(La Agencia de Prensa Análisis Urbano participó en la investigación periodística y publica este trabajo con la autorización de la revista mexicana Proceso)
Rafael Croda
PUTUMAYO, COLOMBIA.- En fincas cocaleras como “La 8” –localizada en un punto remoto de la selva húmeda y caliente del departamento colombiano del Putumayo al que sólo se llega a pie o a caballo— comienza un proceso agroindustrial de escala global cuyas diferentes fases están controladas de manera meticulosa por el crimen organizado.
Nada aquí, en “La 8” –llamada así por los campesinos porque para llegar a la finca hay que cruzar ocho largas colinas de cerrada vegetación— luce como un centro criminal, aunque según la ley colombiana los cultivos de hoja de coca son ilícitos y quien realice esa actividad se hará acreedor a una pena de entre ocho y 18 años de cárcel.
Como en cualquier predio agrícola, en esta finca hay jornaleros que vinieron a recolectar la cosecha de hoja de coca (“raspachines”, se les dice por aquí); hay una cocinera que les da de comer yuca y arroz todos los días y un administrador que se encarga de que todo funcione.
También está la pareja del propietario de la finca, Lilia, quien lo supervisa todo, y “El Químico”, un maestro cocalero que conoce con precisión de alquimista cómo transformar la hoja en pasta base de cocaína.
Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés), Colombia es el principal productor mundial de cocaína y exporta cada año unas mil 400 toneladas de esa droga, el 70 por ciento de lo que demanda el mercado global de ese alcaloide de efecto estimulante.
Con cinco hectáreas de sembradíos de hoja de coca, en “La 8” está por finalizar una de las tres cosechas que se levantan cada año. Ya sólo queda por recolectar un pequeño lote de media hectárea que no debe llevar más de dos días a los “raspachines” que están allí, en medio de una selva vaporosa de la amazonia colombiana, muy al sur del país.
Luego de una jornada de sol a sol en la que “rasparon” 12 arrobas de hoja de coca, Santiago y su hijo David se acomodan en una hamaca extendida en el ambiente principal de la vivienda de la finca, que está hecha de madera y láminas de zinc y está asentada sobre vigas que la levantan un metro sobre el suelo. Es como un palafito en tierra firme.
Padre e hijo están acostados uno frente a otro, con las piernas entrecruzadas, y con ayuda de una lámpara de mano hacen cuentas en una pequeña libreta de la ganancia del día: a 10 mil pesos colombianos la arroba (una arroba equivale a 12.5 kilos), hoy juntaron 120 mil pesos entre los dos (28 dólares), lo que no los hace felices.
“Y mañana va a amanecer lloviendo”, se queja David, un adolescente de 15 años que hace unos meses abandonó los estudios y que planea ser “raspachín” el resto de su vida, como su padre, aunque dice que tal vez aprenda a ser “químico”, como su difunto abuelo materno.
Los “raspachines”, como Santiago y David, son el proletariado de la industria de la cocaína y el eslabón más débil de una empresa ilegal que, según estimaciones de la UNODC, genera cada año unos 140 mil millones de dólares a nivel global.
Esa actividad es el sustento de unas 250 mil familias campesinas colombianas y es el combustible que alimenta el conflicto armado y la violencia de las bandas criminales en los territorios cocaleros, como esta región del Putumayo donde está “La 8”.
Santiago y David saben que los cultivos en los que trabajan son ilícitos, pero como jornaleros agrícolas que son pesa más el hecho de que el “raspado” es el único sustento que tienen a la mano.
En la fase de cultivos, el tema de la coca no es un problema criminal, sino agrario y social. Tanto así, que el gobierno del presidente Gustavo Petro ha optado, en los hechos, por centrarse en el combate a las grandes estructuras delictivas y no perseguir a los pequeños productores.
