apartar la oscuridad. 

El mayor Eliécer colocó agua bendita en las frentes de los niños, les sopló humo de un puro y prendió incienso. “Ese es el trabajo que nos encomendó el mayor Rubio para el momento en que los encontráramos”, señala. Los niños estaban unos cinco kilómetros al oriente del sitio del accidente, pero sus rastros indican que caminaron en total unos 20 kilómetros, lo que es una distancia monumental en esa selva.

Cada uno de los cuatro guardias indígenas cargó a uno de los menores y emprendieron el regreso con la serena felicidad de que quienes saben que han cumplido la misión de su vida.

Eliécer encontró al morrocoy donde lo había dejado y lo volteó para que pudiera caminar. Los cuatro guardias le agradecieron su ayuda con un rezo que exalta la relación “espiritual” entre el hombre y los animales. 

Caminaron dos horas más para encontrarse con el grupo de la Araracuara y con los militares, que reportaron el hallazgo a Bogotá a través de un teléfono satelital y con un código previamente acordado: “Milagro, milagro, milagro”.

No han faltado en las redes sociales los comentarios que ponen en duda la veracidad de esta historia. Algunos señalan que es imposible que cuatro niños sobrevivan 40 días perdidos en la selva amazónica. Otros afirman que, en realidad, los menores fueron retenidos por una columna de las disidencias de las FARC –grupo armado dedicado al narcotráfico– y que su entrega fue producto de una negociación con las fuerzas militares.

El general Sánchez no les da importancia a estas versiones porque sabe que en los hechos de gran connotación pública suelen abundar las teorías conspirativas y “la desinformación”.

Las disidencias de las FARC, señala el militar, actúan en el sur del país y el operativo de búsqueda de los menores “contempló esa amenaza”, pero los comandos nunca se toparon con combatientes de ese grupo ilegal.

La ruta del hambre

La misma noche del viernes 9, Lesly, Soleini, Tian y Cristin fueron sacados de la selva en un helicóptero militar y la madrugada del sábado 10 llegaron a Bogotá en un avión ambulancia. Ingresaron al Hospital Militar con una desnutrición severa y con picaduras de mosquitos en todo el cuerpo. Su recuperación ha sido rápida, pero se espera que los den de alta hasta el mes próximo.

Ellos han contado a sus abuelos maternos, Narciso Mucutuy y Fátima Valencia, que en la selva comían frutos silvestres como borojó, mango y chontaduro, así como pepas (semillas) de palma que Lesly, la mayor, masticaba en su boca para darle luego a la bebé. El agua de lluvia la canalizaban a una botella de refresco que encontraron en la avioneta accidentada, para beberla. 

Es muy probable que, sin Lesly, los niños menores no habrían sobrevivido. “Ella está destinada a ser una cacica, una líder muy importante de los indígenas colombianos”, dice Luis Acosta.

El general Sánchez indica que los niños también consumieron los alimentos (fariña, galletas, jugos de frutas) que encontraron en uno de los 100 kits que supervivencia que arrojaron helicópteros militares en la selva.

Los guardias indígenas que encontraron a los menores dijeron que ellos tenían un par de morrales en los que guardaban dos teléfonos celulares ya descargados, una linterna sin baterías, pañales desechables y ropa que recuperaron en el sitio del accidente de la avioneta, donde permanecieron cuatro días, hasta que los cadáveres comenzaron a descomponerse y a despedir un aroma fétido. El sitio se llenó de moscas, zancudos y avispas.  

La aeronave, una Cessna 206, fue encontrada por guardias indígenas el pasado 16 de mayo. Dentro estaban los cadáveres de la mamá de los niños, Magdalena Mucutuy, del líder indígena huitoto German Mendoza y del piloto, Hernando Murcia, quienes viajaban en la parte delantera.

Lesly, Soleini y Tian se salvaron porque viajaban en los asientos de atrás, que quedaron intactos. La bebé, Cristin, sobrevivió porque la mamá, que la traía en sus brazos, la cubrió con su cuerpo cuando la avioneta monomotor se fue a pique en una trayectoria oblicua.

Lesly decidió caminar con sus hermanos hacia el occidente. Durante los primeros días se alimentaron de fariña que encontraron dentro de la avioneta.

En su peregrinaje en busca de una salida de la selva, de un caserío, de algún mortal de confianza que les tendiera la mano, los niños fueron dejando rastros -huellas de sus pisadas, restos de frutas, un biberón, unas tijeras, pañales de la bebé- que alentaban a los comandos y a los guardias indígenas a seguir buscándolos.

El pasado 17 de mayo, el presidente colombiano Gustavo Petro tuiteó erróneamente que los niños habían sido encontrados. Al día siguiente, lamentó la falsa noticia que él mismo había dado y dijo que las fuerzas militares y los guardias indígenas continuarían buscando a los menores.

