Anayancy, una cárcel del Chocó donde el coronavirus haría estragos

FECHA:

La semana pasada hubo disturbios en 13 prisiones del país, pues los reclusos temen que el nuevo coronavirus llegue a sus sitios de reclusión y cause una tragedia. La cárcel de Quibdó, su hacinamiento y sus reglas de juego son un buen ejemplo de lo que enfrentan los presos.

La cárcel de Anayancy, en Quibdó, es una oda al desprecio por la vida. Un olor penetrante gobierna cada rincón del presidio. Huele a dolor, a enfermedad, a sangre, a muerte. Apenas entré y cerraron la puerta, un ataque de claustrofobia me recorrió. Buscando calma me hallé evitando respirar. Sentí cómo el olor empezaba a hacerme suyo. Sentí angustia, esa que me recorre siempre que voy a una cárcel y que traduce el miedo a que, por alguna equivocación de película, después no me dejen salir. Estaba inmóvil en el pasillo, cual Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, en la plaza de mercado.

Levanté la mirada tras retomar el control sobre mi respiración, que se negaba a permitir la entrada de aquel fétido aire, si es que se le puede llamar aire. Las paredes, que alguna vez estuvieron pintadas de blanco, tenían huellas dactilares negras restregadas contra los muros. Cientos de dedos dejando la marca en su recorrido hacia el interior del penal, arañando las paredes que los atrapan. Y es que todos los pasillos de ingreso a los patios de la cárcel estaban marcados por la estela de las huellas dactilares. Luego entendí que era el rastro de quienes ingresan y que, luego de la toma de huellas dactilares, avanzan hacia su presidio limpiándose la tinta contra las paredes. Van dejando la marca de su camino hacia el sometimiento. Dramáticamente poético.

El director de la cárcel, Franklin Romaña, muy cordial, nos dio la bienvenida en una oficina a la que aún llegaba el olor de los presos. Anayancy fue construida en 1923 y allí se instauró la antigua Intendencia de Chocó. Tiene algo más de 5.500 metros cuadrados y es uno de los pocos penales que están dentro del área urbana, lo cual, por su puesto, implica un reto para la seguridad, pues es muy fácil que alguien lance un balón de fútbol o un pimpón, o una piedra, y caiga en uno de los patios. Romaña fue nombrado director de la cárcel apenas unos días antes de la visita, explicó. Su escritorio estaba en un rincón de un amplio cuarto oscuro y húmedo. Sobre él estaba la tutela de un abogado solicitando la libertad de su cliente por vencimiento de términos —el gran aliado de los presos— y el Zohar, un conocido libro de cabalística que compila numerosos comentarios sobre la Torá.

Romaña detalló que el penal tenía capacidad para 200 internos y que, para ese momento, tenía 615. Un hacinamiento del 200 %, que muestra su rostro más dramático en dos celdas. Una, donde han recluido a tres presos que contrajeron tuberculosis, una bacteria que por años se creyó extinta, pero que ha resurgido con mortal fuerza en estos tiempos de coronavirus. Este, por ahora, no ha llegado a este reclusorio, pero, por las condiciones de salubridad, si llegase a entrar a este penal, no dejaría piedra sobre piedra. Nadie quiere mirar a los tuberculosos, de reojo vi hacia su celda. Un joven de unos 25 años fijaba la mirada en la pared. No se interesó por los visitantes. Aquí hay 20 pacientes psiquiátricos. En contraste, quienes se encontraban en la Unidad de Tratamiento Especial (UTE), es decir, la celda de castigo, se abalanzaron contra la reja para narrar su tragedia.

Esa celda está diseñada para cuatro personas, y hoy hay 17. Un ventilador destartalado y apagado se sostenía amarrado por cables y cuerdas contra los barrotes. Los presos tienen que pegarse a las paredes para que otro transite hacia el fondo o hacia la puerta. La celda no tiene más de cuatro metros por tres. Y el olor del hacinamiento atraviesa los barrotes convertido en un aire más caliente que el que se respira en un Chocó de 38° C. Tres jóvenes se abalanzaron contra la reja y hablaban al mismo tiempo. Le pidieron al guardia que los dejara salir para hablar a la misión humanitaria de la Defensoría del Pueblo que visitaba el penal. Tras unos minutos de pensarlo y de consultar, con un gesto a un superior, el guardia accedió. Pidió a los internos que eligieran a tres voceros. Ellos lo definieron en unos segundos y los que iban a salir se prendieron de los barrotes. El guarda abrió y a los prisioneros se les escapó una sonrisa de alivio.