La finca “La 8” no es tan pequeña, pero ni Santiago ni el administrador, a quien todos llaman “El Mono”, temen por ahora que la policía o el Ejército irrumpan en sus helicópteros para capturar a todos y destruir los plantíos. Los que sí les causan terror, son “Los Sinaloa”, el grupo armado ilegal que controla la zona y que actúa como una “sucursal” del cártel mexicano de Sinaloa. También se hace llamar “Comandos de la frontera”.
Santiago dice el sólo viene a trabajar “humildemente” y que no sabe nada más. Pero intuye que la empresa criminal que maneja el proceso agroindustrial y logístico de la cocaína de exportación no sería nada sin el trabajo de los campesinos.
“Este negocio es muy grande, pero comienza con la mata (de coca), sin la mata no hay nada”, asegura.
La decena de “raspachines” que permanecen en la finca ya están desesperados por regresar con sus familias.
“Osito” partirá al día siguiente. Tuvo jornadas muy productivas y ya juntó lo suficiente, el equivalente a unos 300 dólares (25 dólares más que el salario mínimo mensual en Colombia), para llevar a hogar. Descansará una semana y luego se irá a recolectar café.
“El Nari”, un indígena del departamento de Nariño, caminó por la tarde durante cinco horas, hasta encontrar señal de celular, para llamar a su esposa. Regresa mojado y taciturno, acompañado por uno de los perros de la finca. “El Mono” le encarga hacer “la soda”, como le llaman al bicarbonato de sodio cocido que se usa para la fabricación de pasta base de cocaína.
“El Nari” vacía varias bolsas de bicarbonato en una olla que pone al fuego de leña mientras remueve constantemente el polvo blanco con una pala de madera.
“No dejes de mover, porque, si no, se corta”, le dice “El Químico” desde una mesa en la que comparte con los jornaleros y con “El Mono”.
Por las noches, los jornaleros se distraen contando historias de aparecidos, de sus amores, de sus parrandas y de prostitutas memorables de los pueblos cocaleros en los que han andado. Algunos se van a bañar a un río que cruza a unos 200 metros de la vivienda, ladera abajo.
Al día siguiente, muy temprano, “La 8” está llena de fango. Llovió toda la noche y, en medio de una llovizna persistente, el sol apenas irradia su proximidad, lo que no es obstáculo para todos comiencen sus labores.
Los “raspachines” se van la parcela que queda por recolectar y extienden unas mantas hechas de costales en las que van arrojando la hoja de coca que raspan. Es un oficio de precisión, fuerza y resistencia, en el que se destacan los hombres más maduros, como Santiago, “El Nari” y un “raspachín” al que le dicen “El Mueco” (chimuelo) porque le faltan varios dientes.
Los secretos de “El Químico”
“El Químico” toma dos cubetas de plástico en la vivienda y enfila con un ayudante hacia “el laboratorio” o “el chongo”, como se le dice en estas zonas a un cobertizo de madera en el que se procesa la hoja de coca recolectada por los “raspachines” y se transforma en pasta base de cocaína.
En el lugar, que queda a una hora de la vivienda a buen paso, hay tambores de plástico de gran capacidad, de 500 y mil litros, y bidones con gasolina que sido transportados en coche y a lomo de mula desde el municipio más cercano, a varios kilómetros de aquí.
El cobertizo no tiene paredes, pero sí una bodega en la que se almacenan los insumos que usan los “químicos” en el proceso, como cal, cemento, ácido sulfúrico, sosa cáustica, amoniaco y sal.
En el amplio piso de madera, se extienden cientos de kilos de hoja de coca cosechada el día anterior. “El Químico”, quien viste una camiseta deportiva, gorra y botas pantaneras (de hule), distribuye uniformemente las hojas con el pie y comienza a “picarla” con una guadaña que funciona con un motor a gasolina.
Media hora después, cuando la hoja está triturada, el maestro cocalero esparce sobre ella puños de cal y hace la mezcla deslizando las botas en el piso de un lado a otro, como si de un baile extraño se tratara. Luego le agrega, en un bidón con agujeros que hace las veces de regadera, agua con amoniaco. Toma un puño de la hierba húmeda, la estruja y dice con seguridad: “Ya está quedado buena”.