Los niños han dicho que en algún momento los encontró un perro de rescate del Ejército llamado Wilson, pero que luego se les perdió. Se trata de un pastor belga que en las labores de búsqueda abandonó a su entrenador, quizá por nervios, y que aún es buscado por los 106 comandos militares que permanecen en la selva con el único objetivo de localizarlo.

En el hospital, Lesly y Soleini han hecho dibujos en los que aparece Wilson. 

Problemas de familia 

El general Pedro Sánchez dice que sus tropas y los rastreadores indígenas encontraron en total 15 evidencias de vida de los niños a lo largo de la búsqueda.

“Había huellas recientes, de un día atrás –señala–, y nosotros nos preguntábamos ‘¿dónde pueden estar?’ y lo único que decíamos es ‘están vivos’”.

El abuelo materno de los niños, Narciso Mucutuy, ha dicho que ellos se escondían entre los árboles y bajo palizadas cuando escuchaban los sobrevuelos de los helicópteros militares. Lesly le contó que, además, se quedaban quietos y ella tapaba la boca al pequeño Tian cuando pasaban cerca los comandos militares y los guardias indígenas.

La familia materna ha asegurado a los funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) que las niñas mayores sufrían abusos –físicos y, eventualmente, sexuales– de su padrastro, Manuel Ranoque, quien es el padre de Tian y de Cristin, y que además él golpeaba a la madre de los menores cuando estaba borracho.

Ranoque ha aceptado que hubo violencia física, pero “poquita”.

Según Narciso Mucutuy, el terror que vivían las niñas mayores en las borracheras del padrastro las impulsaba a esconderse en la selva amazónica del Resguardo Indígena de Puerto Sábalo, comunidad al sur del país en la que vivían y donde Manuel Ranoque era gobernador. 

Las niñas, de acuerdo con la versión del abuelo, pasaban días escondidas en la selva de Puerto Sábalo, donde se alimentaban de frutos silvestres, y cuando las buscaban su padrastro e indígenas de la comunidad se ocultaban porque creían que les “iban a dar juete (a pegar con una correa de cuero)”.

Manuel Ranoque niega esas versiones y acusa a los abuelos maternos de buscar la custodia de los cuatro menores de edad “por interés económico”, para beneficiarse “de la indemnización que les va a tocar a los niños”.  

En conversación telefónica con este semanario, Ranoque asegura que él ha sido como un padre para las niñas mayores y que buscará su custodia, pero el ICBF ni siquiera le ha permitido verlas.

El dirigente indígena huitoto cuenta que hace meses había viajado a Bogotá para asentarse en la capital del país debido a las amenazas de muerte que había recibido por la parte de las disidencias de las FARC, que operan en el sur del país.

“Junté una platica (dinero) y les pagué los tiquetes de avión a mi familia para que me alcanzaran en Bogotá”, explica. Magdalena y los cuatro niños viajaban por la vía aérea del Resguardo Indígena Puerto Sábalo a San José del Guaviare cuando ocurrió el accidente. El plan era seguir el trayecto en autobús a la capital colombiana, donde se encontrarían con Ranoque.

La directora del ICBF, Astrid Cáceres, ha dicho que todas las denuncias de la familia Mucutuy están bajo investigación y que, por ahora, la institución –a cargo de la protección de la infancia en Colombia— escuchará a todas las partes involucradas, “principalmente a los niños”.

Ranoque ha mentido. El domingo 11 de junio dijo que, según le había contado Lesly, su madre, Magdalena, había permanecido viva cuatro días luego del accidente de la avioneta y que ella les pidió salir de ese sitio en busca de ayuda. “Antes de morir la mamá les dice tal vez, ‘váyanse, que ustedes van a mirar quién es su papá y quien sí sabe qué es amor de papá’”, aseguró a periodistas. Luego se supo que el ICBF le ha impedido ver a Lesly en el hospital.

Los señalamientos de la familia materna motivaron que durante la búsqueda de los niños fuera la abuela materna, Fátima, y no Ranoque, quien grabara los mensajes que esparcían los helicópteros militares en altavoces llamando a los menores a permanecer quietos en un lugar para que fueran localizados.

El padre biológico de Lesly y Soleini, quienes llevan los apellidos Jacombombaire Mucutuy, ha estado ausente de sus vidas los últimos seis años, pero las visitó en el Hospital Militar hace unos días con supervisión de una funcionaria del ICBF.

Luego de la investigación preliminar, vendrá el proceso de asignación de custodia, que tardaría unos seis meses y que podría ser resuelto en un juzgado de familia.

El núcleo familiar más duro lo conforman los cuatro hermanos sobrevivientes.  Cuando las niñas mayores escuchan el llanto de un niño en el piso 9 del Hospital Militar, donde se encuentran, preguntan por Cristin, la bebé, que permanece en cuidados intermedios.

Ellas y Tian tienen muchos años por delante para contar cómo salieron con vida de un oscuro pedazo del mundo en el que, pese a todos los peligros, quizá por algunos instantes se sintieron a salvo de las miserias humanas que los acechaban antes.

PROCESO

RC

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