Un muchacho de unos 22 años asumió la vocería. Cuenta que en esa celda están los “leales” al antiguo jefe del penal, que están allí porque no pueden convivir en ninguno de los patios, que solo pueden salir a tomar una hora de sol al día y que los tienen en esa celda por no aceptar el mando de Chuki, el nuevo rey de la cárcel. Chuki es el comandante de los Mexicanos, una banda neoparamilitar que domina el microtráfico, el oro ilegal, el sicariato y el contrabando en todo Quibdó. Era el segundo al mando de la organización que dirigía Tanoy, un desmovilizado paramilitar que estuvo recluido en Anayancy y que fue el “pluma blanca” del penal hasta que lo trasladaron a la cárcel de Cómbita, en Boyacá. Tras el traslado de su antiguo jefe, Chuki apeló a la ley de “a rey muerto rey puesto” y se hizo al control de la cárcel, de sus internos y de todas las estructuras de los Mexicanos en Quibdó.

Tiene 24 años, una barba espesa y bien delineada. Atraviesa los patios como el león alfa de una manda. Seguido por un séquito de musculosos que lo cuidan. Se distingue del resto de presos por su pantaloneta de colección y sus tenis Puma, coloridos y perfectamente limpios, nuevos, si se puede decir. Tiene anillos y cadenas de oro y camina con el impulso del poder. Dicen los presos, temblando y en voz baja, que es el mandamás, que cobra la comida, la dormida y hasta el agua. Que quien quiera dormir en cama, “la plancha”, que llaman, tiene que pagar entre un millón y 700.000 pesos, arrienda celulares con tarifa quincenal: 10.000 si es sólo para llamadas y 15.000 con Whatsapp.

Quienes no le hacen caso se exponen a las más crueles torturas físicas y psicológicas. No pueden comer, ni usar los baños, tampoco los dejan acceder al agua y no tienen dónde dormir. Por eso, los enemigos de Chuki prefieren estar 17 en una celda de cuatro, que en un patio con 100 o 60 enemigos. “La norma dice que en la celda de tratamiento especial no pueden estar más de tres días, pero llevamos cuatro meses. Solo podemos salir una hora a tomar luz y estirar las piernas, y preferimos estar acá a que nos maten en uno de esos patios. La vez pasada me metieron la mano entre 20. Es muy hijueputa uno estar sin poder dormir, esperando a ver cuándo vienen a cascarlo a uno y que por más de que uno pelee nunca va a ganar”, afirma con tono de desespero uno de los 17.

El patio 3 es donde reina Chuki. Las paredes del patio y de las celdas están adornadas con el logo de su bandola. El escudo de México, con sus banderas y con un águila comiéndose una serpiente. Por el hacinamiento, los presos han construido una especie de edificios dentro de las celdas. Un espacio diseñado para cuatro o seis personas es habitado por 10, 12 y hasta 15 presos. Con tablones, cuerdas y hamacas han logrado ocupar el aire, es decir, construido habitaciones unas sobre otras. Chuki duerme en una que tiene su propio ventilador y hasta televisor.

Parado en el umbral de una de las celdas y custodiado por sus guardias, Chuki observa cómo se comporta su manada. Todos le temen y le hacen caso, incluidos los guardias del Inpec que, con naturalidad, cumplen sus órdenes y parecen más sus escoltas que sus custodios. Chuki tiene mandos en cada patio. Ellos son los encargados de cobrar por todos los servicios. “Y si uno hace el esfuerzo y paga la plancha, puede ocurrirle que cuando cambian el mando, ya sea porque sale libre o lo trasladan, entonces el nuevo que llega pasa a cobrarles a todos nuevamente una cuota”, detalla uno de los internos del patio 3, el más grande del penal, donde pagan su condena 250 internos, incluido Chuki.