Con una pala, vuelve a mezclar y tritura otra vez el producto con la guadaña, hasta que queda sobre el piso un promontorio vegetal de tono ennegrecido. Con la misma pala, deposita ese compuesto en un tambor de plástico de mil litros y le adiciona varias cubetadas de gasolina. Un olor tóxico emana de ese recipiente, en el que “El Químico” introduce un palo para revolver.
“Voy a batir la sopa para que no se pegue”, asegura, y luego cubre el tambo y deja reposar la mezcla durante varias horas para “quemar y fermentar la hoja”.
La pareja del dueño de la finca, Lilia, quien nació y creció en un resguardo indígena de gran actividad cocalera, llega de improviso al “chongo” a supervisar el proceso y da el visto bueno.
“El Químico” se ufana. “Tengo mis secretos –dice— y le voy a compartir dos: escupir la hoja antes de empezar el cortado y no usar cemento, porque si uno se pasa un tris, se daña la mercancía”.
Por la tarde, “El Químico” deja escurrir la gasolina del tambor de plástico donde se fermentó la hoja y un líquido negruzco, con aroma herbal, cae en un bidón. Ahí está contenida la esencia en bruto de la hoja de coca. Lo que sigue es un tedioso proceso de filtrado con trapos de algodón, para separar “el sucio” o “el chicle”, que se usará después como materia prima para producir “bazuco”, la llamada cocaína de los pobres.
El líquido filtrado se mezcla con ácido clorhídrico y con la “soda” (el bicarbonato de sodio cocinado durante horas por “El Nari”) y luego se vuelve a filtrar con trapos en los que van quedando pequeños grumos de color blanco que acaban por conformar una bola semejante a un queso. Eso ya es la pasta base de cocaína, cuyo principal componente es el alcaloide de efecto estimulante tan preciado por unos 20 millones de consumidores en el mundo, según estimaciones de la UNODC.
Del Putumayo al Urabá
El dueño de la finca “La 8” tiene tres maneras de vender los alrededor de 50 kilogramos de pasta base de cocaína que produce cada año: los comercializa con “Los Sinaloa”, que obligan a todos los campesinos de esa zona a venderles la droga a ellos; se va por la libre y encuentra clientes en Cali, Bogotá o Medellín, con el riesgo de que lo maten, o le paga un impuesto a “Los Sinaloa y la vende a quien él quiere.
En una ciudad del vecino departamento del Cauca, el propietario de “La 8” hace el acopio de 20 kilos de pasta base y pide permiso a “Los Sinaloa” para venderlos fuera de la zona. El grupo criminal le autoriza la operación, a cambio de un “impuesto” del 15 por ciento sobre el precio de venta del cargamento, que se cotiza a unos 11 mil 400 dólares.
Él paga a “Los Sinaloa” mil 700 dólares de “impuestos” y llama a un cliente de una región conocida como el Urabá antioqueño, en el noroccidente de Colombia. Le lleva la droga en un carro particular que va precedido por otro auto que maneja su pareja, Lilia. En la retaguardia, lo sigue un motociclista de su confianza que va armado con una antigua pistola alemana que no cambia por ningún arma de fuego moderna.
Lilia, que siempre va un par de kilómetros adelante y quien viaja en compañía de un primo y su pequeña hija, le avisa por teléfono celular o por radio si hay algún retén de la policía o el Ejército, y él –que lleva como copiloto a una empleada de servicio que hace pasar por su suegra– espera a prudente distancia a que los puestos de control se levanten. Las garitas permanentes de la policía ya las tiene ubicadas y las elude a través de caminos secundarios en los que lo acompaña su escolta motorizado.
Día y medio después de haber salido del Cauca, los 20 kilos de pasta base de cocaína llegan a una finca del Urabá antioqueño en la que el nuevo propietario de la droga, a quien sus allegados llaman “El Señor”, los convertirá en clorhidrato de cocaína.