El joven jefe manda no solo en los patios y celdas, sino fuera de ellas. No habla mucho y cuando se le pregunta la razón por la que lo detuvieron esboza una sonrisa al contestar: “Sindicado de homicidio”. Se crió en un barrio popular de Quibdó llamado Las Margaritas, le pedí que me diera una entrevista, pero aseguró que meterse con la prensa es “calentarse” demasiado. El día en que visité Anayancy hubo un comité de derechos humanos que buscaba resolver el problema entre Chuki y los 17; de estos, el vocero reclamó: “Nosotros no pedimos que nos den planchas ni nada, sino que vivamos como antes. Éramos de un solo parche y por cosas de la vida nos separamos. Lo único que queremos es que nos dejen vivir tranquilos, que si algo pasa en la calle no nos afecte a los patios, que la guerra sea afuera. Nosotros estamos presos”, señala suplicante.

En Anayancy también hay un patio femenino en el que pagan condena 17 mujeres, pero el ambiente es completamente distinto. Se conserva aseado, tienen ropa en unos tendederos y algunas tejen, otras hacen artesanías para pasar el tiempo. “La mayoría aquí somos mujeres condenadas por hambre. Estamos presas por microtráfico, y yo, que he visitado dos cárceles, siempre he encontrado que las mujeres delinquimos, en su mayoría, para darles de comer a nuestros hijos, por desespero, para pagarles estudio a nuestros hijos”, explica una mujer de 40 años condenada por narcotráfico.

Durante el comité de derecho humanos surgió una queja más: “Los guardias son unos abusivos. Aquí las visitas se dan como se les da la gana a ellos. La visita conyugal tiene que ser con ellos fisgoneando y todo es hasta que se les dé la gana, si están de buen o mal humor. Además, andan abusando de los gases lacrimógenos. Eso es para controlar ciertas situaciones que amenacen la seguridad del penal, no para que lo usen indiscriminadamente cada vez que amanezcan con ganas de torturar gente”, agrega otro preso.

De estas quejas surgen denuncias puntuales sobre los tratos crueles e inhumanos a los que los guardias han sometido a los internos. “La vez pasada se nos murió un señor de la tercera edad por pura negligencia. Tenía 65 años y lloraba como un bebé del dolor. Le pedimos al guardia que nos dejara llevarlo a la enfermería y no se le dio la gana de abrir la reja, y el hombre no aguantó más y se murió de un infarto”, recuerda. Los reos también están cansados del abuso de la utilización de los gases lacrimógenos y pimienta. “Hace como 15 días nos echaron en plena visita, había niños y abuelos dentro de la cárcel. Es el único día que uno tiene para resistir este martirio y lo torturan a uno así, delante de la familia, entonces obvio, a ellos también les da miedo después venir a visitar”, señalan.

Por todo este panorama la Defensoría del Pueblo viene recogiendo toda la información del penal y ha tomado la decisión de solicitarle al Ministerio de Justicia el cerramiento de la cárcel de Anayancy. Un penal en el que se percibe, en una visita de apenas dos horas, que lo que hay allí es un monumento a la crueldad, que es un espacio que no cumple objetivos de resocialización, que funciona como una universidad de la criminalidad y que quienes ingresan allí están sometidos a tratos inhumanos, donde, además, opera, casi que bajo el auspicio del Estado, la cúpula de una de las bandas delincuenciales más poderosas de Chocó: los Mexicanos. Allí, con todo pago, definen a quién matar, secuestrar, extorsionar y, además, no solo no les cuesta nada, sino que la cárcel funciona como su negocio particular. Así funcionaba esta prisión hace un mes, cuando no se hablaba de coronavirus ni de la crisis penitenciaría, esa que tuvo su bautizo de fuego en la Modelo de Bogotá con un saldo de 25 muertos en una sola noche que puede haberse convertido en la mecha que encienda el polvorín en las cárceles de Colombia.

*Texto de Alfredo Molano Jimeno -@AlfredoMolanoJi

Tomado de El Espectador


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