El laboratorio o “cristalizadero” está por ahí cerca, en una casa rural que no llama la atención. Lo manejan tres hombres que están con gorras con la visera baja. Hay muchos tanques nuevos de diversos tamaños, equipo de laboratorio, prensas, básculas digitales, una gran cantidad de productos químicos identificados con etiquetas y muchos hornos de microondas.
Uno de los hombres es el “químico”, conocido como “Batucada”, quien muestra un tambor en el que están depositados unos 30 kilogramos de pasta base de cocaína y a los que sus ayudantes le agregan agua con ácido sulfúrico y amoniaco para volverla a disolver la droga e iniciar el proceso de cristalización.
Una vez disuelta, la base de cocaína es “reoxidada” con una solución de permanganato de potasio que “Batucada” manipula con extremo cuidado en una probeta de laboratorio. Luego le agrega metabisulfito de sodio y un compuesto de carbonato de sodio y amoniaco. Las proporciones de los químicos son medidas en mililitros en las probetas, que están graduadas. Esto ya es más que un trabajo artesanal. El jefe del grupo denota pericia y conocimiento.
La droga luego pasa a un proceso de filtrado y secado –en una estufa que evapora toda el agua– del que surge “con una pureza de casi cien por ciento”, según explica el “químico”.
Ese proceso ya aumentó significativamente el valor de “la mercancía”. La pasta base de cocaína que salió de la finca “La 8” valía 570 dólares el kilo. La “reoxidada”, en cambio, alcanza un precio de mil dólares por kilo, lo que implica que aumentó en 75 por ciento su valor.
Lo que sigue es “reventar” el polvo con acetona, ácido clorhídrico, agua y aceite, y una vez que esa mezcla se escurre la cocaína queda cristalizada y se prensa con gatos hidráulicos en “panelas” de un kilo que se meten entre seis y siete minutos en hornos de microondas para que se terminen de secar.
“Sólo con el olor sabemos si están listas”, dice “Batucada”.
Los paquetes, que llevan su propia marca, son envueltos con varias capas de papel film transparente y con abundante cinta.
De Urabá a Panamá
Un cargamento de 80 kilogramos de cocaína llega un mediodía a un manglar del Golfo de Urabá protegido por el Clan del Golfo, el mayor grupo criminal del país y el cual controla el tráfico de drogas en esa región de la costa atlántica de Colombia.
La droga salió del laboratorio de “Batucada” hace unas horas oculta en una camioneta de doble cabina y en un paraje rural la recibieron hombres del Clan del Golfo que se encargaron de llevarla al manglar previamente acordado con el dueño del cargamento.
En ese sitio, los pistoleros entregan la cocaína a los dos tripulantes de una lancha que se acerca con el motor apagado. Su misión es transportar la droga a Panamá, que queda muy cerca, al otro lado del mar, a unos 75 kilómetros en línea recta.
El lanchero que conduce la embarcación se cubre el rostro y se identifica como “Pedro”. Dice que llegará a Panamá en 10 horas más pues el motor de su bote es pequeño.
“Es lento, pero no lo detectan los radares ni el avión (que vigila el tráfico marítimo), y si nos ven de lejos piensan que somos pescadores”, asegura.
El otro tripulante, quien pide que se le llame “Costeño”, cree que la droga que transportan viene del Cauca. No sabe que hace tres semanas era hoja de coca y que la pasta base fue producida en la finca “La 8”, donde se quedaron los actores más jodidos de este negocio, los que seguirán “raspando” la mata ancestral la vida entera a cambio de 2.40 dólares la arroba.
En Panamá, la droga que llevan “Pedro” y “Costeño” duplicará su valor. El cargamento de 80 kilogramos de cocaína tenía un precio de 124 mil dólares en Colombia. En unas horas más, al llegar a las selvas panameñas del Darién, valdrá 248 mil dólares y, si logra llegar a México en la flota de transportes de carga que trabaja con la organización, costará 960 mil dólares.
La cocaína colombiana de exportación es un negocio redondo, sobre todo para quienes la distribuyen en los grandes centros de consumo.
RC